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Witold Gombrowicz y las artes plásticas - Juan Carlos Gómez
Un nuevo gombrowiczida del escritor y amigo de Gombrowicz...
WITOLD GOMBROWICZ Y LAS ARTES PLÁSTICAS
“Yo en aquel
entonces estaba efectivamente en mala disposición con el arte. Me
saturaba de Schopenhauer y de su antinomia entre la vida y la
contemplación, y de Mann en cuya obra este contraste toma un aspecto
aún más doloroso. El arte era para mí el fruto de la enfermedad, la
debilidad, la decadencia; los artistas no me gustaban, por decirlo así,
personalmente, yo prefería al mundo y a la gente de acción (...)” “Estas
fobias, a mi edad, eran apasionadas, yo tenía entonces veinticinco
años, una edad en la que aún no se ha renunciado a la belleza. El mundo
artístico me atraía por su libertad y su esplendor, pero me repudiaba
física y moralmente. Así que esa excursión al Louvre no era tan
inocente como pudiera parecer. Escaleras. Estatuas. Salas. Al franquear
el umbral de ese templo, empezaron a ocurrir cosas raras, aunque en
cada uno de diferente manera (...)”
“Jules
de repente adoptó un aire místico como si su sensibilidad, aumentada
súbitamente, le hubiera dado alas, se acercaba a los cuadros y a las
estatuas en un estado de tensión, se notaba que lo vivía
apasionadamente y eso me enfurecía, ya que sospechaba que él lo vivía
así para mí, para atraerme a su culto. Entonces, cuanto más se
exaltaba, yo me volvía más flemático y apático (...)” . “Con la
expresión de un perfecto campesino echaba unas miradas descuidadas a
aquellas salas llenas de la monotonía infinita de las obras de arte,
aspiraba ese olor a museo que da dolor de cabeza, mientras mis ojos se
deslizaban de un cuadro a otro con esa expresión mezcla de aburrimiento
y menosprecio que produce el exceso. Eran demasiado numerosas esas
obras maestras y la cantidad mataba la calidad. Y también la mataba esa
disposición tan uniforme sobre las paredes”. Desde muy joven la admiración constituyó para Gombrowicz una actitud
absolutamente impracticable. No sé que es lo que habrá hecho en Polonia
pero aquí, en Buenos Aires, entraba a las exposiciones renqueando
apoyado en alguno de nosotros; si le preguntaban por qué renqueaba, en
algunos ocasiones alegaba que lo hacía para compensar alguna falta de
balance de la propia exposición. En otras ocasiones decía que
renqueaba porque le dolía mucho una pierna, y que era una lástima que
la belleza de la pintura calmara menos el dolor que una aspirina.
Cuando en la quinta de Hurlingham me presentó las esculturas metálicas
de Giangrande evitó que me pusiera en pose de admiración: –Vea, son
unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa
agrícola. En París, en una de esas tardes de vagabundeo, acompañó a su
amigo Jules al Louvre.
“Cuando se me ocurre ir a un museo me
preocupo mucho más por los rostros de los visitantes que miran las
pinturas que por los rostros pintados. Mientras los rostros pintados
miran con una tranquilidad soberana, en los rostros vivientes y reales
se nota algo convulsivo y desesperado, falso y ficticio que hasta puede
asustar a una persona poco acostumbrada (...)” “Ah, por Dios,
estas miradas piadosas o conocedoras, ese esfuerzo para estar a la
altura, esa pseudo profundidad que se junta con todo un mar de pseudo
impresiones, pseudo sentimientos, pseudo juicios. La Gioconda es una
hermosa tela, pero si Leonardo da Vinci hubiese podido presentir las
convulsiones que originaría su cuadro, es posible que hubiese
aniquilado el rostro pintado para salvar los rostros reales”. Jules se había transportado: –¿Por qué me haces reproches, Jules?, no
comprendes que yo no miraba los cuadros, sino otra cosa; –¿Qué cosa?;
–La gente, tu miras los cuadros y yo miro a la gente que admira los
cuadros, tienen una expresión estúpida, ¿entiendes?, un hombre al
admirar un cuadro pone cara de imbécil, ¡es un hecho! La belleza de la
pintura afeaba la cara de los admiradores. El
cuadro era hermoso, pero lo que había delante del cuadro era esnobismo
y un esfuerzo torpe para advertir algo de esa belleza de cuya
existencia se estaba informado. El sentimiento de admiración que
aparece de vez en cuando en las obras de Giombrowicz, es un sentimiento
de admiración derrumbado, enfermizo y teatral. Con una expresión de
perfecto campesino Gombrowicz echaba unas miradas aburridas.
La
expresión de Jules rayaba entre la histeria y el odio: –Estoy harto,
Jules, basta. ¡Vámonos! Salimos al mundo, ¡qué delicia!: sol, mujeres.
