CÓNDORES Y HUEMULES
(Santiago de Chile) Marco Aurelio Rodríguez
En 1925 Gabriela Mistral se quejaba de que los chilenos fuéramos más cóndor que huemul1. Claro, Chile llevaba cien años de vida republicana y nos creíamos una raza privilegiada y poderosa. En 1834, para presumir “el orgullo justo del fuerte” —semejante a “hermoso buitre”— pregonamos un escudo patrio donde, a más del cóndor y el huemul, aparecía la rúbrica “Por la razón o la fuerza”. Sobrevolábamos “la carroña tendida en una quebrada”. Cercana a ese sentimiento nacionalista posterior a la Guerra del Pacífico y cuyas expectativas persisten exageradamente hasta el cierre de las oficinas salitreras nortinas, nuestra poetisa se inquietaba ante “algunos héroes nacionales [que] pertenecen a lo que llamaríamos el orden del cóndor”. Son los años 20 y el epicentro idiosincrásico de lo chileno se resuelve en la capital adonde llegan, en medio de guerras intestinas acomodaticias de espíritu2, primero los mineros del norte —como años más tarde lo harán los demás mineros— y luego los campesinos, a la búsqueda de ¿la carroña tendida sobre una quebrada?
Los dos “aspectos del espíritu”, que toma nuestra materialidad de carácter, también son remarcados por otros autores que se han dado a la tarea de entender nuestra identidad. Benjamín Subercaseaux, autor de Chile o una loca geografía, ve un conflicto no resuelto en esta conjura de opuestos. Este hombre de extremos que es el chileno, “impermeable a la experiencia” (testarudo en la tarea de entender, de apaciguar), inestable e irresponsable, vive de la sorpresa; desconcierta su imprevisibilidad. Su timidez (de huemul) y su agresividad (de pájaro)3 lo hacen “un ser a disgusto”4. Ha pasado más de una generación luego de las palabras de Gabriela Mistral y el chileno no solo no ha apaciguado su espíritu (cual un diamante), sino que ha corroído su gracia. Varios autores coinciden en la representación irresoluta de nuestra ralea. En 1965, Horacio Serrano en su estudio “El chileno, un desconocido”, plantea consideraciones que nuestra cosecha patrimonial seguirá acentuando: se refiere a nuestro ser como ahistórico, vector del desfase entre el chileno, su medio y su historia. Este carácter rayano en lo sicótico, previene su valor más bien aislado que social de la tipología chilena. No somos ni europeos ni indios ni mestizos, en palabras de Serrano.
Por esa época también, un importante autor, Luis Oyarzún, hará un “Resumen de Chile”. Las prevenciones de este ensayo (que nuestro escritor fallecido en1972 no alcanzará a corroborar) se verán encarnadas fundamentalmente (febrilmente) en la siguiente década luego del Golpe del 73. Su exposición, que muestra un gran respeto por los recursos y las bellezas de nuestra tierra, habla de la dicotomía de los tipos humanos que, en definitiva, han terminado por no adaptarse a su entorno, el huaso y el roto andariego, y cuyas “expresiones significativas” aderezan la historia social, o sea, especifican nuestra idiosincrasia. La percepción sensible e intelectual de Luis Oyarzún5, se muestra lastimada en un sentido antropológico profundo y extensivo ante la falta de mitos instauradores patrios (la falta de materia y espíritu históricos), que lo hace reclamar —lo que es muy grave— la carencia de alma nacional. Por lo mismo, al proponer, su historiografía cultural6, al “hombre de imaginación y de pasión— que no encuentra su sitio propio en ninguna parte establecida, en ningún estrato del país, y vaga a lo largo del territorio o sale de él hacia tierras extrañas”7 frente al roto, “el chileno pata de perro, patiperro”, no podemos dejar de pensar en los fantasmas que transitan por allí.
Cuando la autora de Poema de Chile viene a Chile el año 1954 (nueve años después del Nobel) invitada por el gobierno de la época de Carlos Ibáñez del Campo —el mismo que en los años 30 le había quitado la pensión de gracia—, le preguntan por qué no regresa a su patria, si aquí en Chile la atendían tan bien. Gabriela Mistral, “tierna y feroz” como la calificara Paul Valery, contesta: “El primer mes me tratarían como La Divina Gabriela, el segundo mes como La Gabriela, hasta que terminarían tratándome de Ésa…”8.
La poeta, quien nombró en su testamento albacea y heredera universal a la estadounidense Doris Dana, su secretaria y amiga (decisión que muchos chilenos no perdonan), murió tres años después en Nueva York. Entre sus papeles inéditos se encontraba, a propósito del dolor por su patria, la siguiente expurgación: “quiero morirme en paz en este destierro que parece enteramente voluntario, pero que no lo es”.
(c) Marco Aurelio Rodríguez
sobre el autor:
Marco Aurelio Rodríguez es docente, Magíster en Literatura Pontificia Universidad Católica de Chile. Autor de los libros de ensayo Los Poetas Malditos (1997) y El Árbol Parlante, de pronta aparición.
publicado el 23-9-2008