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(Buenos Aires)
Cuentan que un alumno le preguntó a su maestro hindú: ¿qué es la vida? . Y el viejo sabio lo condujo a la orilla de un río cercano y le pidió que introdujera la punta del pie en la corriente de agua. El joven comprendió, igual que nosotros, que lo vital fluye y nadie puede detenerlo. Tal vez por eso la memoria emotiva busque instalar hitos, faros en la noche que nos permita conservar, al menos en ciertos objetos, la certeza de que alguna vez existieron aquellos momentos que añoramos.
Claro está que esas cosas ( para los demás totalmente inútiles) que se guardan, son distintas si el coleccionista de melancolías es una mina o un tipo.
Por ejemplo, cuando se convive con una mujer no nos tiene que hacer saltar la térmica descubrir que ella conserva cartas de amor de novios anteriores, y alguna foto del pelmazo que le dio el primer beso debajo de una palta, y el osito de peluche que le regaló, vaya uno a saber cuándo. Toda dama acostumbra cajonear las zapatillas de ballet clásico que usó cuando tenía siete años, y la cajita de música que le regaló un tío del campo para la primera comunión. También ellas son de preservar cosas del padre: una vieja máquina de escribir si fue periodista, un barómetro de barco si el papá era marino mercante, la filmadora a cuerda si le gustaba realizar cine casero o algo más chico como una pipa, un libro, o una herramienta de trabajo que siendo de hierro jamás se oxida. De la abuela custodian las copas talladas y las sábanas bordadas, el palo de amasar y el mortero para apisonar la albahaca, que tal vez conviertan en macetero. De los hijos se quedan con mechones de cabellos del bebé, y el primer dientecillo que se le cayó y dio cabida a la leyenda del ratón Pérez.
Los varones en cambio tendemos a quedarnos con una pelota de fútbol de la infancia, que por alguna razón no se desinfla, o un soldadito atónito que ignora, como su dueño, dónde fue a parar el ejército que lo acompañaba, y tal vez un boletín que denuncia lo mal que nos llevábamos con la profesora de matemáticas. Otros ocupan algún sector del placard o biblioteca con los discos de pasta de Sótano Beat, Leonardo Favio y Johnny Rivers.
Claro está que, guardar por guardar, también nos puede tocar cohabitar con gente rara. A saber: aquella que te trae al departamento un cacho de árbol petrificado de no sé qué bosque glaciar, o un retrato del bisabuelo bucanero que te mira desde el óleo como si le debieras plata, o un cartel indicador que se robó de la calle donde nació, y que te lo pone sobre la chimenea o la parrilla. Pero el más dramático es el caso del Dr. Katsusaburo Miyamoto, médico y naturalista japonés que amaba mucho a su esposa Carmelita Colombo, y cuando ésta falleció, embalsamó y conservó el cadáver en su casa de Rosario, para seguir viéndola todos los días. En fin, ¿será por todo esto que se dice que la felicidad no se vive, si no que sólo se recuerda?.
(c) Luis Buero
datos del autor en
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