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Revista Barco de papel
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La leyenda de el "Familiar" y otras, de el libro "El gallo negro" |
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La escritora tucumana Lucía Mercado recopiló leyendas de su provincia, Tucumán en el libro "El gallo negro" |
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El “Familiar”
© Lucía Mercado
No sé cuando supe del “Familiar”. Siempre se habló de eso en mi casa y después lo escuché de toda la gente del pueblo. Desde luego vivíamos en un ingenio azucarero, rodeados de cañaverales, era lógico que así fuese; se trataba del personaje regional más temido e importante.
Nosotros le teníamos más miedo al “Familiar” que al “Hombrecito sin cabeza” que decían que salía, cuando se cruzaba de noche, el lecherón que había a la orilla del camino, más allá del hospital, casi llegando a Zabalía. Decían que le sacaba el sombrero a los hombres, que éstos de pronto se tocaban la cabeza y ya no lo tenían, y se daban vuelta a mirar, no corría viento, ni nada y veían a un hombrecito petiso sin cabeza que al instante desaparecía y ahí, en ese momento bajaba un cajón de muerto del lecherón.
Mi papá decía que eso era mentira, alucinación de miedosos; que él había pasado por ahí muchas veces, en noches oscuras, después de venir a visitar a Don Lazarte o a otro amigo de esa zona y nunca había visto nada. Mi mamá le decía que en realidad, como él venía de sus partidas de truco o sus acostumbradas juergas, él volvía preocupado por la pelea que le esperaba y del “Hombrecito sin Cabeza” ni se daba cuenta.
Otro espanto que nos asustaba era “La Barchila”, una aparecida, en forma de mujer, con vestido blanco, que salía de noche a los hombres, principalmente si venían borrachos, por la zona de La Aceitera. Decían que se les ponía al lado caminando sin tocar el suelo, como flotando, con sus pelos al viento y el vestido muy vaporoso, de pronto desaparecía. Pero en los cañaverales era diferente.
A nosotros mi mamá nos asustaba con El Familiar, en la rueda de fogones. En Santa Lucía todas las casas tenían fogones a leña en sus cocinas que generalmente estaban en el fondo. No existía el gas natural ni las garrafas, cuando mucho se usaban braseros con carbón, eso ya era un gran adelanto. El fogón, aparte de ser fuente de calor para todas las necesidades domésticas, servía para la reunión después de la cena, la que, corrientemente se realizaba alrededor de él; nos sentábamos en bancos petisos, en algún tronco de los usados para tizón o en algún cajón en los que se guardaban las papas y las cebollas. Cada cual tenía su asiento y no se debía usar el ajeno, sino había disputa. En el centro estaba el fuego y colgada, del gancho, la olla del guiso.
En esas reuniones, diarias y nocturnas, dábamos rienda suelta a todas nuestras conversaciones, se contaban las novedades, noticias, chimentos, reprimendas, jugábamos al “quillito” con un pequeño palo encendido; se contaban cuentos y relatos que podían ser picarescos o graciosos como los de “Pedro Ordimán” un personaje joven, pero no tonto, que era de otro lugar y siempre llegaba a algún lado, engañando, estafando, haciendo enredos, y principalmente seduciendo mujeres.
Otros relatos terminaban siendo tan tenebrosos que sin darnos cuenta nos acercábamos unos a otros y terminábamos arrinconados, hasta agarrados de la mano de mi mamá. No había ningún valiente, ni el más pintado, que se atreviera a ir solo al dormitorio, aunque se muriese de sueño.
Una especie de advertencia era la leyenda del “Familiar”, una narración que remarcaba el poderío que tenía como demonio que era. Siempre nos atemorizaba. Porque el “Familiar” era el diablo con quien se podía acordar la obtención de favores, bienes o dones a cambio de la entrega del Alma: mujeres, dinero, larga vida, tierras, superar al enemigo, en fin, quizás, más cosas. También era el amonestador, el corregidor, en suma, el castigador. Se le aparecía a la persona que lo reclamaba o que se portaba mal, niño, adulto o a los incautos que osaban andar de noche por los cañaverales, donde él vivía. Porque eso es importante de saber: el “Familiar” es un fantasma exclusivo de los cañaverales, aunque algunas noches, hacía también un recorrido por el ingenio.
¿Cómo era el “Familiar”? La versión más generalizada es la de un perro-lobo, negro, todo brilloso, que arrastraba cadenas, con ojos resplandecientes que despedían rayos luminosos blancos o amarillos o eran rojos, como yo los vi, cuando se me apareció.
Una tarde, a la oración, es decir a la hora del crepúsculo, nos vamos con la Irma Luna hacia el fondo de los cañaverales, atrás del sindicato. Teníamos como siete y ocho años y siempre íbamos, solas o con los otros chicos, a buscar cañas violetas que no estaban a las orillas, sino bien adentro. De paso, entre surco y surco veíamos si no había nidos de gallinas, pues a mi mamá se le había perdido “la colorada”, y ella decía que capaz que estaba empollando por ahí, ya que una vez le pasó lo mismo con otra que después de un tiempo apareció con los pollitos.
Charlábamos de lo que haríamos a la noche, que íbamos a ir al parque de Don Navarro, que estaba en el pueblo. Ella me decía que volvamos, que estaba oscureciendo que podía salir el “Familiar”.
Y fue en ese momento. Yo, que iba adelante me detuve, escuché ruidos y ¡Apareció de golpe! Parado en dos patas, inmenso, peludo, de color gris negro, con cara alargada, rabioso, mostraba sus garras y fauces prontas a engullirnos. Me quedé dura; la Irma, que se acercaba me preguntó qué me pasaba; fue un segundo y grité ¡El Familiar! Fue suficiente, se dio vuelta, yo también y empezamos a correr, buscando la orilla, como a medio kilómetro. Disparábamos mudas, ni respirábamos, no se nos veían las “patitas”, llegamos al sindicato acezando, sentíamos los golpes del corazón en el pecho. ¡Lo vimos!
El “Familiar” se le aparecía a aquél que él buscaba por sus malas acciones o a quien encontraba en sus dominios: los cañaverales. ¿Por qué el “Familiar” vivía en los cañaverales? Porque es el ámbito ideal; las cañas de azúcar miden desde muy pequeñas de un metro a dos y tres metros de altura cuando son adultas y están puestas en surcos infinitamente paralelos y entre éstos se forman túneles naturales por el entretejido que hacen las numerosas hojas que se juntan en la parte superior. Una persona, animal o monstruo podría estar mucho tiempo y serían inhallables e indetectables. Pero pueden salir de repente con solo acercarse a la orilla.
Siendo niños escuchamos de muchos casos de personas que habían desaparecido en manos del “Familiar”, o que habían perdido un brazo o una pierna escapando de sus grandes y afiladas uñas. Se decía que el “Familiar” era amigo de los capataces y que estos lo dejaban en los cañaverales para que nadie se atreviera a robar cañas. “
Fragmento del libro “El gallo negro” de la escritora argentina Lucía Mercado.
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