Marcelina Antonina Kotkowska (1872-1959) a los 19 años, antes del casamiento. gentileza de Juan Carlos Gómez
La madre y el púdico
(Buenos Aires) Juan Carlos Gómez
A Gombrowicz le resultaba
complicado escribir sobre sus sentimientos, ni que hablar si tenía que decir
que quería a alguien; fue seguramente la madre la persona a la que más quiso.
En las cartas que nos escribió muy pocas veces aparecían menciones al afecto.
Además, Goma, trate de
explicarle que soy muy púdico para el sentimiento y por lo tanto siempre
escribo como si cualquier cosa, ¿comprende?
Las madres son las primeras que
nos dan afecto y son las primeras que nos enseñan a querer, algo pasó
entonces entre Marcelina Antonina Kotkowska y Witold Gombrowicz para que
después de sesenta años de nacido siguiera siendo tan púdico.
El amor me fue negado
de una vez y para siempre, desde el principio; ahora bien, ¿fue porque no
supe encontrarle una forma y una expresión propias, o bien porque no lo había
en mí? Lo ignoro. ¿No existía o más bien lo ahogué? Quizás fue mi madre quien
mató el amor en mí
Una de la especialidades que
tenía Gombrowicz en la vida de todos los días era la de mortificar a los
demás jugando, y fue la madre quien lo empujó desde chico al desatino y al
absurdo a los que convirtió más tarde en uno de los elementos más importantes
de su arte. Dicho todo esto, es natural que uno de los propósitos deliberados
de Gombrowicz haya sido aguarles la fiesta a los demás.
Y aquí, como siempre
en todo lo que escribo, mi objetivo –uno de mis objetivos– consiste en
estropear el juego; porque sólo cuando deja de sonar la música y se separan
las parejas es posible la irrupción de la realidad, sólo entonces se hace
patente que el juego no es realidad, sino solo juego
De naturaleza perezosa y
desprovista de sentido práctico en un tiempo en el que había abundancia de
criados y de institutrices, el papel de la madre se limitaba a darle órdenes
al cocinero y al jardinero. Sin embargo, le decía a todo el mundo que la casa
estaba a su cargo, que el jardín era una obra de ella, que menos mal que
tenía sentido práctico, que en sus ratos de ocio le gustaba leer a Spencer y
a Fichte aunque las obras de esos filósofos lucían en la biblioteca con las
páginas sin cortar. Profesaba una gran admiración por todo cuanto ella no
era. La fascinaban los médicos eminentes, los profesores, los grandes
pensadores y en general las personas serias.
–Luce el sol; –Pero ¿qué
dices?, ¡Si está lloviendo!; –¡Qué manía tenéis de decir siempre tonterías!;
–Bueno, digamos que no llueve, pero si empezara a llover, llovería.
Era un deporte con el que su
hermano Jerzy y él arrastraban a la madre a discusiones absurdas, una de sus
primeras iniciaciones en el ejercicio de la dialéctica de Gombrowicz.
–¡Otro divorcio en la familia!;
–Qué estás diciendo?, ¿otro divorcio en la familia?, ¡no es posible!; –Te lo
aseguro, me lo contó la tía Rosa, parece que ella se enamoró de su peluquero;
–Cielos, qué escándalo. Al final de esta conversación teatral entre Jerzy y
Witold aparecía la madre temblando de indignación: –¡Si la mujer de Henryk es
tan desvergonzada no volveremos a recibirla!: –Pero, ¿por qué?, la tía Ela se
divorció dos veces y ahora juega al bridge con sus tres maridos, dice que
forman un equipo perfecto y que gracias a sus divorcios sus hijos tenían el
doble de parientes.
Primero las mujeres, después
Edipo y más recientemente Freud hicieron un lío bárbaro con las madres, hasta
el punto que Gombrowicz pudo escribir que su madre lo quería mucho pero no
pudo escribir que él la quería a ella.
Su madre tenía un temperamento
extraordinariamente vivo y una imaginación exuberante, era lúcida e
inteligente, pero exaltada, inconsecuente e inocente, no tenía sentido de la
realidad, era también hermosa, una mujer realmente atractiva. ¿Será por eso
que Gombrowicz se volvió púdico? (c) Juan Carlos Gómez
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