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Manuel Gutiérrez Aragón no sabe cuándo va a proyectarse su versión del Quijote. No existen problemas de producción, ni hay que rehacer ninguna escena. El producto está acabado y el resultado satisfizo a los privilegiados que asistieron a los pases privados. Es un esfuerzo considerable que merece los honores del prime time. Entonces, ¿por qué esa ignorancia? Simplemente, porque todas las cadenas juegan ya a reservar su información sobre la programación esteler para sorprender a la competencia. El espectador empieza a ser un nada oscuro objeto de deseo al que se contabiliza con el máximo rigor posible y al que se exhibe con la misma exageración que un pescador describe su pieza. Al igual que el cazador se fotografía junto a las perdices cobradas sin que pueda advertirse algo más que el bulto, los ejecutivos de televisión airean, cuando les resultan favorables, los datos de investigación de audiencias, incluso los elaborados por aquellas empresas a las que descalificaron en la anterior oleada. No se trata, por supuesto, de una pura vanagloria profesional. No está en juego el mérito, sino el percado. El culebrón más visto es el mejor
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