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El loco del pelo rojo
(Santiago de Chile) Reinaldo Edmundo Marchant
Uno de los artistas más fascinantes de la historia universal es el pintor
Vicent van Gogh (1853-1890, Holanda). No lo es puramente por su legendaria
oreja mutilada, que cercenó luego del altercado que sostuvo con su amigo
Gauguin, y que corrió a dejarla a una prostituta para demostrar a su colega su
arrepentimiento: horas antes había amenazado matarlo con una navaja, la misma
que utilizó para arrancar su lóbulo. “El loco del pelo rojo”, como llamaban a
van Gogh, resulta un artista alucinante porque vivió de manera auténtica y de
espaldas a las normas fetiches de la sociedad. Su rebeldía le pasó una cuenta
terrible. Fue un inadaptado, borracho, escapaba de la gente, se enamoró de una
prima – llegó a quemar una mano por el rechazo recibido-, de una puta
embarazada, Sien, que acogió y llevó a su hogar, retrató a gente humilde, lo
internaron en hospicios para dementes, sostuvo una lucha incansable contra lo
establecido, criticó al cristianismo por su frialdad, intentó ser predicador
religioso, conoció la soledad, el olvido, la fatalidad, pintaba con los
elementos básicos, alimentándose muchas veces sólo de pan, finalmente, en plena
juventud, se disparó con un revólver y nació la leyenda.
Luego de la tragedia, vino la hipocresía social y póstuma, que reconoció “al
mayor genio del arte contemporáneo…”. Él ya lo sabía. Lo había dicho mucho
antes: “no debemos hacernos ilusiones, sino prepararnos a no ser comprendidos,
a ser despreciados y a ser deshonrados, y, a pesar de todo, debemos conservar
nuestro ánimo y nuestro entusiasmo”.

Vicent van Gogh, que nunca pintó el mar “porque se movía mucho”, fue un
ejemplo de vida sencilla, trabajo arduo y ardiente creación. Acosado por constantes
angustias, la pobreza y una ansiedad hostigante, vuelca su obra pictórica hacia
la naturaleza, paisajes y figuras humanas. La obsesión y manejo de los colores,
que como pocos los imaginó, le permitirán realizar sus famosos óleos que
actualmente cuestan millones de dólares.
Parte significativa de sus pinturas – creó más de 750 cuadros -, reflejan
artísticamente la miseria, el sufrimiento de la humanidad y aquella nostálgica
belleza inalcanzable, que se pretende tomar y genera infelicidad pues no está
diseñada para ser contaminada por las manos del hombre.
Mientras vivió este verdadero portento de la humanidad, únicamente logró
vender una tela, Viña Roja, a un precio irrisible. 
La sociedad
no vaticinó que el pintor de los girasoles y de los comedores de patatas,
trascendería a su época y a los payasos de entonces que posaban de
genio. Su valiosa obra viene siendo disfrutada hace décadas por burgueses y
consumistas que suspiran ante sus telas, como en un rock and roll
incontrolable donde todo apesta y ensucia la inocencia del gran artista
holandés.
Se ha intentado empalidecer su maravilloso arte encerrando su existencia en
la mutilación de su oreja y su inestabilidad síquica, todo ello marcado por el
abuso de alcohol. Las crisis que sufrió van Gogh nunca influyeron en sus
pinturas. Afirmar que su obra pictórica es el resultado de los ataques de
locura y de otros excesos es una banalidad que no resiste discusión. Aquí
hallamos a un extraordinario artista, con una sensibilidad creativa y del mundo
que asombran. Basta recorrer el breve periplo de su vida para constatar
al ser destinado a buscar acogida en las flores, habitaciones minúsculas, en
los árboles y en las aldeas que merodean campesinos como él. Quizás sea uno de
los mejores ejemplo para comprender que el arte sublime se descubre subiendo
varias calles desde el piso hacia el abismo, ignorando la feroz monotonía de
las cosas, desafiando la gravedad de esos geniecillos que en el desmesurado
afán por figurar, ponen de moda el arte estrambótico y se exhiben con descaro
en las vitrinas de la simulación y el engaño.
El pintor sabía claramente que sus óleos eran un refugio para soportar y
evitar las desdichas humanas. No se dejó abatir por el desdén que generaban sus
obras, “Yo no tengo culpa de que mis cuadros no se vendan. Pero llegará el día
en que la gente se dará cuenta de que tiene más valor de lo que cuestan las
pinturas…”, decía.
Vicent van Gogh, caminó en el fuego. No jugó con fuego. Se quemó el
corazón y la vida para inventar una buena tela. En tiempo de imitadores a
bebedores y esquizofrénicos, de seudos poetas y artistas de frivolidades, es
recomendable conocer los encantos naturales de “El loco de pelo rojo”, quien
jamás pasará al olvido por la grandeza de su creatividad artística, y para
quien el arte no era un juego de figuración en páginas sociales, sino la
exaltación plena de los sentidos, la búsqueda de la luminosidad y de los
huertos floridos.
Distante de la ciudad, lejos del ruido, pintará hasta agotarse. Sus manos
estaban llenas de electricidad, pide implementos a su leal hermano, Théo,
escribe cartas poéticas, pobladas de ideas y estética, y rescata de la
atmósfera danzas de colores, se alimenta de energía, aquella que otorga la Naturaleza, convierte
los contornos en pinceladas de amasijos donde oscilan meteoros candentes,
laureles en flor, la tensión sentimental y nerviosa de un ser abstraído que
desahoga las imágenes de un loco feliz.
Pintor maldito, van Gogh es uno de los grandes creadores de la historia. Su
valor no se halla en sus tormentos y episodios que se narran a modo de fábula;
está en su riquísima obra, lo único que puede importar. “¿Qué sería de la vida,
si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”, frase recurrente en él, que
señaló hace más de un siglo y que continúa vigente, para deleite de las nuevas
generaciones que quieran caminar por el fuego y soñar con creaciones de
forma sincera, distante de las cámaras y de la infame prostitución de las
artes.
(c)Reinaldo Edmundo Marchant
Escritor
sobre el autor: ver espacio de autor
Vicent van Gogh, Doce girasoles en un jarrón – óleo sobre tela – (91 cm x 72cm)
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