Dime qué lees...
¿Y te diré quién eres? Me parece una exageración pero la sufrimos a diario. Es decir, nadie saldrá indemne de la mirada ajena si lee ostentosamente en el subte ediciones ilustradas de “Cómo hacer el amor los 365 del año sin aburrirse”.
Pero lo que nos molesta es que basta que saques un libro en un transporte público o en un bar, para que todo el mundo quiera saber qué estás leyendo. Y enseguida te definen el perfil psicológico con la misma sutileza que Terminator Dos.
Sin embargo, no es común ver gente sumergida en textos que no sean de estudio o trabajo. Pero si hacemos memoria veremos que la única obra que todo el mundo exhibe sin tener que dar grandes explicaciones a través del tiempo, es el best-seller.
Y cada época ha tenido el suyo. Para no ir tan atrás, los sesenta fueron el “boom” de la literatura latinoamericana. ¿Quién no tenía en su bolso un ejemplar de Rayuela, pese a que le costara irse de la página 200 a la 23 para seguir la trama, o de Cien Años de Soledad, aunque pensara que a esa historia le sobraban, como diría Borges, cincuenta años.
Los años setenta, tiempos de dictadura, dejaron su espacio a títulos como El Varón Domado, o La Insoportable Levedad del Ser. También era común que cierta gente se zambullera en los oasis de amor y paz de Kalil Gibrán, mientras otros preferían las ideas color púrpura de Stephen King o las intrigas clásicas de Sidney Sheldon.
Los ochenta trajeron la democracia y el gusto por los ensayos políticos, pero rápidamente Arturo Jauretche y Rodolfo Terragno fueron destronados por Paulo Coelho y los compendios de autoayuda. ¿Quién no exhibió –lo entendiera o no- una edición de El Alquimista en alguna playa bonaerense? Y llegó la última década del siglo y el pragmatismo político que aseguraba que ya estábamos en el primer mundo nos permitió relajarnos. Entonces, mientras suponíamos que las ideologías estaban muriendo, los micros de larga distancia se plagaron de volúmenes de La Novena Revelación, de James Reinfield. Un golazo tal de ventas que el autor luego debió agregar nuevas revelaciones. Sin embargo ya se habían adelantado en esa misma ruta Víctor Sueyro y Jorge Bucay para señalarnos que existían otras realidades sutiles en las cuales podíamos bucear sin dinero, y ser felices igual.
El nuevo milenio nos sorprendió con una epidemia de lectores de Harry Potter y Código Da Vinci, un contagio afectivo que hizo volar la imaginación a nuevos confines, y que asoció en tal suerte a El Señor De Los Anillos.
Sí. Al leedor de lo que está de moda se lo critica por no resistirse a las promociones, por seguir mansamente la corriente, pero no se lo define como si esa obra fuera una prolongación de su forma de pensar. A lo sumo alguien dirá que no tiene personalidad, lo cual no es insultante una vez que el año 1984 ya pasó y no somos como George Orwell nos imaginaba en su novela . ¿O si?....
(c) Luis Buero
Sobre el autor:
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