"Toda publicidad dice' su producto pero cuenta' otra cosa. Al tocar el producto mediante el lenguaje publicitario los hombres le asignan sentido y transforman así su mero uso en experiencia del espíritu"
(Roland Barthes)
En nuestras sociedades la publicidad actúa como un crisol donde se funden los mitos de ayer y los ritos de hoy con el fin de obtener ese brebaje alucinante (y alucinógeno) con el que se construye la actual ideología espe(cta)cular del objeto. Porque, además de informarnos sobre los objetos, el incesante masaje de los mensajes publicitarios nos dice otras cosas. En el interior de los anuncios se alaban determinados estilos de vida, se elogian o condenan maneras de entender (y de hacer) el mundo, se fomentan o silencian ideologías, se persuade a las personas de la utilidad de ciertos hábitos y de la bondad de ciertas conductas y se vende un oasis de ensueño, de euforia y de perfección absoluta en el que se proclama a diestro y siniestro el intenso (y efímero) placer de los objetos y de las marcas. De este modo, el decir de los objetos (la estética de la publicidad) se convierte no sólo en una astucia comunicativa orientada a exhibir las cualidades de los productos sino también en una eficacísima herramienta con la que se construye la identidad sociocultural de los sujetas (la ética de la publicidad). Quizá el arte de seducir y cono de la publicidad, al instalarnos en el paraíso terrenal de los objetos, no sea a la postre otra cosa que un modo de afirmar (categóricamente) lo absurdo (e irreal) de pensar el mundo de otra manera.
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