Pareciera lejos la vieja Yugoslavia, un gajo legado del reino Otomano, su sufrimiento y resistencia. Hoy amanece una calma frágil; unos niños juegan fútbol en la humedad de las calles; alguna mujer sale a comprar pan y antes de cruzar la calle mira los edificios y el cielo para prevenir algún francotirador o un avión de la OTAN; el cielo colmado de nubarrones y las gotas de lluvia palmeando la hojarasca, los pastizales y la textura cenicienta del pavimento. Aún y así sale el sol en Yugoslavia, que respira entre escombros y ruinas, entre lágrimas y nostalgia. Nuestra ciudad, la Ciudad de México, amanece en una situación similar. En tonos grises y mojados, más que húmedos. También en las calles y parques hay niños mojados jugando fútbol, mujeres que salen a comprar pan y antes de cruzar la calle miran hacia las aceras para prevenir algún ladrón o un sospecho de ejercer la acción. Ambas ciudades viven en la frontera entre la serenidad y la furia, en estas ciudades que hoy son feudos abrazados por la globalización
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