“Cuando hombres normales e inteligentes en todas las demás realidades
se pierden de modo tan lamentable frente a cierta clase de fenómenos,
esto quiere decir que hay algo de falso y de malo en su relación misma
con esos fenómenos (...)” “Y,
por cierto, en el terreno artístico se acumuló una cantidad tan grande
de absurdos, paradojas, falsedades, que eso no se puede explicar sino
por algún error básico en nuestro modo de tratar el asunto. ¿Cómo
explicar, por ejemplo, que delante de un cuadro firmado por Rafael nos
muramos de entusiasmo y la copia del mismo cuadro aunque perfecta nos
deje fríos?”
El escritor debe obligarse a desarrollar una
política frente a la cultura, no puede dejarse subyugar, debe conservar
su soberanía y no tan sólo en atención a su yo. La atracción que
produce la belleza en el arte no tiene lugar en una atmósfera de
libertad, una voluntad colectiva que pertenece a la región interhumana
de la que no tenemos conciencia nos obliga a admirar. De modo que
somos puestos en el trance de tener que admirar, la relación que surge
entonces entre el que admira y la belleza que admira es falsa. En esta
escuela de tergiversaciones se ha formado un estilo, no sólo artístico
sino también de pensar y de sentir de una elite que se perfecciona y
consigue la seguridad de su forma de una manera inauténtica.“¿Cómo es posible reducir todo eso a la pura estética y a una retórica
estéril y vacía sobre la grandeza del arte? ¿Cómo se puede de tal modo
enseñar la literatura y el arte a los niños en las escuelas
acostumbrándonos desde pequeños a una pura ficción? Nuestra vida
artística se desarrolla en un clima de perpetua mentira, y es por eso
que la clase culta no tiene ningún real contacto con la cultura (...)” “En
verdad, todas nuestras actuaciones culturales recuerdan mucho más un
rito solemne que una auténtica convivencia espiritual. Mientras no
tengamos el valor necesario para dejar las ilusiones, mientras no
lleguemos a una mejor conciencia de las fuerzas que nos dominan,
siempre el rostro pintado de la Gioconda va a transformar nuestro
propio rostro en algo... algo... en fin, en algo bastante dudoso”
Leonardo
da Vinci es un personaje histórico que tiene para Gombrowicz el
atractivo de ser archinteligente y de conocimientos completos, unas
cualidades que debieron ejercer sobre él una enorme sugestión en su
juventud. Leonardo da Vinci, arquitecto, escultor, pintor, inventor,
músico, ingeniero y el hombre más representativo del Renacimiento, es
considerado como uno de los más grandes pintores de todos los tiempos y
la persona con más variados talentos de toda la historia de la
humanidad. Leonardo se revela grande sobre todo como pintor.
Regular y perfectamente formado, parecía, en las comparaciones de la
humanidad común, un ejemplar ideal. Del mismo modo que la claridad y
la perspicacia de la vista se reflejan más apropiadamente en el
intelecto que en los sentidos, así la claridad y la inteligencia eran
propias de Leonardo da Vinci. No se abandonó nunca al último impulso de su propio talento originario
e incomparable y, frenando todo impulso espontáneo y casual, quiso que
todo fuese meditado una y otra vez. Siempre atento a la naturaleza,
consultándola sin tregua, no se imita jamás a sí mismo; el más docto de
los maestros es también el más ingenuo, y ninguno de sus dos émulos,
Miguel Ángel y Rafael, merece tanto como él ese elogio. El interés
por Leonardo da Vinci nunca se ha satisfecho, a través de los siglos ha
llegado hasta nosotros. Las multitudes aún hoy hacen cola por ver sus
obras y sus dibujos más famosos se divulgan en camisetas. Los
escritores actuales, siguen maravillándose de su enorme genio.
Especulan sobre su vida privada y, particularmente, sobre lo que
alguien tan inteligente pensaba realmente.
La
archiinteligencia, los conocimientos completos y el humanismo eran
cuestiones que subyugaban su conciencia, por lo tanto Leonardo da Vinci
debió ser en su juventud algo así como el Norte de Gombrowicz. “Corrió
mucho agua bajo el puente hasta que conseguir establecer una base y
sólidas razones a mi contienda contra las artes plásticas iniciada
aquel día delante del Louvre, en París (...)” “Sólo
después de la guerra, en la Argentina, empezó a cristalizar en mí esa
hostilidad hacia la pintura. Mi primera declaración pública sobre este
tema, un artículo en el diario argentino ‘La Nación’. Llevaba por
título ‘Nuestra cara y la cara de la Gioconda’ y hacía referencia a mis
experiencias en París. Hoy veo hasta qué punto mis reacciones son
polacas: de un hidalgüelo polaco, de una campesino polaco, polacas de
carne y hueso (...)”
“Mi polonidad incurable, que experimento
a cada paso cuando estoy en el extranjero, casi hace reír a un hombre
como yo, aparente liberado de todos sus lazos. Llevo en la sangre esa
desconfianza polaca hacia el arte y, sobre todo, hacia las artes
plásticas. El hombre no está hecho para la pintura, sino la pintura
para el hombre. En aquel momento yo aún no sabía que estaba
estableciendo una de las fórmulas más importantes en todo mi desarrollo
ulterior”. (c) Juan Carlos Gómez