(Buenos Aires) Luis Buero
Quiénes sino nuestras queridas
“viejas” fueron capaces de sorprendernos con órdenes imposibles como: “¡cerrá
la boca de una vez y comé!”, o“¡ divertite y no te ensucies demasiado! “.
Quién sino una mamá tiene el talento
de escuchar el mudo llanto de un hijo cuya primera novia lo dejó, o de
intuir que al nene acaban de hacerle el cuento del tío y le sacaron hasta el último
cobre.
Quién sino una madre puede darle
tanta letra al psicoanálisis, o ser personaje fundamental de obras de teatro
que van desde la tragedia griega hasta el humor judío contemporáneo. Y sí, mami
es la que te despide a los 22 cuando te casás y te recibe a los 44 luego de que
te divorciaste, como si te hubieras ido hace media hora. Y la que, cuando otra
vez empiezas a revolear la matraca y el papel picado, te renueva el mandato
bíblico: “nene, no quiero irme de este mundo sabiendo que estás solo”. Y
de ahí hasta que la complazcas con un segundo matrimonio pueden pasar apenas
seis semanas.
En lo que a mi respecta, este tercer
domingo de octubre no voy a poder decirle personalmente: “feliz día, mamá”.
¿Por qué? Simple, porque a principios
de abril del 2007 mi
madre falleció. Y sí. Tanto era su deseo permanente de no incomodar a nadie,
que seguramente decidió morirse en un fin de semana largo para que
ninguno de sus hijos tuviéramos que postergar nuestras obligaciones
diarias. Mi “vieja” fue un ser que solo podía dar lo que llevaba en su
equipaje: amor al prójimo.
Le debo, obviamente, mi vida, y
algunas cuentas más. Por ejemplo, siempre quiso enseñarme dibujo y pintura pero
no lo logró, aún hoy con un pincel en la mano lo único que me puede pasar es que
me saque un ojo.
Luego intentó que
aprendiera música, pero yo la única Para Elisa que tocaba era una
pelirrojita pecosa de mi misma edad infantil, que se llamaba así, Elisa, una
alumnita de piano que venía a casa y que cometió la infidencia de contarle a su
mamá que el hijo de la profesora
intentaba besarla, y me ligué una semana sin ver El Capitán Piluso,
que tanto me gustaba.
De chiquito me hacía vestir de punta
en blanco hasta para ir a comprar una botella de moscato, y los
camioneros me miraban y se reían. Ella se olvidaba que estábamos en el Abasto,
un barrio en el que si un tipo se lavaba los dientes lo trataban de maricón.
Pero una mañana, aún cursando yo la escuela primaria, escribí una composición, seguramente sobre la vaca. Mi madre la ojeó y se le cayeron lágrimas de emoción, y luego la leyó en voz alta, orgullosa, para que la escuchara toda la familia. Ese día, probablemente, decidí que yo iba a ser escritor, para sentir que al menos servía para algo en esta vida. No sé si finalmente lo logré, sin embargo sus ojos siempre serán para mí, como diría César Vallejo, dos caminos blancos, amplios, curvos. Por ellos, seguirá yendo mi corazón a pie. (c) Luis Buero
datos del autor:
www.luisbuero.com.ar
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