Premios, gloria y fortuna
Por Harold Alvarado Tenorio
Nada hay comparable a la
gloria y más, si viene acompañada de metálico. Antes de la proliferación de
los medios masivos de comunicación, se creía que la fama se ganaba por
méritos, fuesen del bien y por supuesto, del mal. No hay, ni habrá Jesús sin
Pilatos, yin sin yan, blanco sin negro. Ahora sabemos que no dura y puede
obtenerse de mil maneras. E incluso, teniéndola, puede servir de nada, porque
a nadie importa.
La fama, conocida por los
romanos como Voz Publica, fue una de las hijas de la Tierra, habitaba en el
centro del orbe, vivía en un palacio de mil aberturas sonoras por donde
entraban y salían las voces, y era asistida en su vida diaria por la Credulidad, el Error,
la Falsa Alegría,
el Terror, la Sedición
y los Falsos Rumores. Todo ello habita ahora en los treinta segundos de todos
los televisores del mundo. Así la retrata Virgilio en los versos 173 a 186 de La Eneida:
Vestiglo horrendo, enorme; cada pluma
cubre, oh portento, un ojo en vela siempre
con tantas otras bocas lenguaraces
y oídos siempre alertas.
Por la noche
vuela entre cielo y tierra en las tinieblas,
zumbando y sin ceder al dulce sueño;
de día, está en los techos, en las torres,
a la mira, aterrando las ciudades.
Tanto es su empeño en la mentira infanda
como en lo que es verdad. Gozaba
entonces regando por los pueblos mil
noticias, ciertas las unas, calumniosas otras.
Si para hacerse rico no es necesario ser famoso, en el inframundo de la
literatura, nadie puede serlo sin la fama y sin los premios que depara el
poder y que el galardonado alcanza mediante la compra de sus libros, los
viajes y el reconocimiento si no, del señor presidente, si de algunos de sus
ministros, directores generales, confidentes, mayordomos y bien cierto,
embajadores. Que yo sepa, desde el mismo Rubén Darío, una legión de
escribanos y lameculos pretendidamente poetas han sido recibidos, en los puertos
de mar y de aire, por los embajadores de sus respectivos países en aquellos
otros donde van para promocionar sus tomos y venderlos a las bibliotecas
públicas de cada república o dictadura. Hace poco, para dar un ejemplo, vi
cómo un embajador ultra reaccionario, en una isla del Caribe recibía con toda
clase de zalemas y prebendas a un chavo castrista de origen campechano,
admirador en su tierna juventud de un dipsómano autoritario que le reveló los
secretos de la nemotecnia, protegido desde sus posaderas por un ex
presidente homicida benefactor de una pareja gay que labura en las Naciones
Unidas, y publicista de toda clase de cartillas y falsificaciones de la
historia colonial promovidas por una señora que nunca aprendió ballet y se
dedicó a bailar por una emisora de radio pagada con dineros de los
contribuyentes.
Sin embargo la gran ilusión, la ciertamente visible y aparentemente
perdurable, la deparan los Premios sostenidos por las sumas en firme.
Cada país tiene los suyos, pero es España la que pone la marca más alta,
con unos de 1600, varios de los cuales son o Premios Políticos [Cervantes,
Reina Sofía, Menéndez Pelayo, Príncipe de Asturias, Premios Nacionales,
Premios del Ministerio de Cultura, de las Juntas, Xuntas, Yuntas, Zuntas], o
Sociales, otorgados por Cajas de Ahorros, Alcaldías y Diputaciones, y los
Económicos, dedicados al mercado internacional del libro como los Casa de
América de Poesía (6.000 Euros); Generación del 27 (15.000); Ciudad de
Melilla (18.000); TIFLOS (36.000); Jaime Gil de Biedma (16.000); Loewe
(27.000); Fray Luis de León (12.000); Emilio Alarcos(15.000); Cáceres 6.000);
Ferrocarriles (15.000) y Viaje del Parnaso (18.000), todos controlados por la
mano inefable de Jesús García, alias Chus Visor y los de “novela” Planeta,
Nadal, Biblioteca Breve, Lara, Plaza y Janés, Lengua de trapo, Primavera,
Alfaguara, etc., cuya dotaciones económicas oscilan entre los 300 y
700.000 euros según la Guía
de Premios y Concursos Literarios, con 500 para narradores y unos 450
para poetas y sólo 62 para ensayo y 70 para teatro.
