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imagen: de izquierda a derecha: Reinaldo E. Marchant, Teresa Calderón y Raúl Zurita
(Santiago de Chile) Raúl Zurita
Las orillas del río están llenas de murmullos de Reinaldo Marchant,
al contrario de lo que sucede con la inmensa mayoría de los textos literarios,
constituye uno de esos escasos libros en que se ensaya el lenguaje de la
felicidad. Esta serie de setenta y tantos relatos breves dialogan con una
tradición más que milenaria cuya raíz se encuentra tanto en la antiguas fábulas
como en el entramado de Las mil y una noches, y donde la presencia del
realismo mágico, de lo real maravilloso o del realismo fantástico, empleando
terminologías que se pusieron en boga durante el boom, están atravesados
permanentemente por una experiencia de la cotidianeidad y de los paisajes que
nos son familiares, plazas, parques, calles, que puede adscribirse, y para
quienes gusten de las definiciones, a una suerte de surrealismo no programático
sino existencial.
Así estos murmullos vuelven a resaltar dos atributos
que finalmente son morales: el primero es el de la libertad. Es una libertad
que se manifiesta antes que nada en la ruptura con los límites del realismo
para indagar en aquellas zonas de nosotros mismos donde, como querían también
los surrealistas, la vigilia y el sueño, la noche y el día, la vida y la
muerte, dejan de ser percibidos como términos contradictorios. Pero también a
diferencia del surrealismo ortodoxo, el otro atributo que privilegian estos
murmullos es, la piedad. Se trata de una piedad hacia los seres humanos
representados a menudo por personajes que viven en los márgenes y que la
sociedad considera parias, pero que en el universo de Reinaldo Marchant
representan la pureza, el consuelo y, de nuevo, la libertad. Se trata entonces
de una singular inocencia donde los animales, por ejemplo, como la vaca en el
relato “La vaca y él”, la mosca de “Se alquila, una oreja…” o los perros en
“Murmullos en la mitad de la ciudad”, entre tantas otras narraciones igualmente
remarcables, ocupan roles protagónicos en una complicidad con lo humano y cuyo
origen en la narrativa se encuentra en la raíz misma de la escritura, sin ir
más lejos recuérdese el papel de los monos en el Ramayana hindú o del
caballo en el Aquiles homérico, pero que aquí ha adquirido un sesgo particular
y a la vez inmediatamente reconocible: estos animales atraviesan la
cotidianeidad, se hacen presente en escenarios que nos son en extremo
familiares, porque se les ha encomendado el papel de ser alucinantes
representaciones de la hermandad, de la solidaridad y, finalmente, de la
libertad y del amor.
No podemos entonces dejar de leer este libro como
una crítica a un modo de relacionarnos y a una pérdida generalizada, a un
extravío monstruoso que nos lleva en el mejor de los casos a relegar la
inocencia, la virtud y la belleza, al diván de los trastos inservibles y, en el
peor, a tomarlos como sinónimos de la afectación, de lo cursi y de la
simplonería. Algo sucede con nuestras vidas, con nuestras vidas concretas, algo
demasiado feroz, como para que se haya impuesto una exaltación de los espacios
de la violencia, del mal y del daño. No se trata obviamente, de criticar a
Kafka o a José Donoso, y por favor entiéndaseme bien, odiaría en este punto al
menos ser malinterpretado, de lo que se trata es de mirar, pero mirar con
dolor, con angustia, con remordimientos, la historia que nos ha llevado a Kafka
o a Donoso. Quien admire a Roberto Bolaño no puede sino horrorizarse del mundo.
Lo demás es simplemente frivolidad, literature. Pero es precisamente ese
el nudo central que ponen de manifiesto los relatos de Marchant; sus personajes
son entrañables porque aunque perfectamente ellos podrían ser cada uno de
nosotros, ellos, también a diferencia de nosotros, siempre al final nos están
hablando de una experiencia de la dicha.
Me ha parecido que ese es el aporte de este libro
esperanzado. Leerlo nos devuelve a una infancia que probablemente no existió
nunca, pero a la que paradójicamente volvemos cuando hablamos solos, cuando
murmuramos en sueños, cuando cruzamos una calle sin fijarnos en las luces del
semáforo. Quiero apostar a que en esos momentos somos ángeles y que luego al
volver caemos abruptamente en el desvelo de habitar nuestros cuerpos imperfectos,
nuestras pasiones imperfectas, nuestra irremediable vejez y muerte. Pero no nos
engañemos, ser ángeles, aunque sea por un minuto, es en extremo peligroso,
puedes ser arrollado por un automóvil o atravesar los límites de la locura.
Leer Las orillas del río están llenas de murmullos de Reinaldo Marchant
también puede ser un ejercicio peligroso; su ensayo de la felicidad es también
el relato de nuestra desgracia.
(c) Raúl Zurita
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