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No sé si a todo el mundo le parecerá lo mismo que a mí, pero tengo la sensación de que en nuestra sociedad se produce un fenómeno paradójico y es que, cuanto más comunicación existe, más medios de comunicación, menor es la intercomunicación entre las personas, más aisladas se encuentran en sus atalayas y fortificaciones, esto es, en la intimidad de sus hogares o en la soledad de su peripecia vital. La comunicación, la información y la formación que reciben los individuos en nuestra sociedad avanzada es unidireccional, igualitaria e idéntica, pero ello no facilita la relación posterior entre los ciudadanos, sino que impone, progresivamente, un mayor grado de aislamiento. Y así, hasta límites que aún somos incapaces de evaluar.
Cuando los medios de comunicación audiovisuales no existían, ni tampoco los de carácter escrito, las cosas se sabían sólo en la medida en que se contaban, y el relato de aquellos hechos implicaban un esfuerzo de expresividad oral y, de común, un intercambio de opiniones sobre el alcance de la información y las consecuencias derivadas. Después, con la existencia del periódico escrito, y las revistas culturales, la información tendió a democratizarse en relación a sus destinatarios, con el único requisito de que supiesen leer tanto en su acepción de conocimiento de signos como de capacidad de asimilación y comprensión. Por último, la aparición de la radio, la comercialización de receptores y su puesta al alcance de la inmensa mayoría fue una revolución cuantitativamente asombrosa y cualitativamente profunda. Los seres humanos, los ciudadanos, podían estar informados al instante de lo que pasaba, de por qué pasaba y de sus protagonistas y pormenores. Ni que decir tiene que la televisión, en nuestros días, ha multiplicado esa realidad.
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