El 9 de Setiembre de 1981, un año, diez meses y trece días antes de ganar
el Premio Nobel, Gabriel García Márquez escribía que luego de una larga vida
como periodista y escritor, tenía más de cincuenta años, sólo podía arrepentirse
de haber ganado dos laureles, uno en 1954 patrocinado por la Asociación de
Escritores de Colombia, con un cuento sin terminar, y el otro, en 1962, de la Esso Motor Company,
con tres mil dólares de gaje, con una obra que no tenía título y hoy es conocida
como La mala hora, porque según el emisario de los patrocinadores,
“nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena”. Nunca asistió a las
premiaciones porque tuvo la impresión muy desapacible de haberse prestado a
una farsa pública y una vez más a la promoción de una empresa que nada tenía
que ver con la literatura.
Todo eso lo decía el genio de Macondo hace 28 años, cuando apenas se oía
hablar en los medios de Borges, Cortázar, Gil de Biedma, Lezama, Guimarães
Rosa, Ángel González, Carpentier, Onetti, Rulfo, Cabrera, Caballero Bonald,
Paz, Vargas Llosa o Antonio Caballero y no habíamos pasado de la función del
deslumbramiento a la edad del mercado y cabildeo y ni el Gouncourt, el Femina
o el Medicis habían sido degradados a monarcas de la intriga como Álvaro
Mutis, ni existía Hay Festival en Cartagena, ni la mejor revista del
mundo era El Malpensante y el universo estaba poblado de libretistas
Volpis, Fresanes, Birmajeres, Francos, Roncagiolos, Pazsoldanes,
Vazques, Jaramillos, Bonetes y Abadesas, ni los críticos literarios eran
redactores de planta o se alquilaban a las universidades bajo la férula de la
diosa Ignorancia, ni los novelistas tenían columnas en periódicos y revistas
para promocionar sus nombres.
Porque toda esta legión de beneficiarios de los erarios públicos, que
escriben no por una necesidad ineludible sino para ganar concursos y
prebendas, y garrapatean culebrones sobre cualquier cosa, incluso sobre
poetas y asesinos de la conquista de América, deben tener presente que su
gloria durara tanto como la de Manuel Terrín, un electricista de Córdoba que
ha ganado la media pendejadita de 1530 concursos, 500 de ellos de narrativa y
es famoso por ser desconocido.
Ni Borges, Camus, Cervantes, Dos Passos, Dostoievski, Dreiser,
Drieu la Rochelle,
Faulkner, Flaubert, Forster, Genet, Greene, Hemingway, Huxley, Joyce,
Lawrence, Machado de Asis, Martin du Gard, Mauriac, Montherlant, Orwell,
Proust, Scott Fizgerald, Waugh o Wilson, escribieron para que los invitaran a
bailar merengue y soplar canutos en las Ferias del Libro y los Festivales de
hoy. Escribieron bien porque dijeron las verdades de su tiempo, porque no
fueron la voz de los establecimientos, y quienes leen saben que no mienten.
Porque quien crea una voz, crea un destino y vivirá para siempre, como bien
lo entendió Han Yu, un poeta chino que conocí en el siglo VIII, y me dijo:
Todo resuena cuando se rompe el equilibrio.
Las yerbas son silenciosas,
pero si el viento las agita, silban.
El agua calla,
pero si el aire la mueve, repica;
las olas mugen: algo las oprime;
la cascada se precipita: le falta suelo;
el lago hierve: algo lo calienta.
Son mudos los metales y las piedras,
pero si algo los golpea, rechinan.
Así el hombre.
Si habla, es que no puede contenerse;
si se emociona, canta;
si sufre, se lamenta.
Todo lo que sale de su boca
se debe a una rotura...
Cuando el equilibrio se fragmenta,
el cielo escoge entre los hombres
aquellos más sensibles y los hace hablar.
(c) Harold Alvarado Tenorio
www.haroldalvaradotenorio.com/web
publicado el 8-6-2009
|
|
|