La integración de los países de América Latina, España y Portugal en una gran Comunidad Iberoamericana de Naciones (CIN) constituye, ante todo, un reto político y tecnológico, y puede tener uno de sus pilares más fuertes en la cooperación para el desarrollo de sistemas y programas de información y comunicación.
Las analogías fáciles con la Comunidad Europea (CE) deben ser descartadas a la hora de analizar las posibilidades de que una Comunidad Iberoamericana, todavía larvada o en incipiente desarrollo ‑según como se la quiera ver‑, se concrete a partir de razones económicas, comerciales, geográficas o militares.
Cuando España ingresó en la CE más de la mitad de su comercio se realizaba con los países comunitarios y, aunque había otros, sólo ese argumento bastaba para justificar su incorporación, pues resultaba claro que sus intereses comerciales se defenderían mejor dentro que fuera de ese Club. El comercio entre España y América Latina no sólo está en el nivel más bajo de la historia, sino que la posibilidad de que pudiera llegar a tener una importancia comparable a la que este país tiene con el resto de la CE pertenece al reino de los futuribles descartables. El comercio, en sus líneas gruesas, escapa a los esfuerzos voluntaristas.
Los pueblos de Portugal, España y América Latina tienen en común dos lenguas ibéricas, nacidas de la misma raíz y, por ello mismo, comparten rasgos trascendentales de sus culturas nacionales. El castellano y el portugués, aun reconociendo su riqueza y diversidad de acentos y modalidades nacionales, regionales y locales, todos ellos válidos y legítimos, son factores de unidad que, con la debida voluntad política y el soporte del desarrollo científico y tecnológico, pueden fundamentar una Comunidad Iberoamericana de Naciones, de la que tanto se habla en los actos oficiales y a la que tan poco trabajo práctico se le dedica.
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