Los numerosos tipos de análisis realizados sobre el impacto de las modernas tecnologías sobre el empleo muestran la complejidad del problema, la inutilidad de los mitos contrapuestos y la necesidad de cambios sociales.
Los debates en torno a las repercusiones del desarrollo de nuevas técnicas sobre el empleo no son algo nuevo; la idea de «progreso» técnico no implica necesariamente que haya de ir acompañada de un «progreso» en materia de empleo. En la historia de las sociedades son numerosos los conflictos surgidos de la contraposición, al menos aparente, entre la máquina y el trabajo del hombre. Ya en el siglo III de nuestra era, el emperador Diocleciano rechazó la utilización de una máquina para levantar y enderezar las columnas de un templo que mandó construir, para poder «alimentar al populacho». Algunos siglos más tarde, las reacciones fueron más virulentas. En 1626, en Leide, los concejales municipales decidieron suprimir no sólo la máquina (un nuevo telar), sino también a su inventor, ahogándole en secreto. No es de extrañar la abundacia de ejemplos de rechazo de la máquina, a menudo violento, a veces supersticioso o irracional, ya que se la concebía como destructora de puestos de trabajo.
Con el siglo XIX y la revolución industrial parecen calmarse las aguas. Pese a que se produzcan algunas revueltas «antiprogreso» de las que la más conocida es la de los tejedores de seda de Lyon en 1831, lo cierto es que la burguesía industrial acabó imponiendo la utilización de la máquina, la cual se convirtió en el símbolo más evidente del desarrollo económico: «Decir que es preferible emplear máquinas, es tan evidente como decir que el sol alumbra más que una vela», declararía Napoleón al respecto. De hecho, el rechazo de la máquina se transformó en un rechazo del sistema económico capitalista.
Sin embargo, la historia moderna muestra cómo la máquina lo único que hace es modificar la cantidad de trabajo posible y al mismo tiempo transformar su contenido. ¿Cuántos han sido los oficios, antes importantes, que han desaparecido por completo? Pensemos en los copistas, que desaparecieron con la aparición de la imprenta, en los 20.000 aguadores de París, a los que Louis‑Sébastien Mercier consideraba «incapaces de realizar cualquier otro trabajo, pues tienen el frencalete marcado entre los dos hombros y su sentido del equilibro adaptado a los cubos, con lo que difícilmente se habituarán a llevar cargas de otro tipo». Sin embargo, hoy en día todo el mundo admite que en un plazo inferior a quince años, de aquí al año 2000, será corriente ejercer actividades inexistentes en la actualidad.
Los teóricos de la economía han hecho referencia siempre en sus escritos a esta dinámica permanente del empleo y de la técnica, a los conflictos planteados por la interpretación de los efectos del desarrollo de la máquina. Sin entrar en detalles, en economía se suele hablar de «optimistas» y «pesimistas». Los primeros consideran que, aunque en un principio, la máquina ocupe el lugar del hombre, al final genera empleo. Los segundos, al contrario, suelen argumentar que la máquina genera desempleo.
Tanto la historia de los hechos, como la del pensamiento, a través de sus enfoques opuestos, contrastados, muestran al menos dos cosas. En primer lugar, que el tema de los efectos del progreso técnico sobre el empleo no puede ser abordado de forma aislada, puesto que va íntimamente relacionado con un período económico, y que no se pueden mezclar los efectos sobre el empleo, a nivel del individuo y a nivel de la sociedad, salvo en el caso de una evolución lineal de las técnicas. El paso de la parte al todo, del micro al macro, sólo se puede hacer por simple adición. Ello plantea un enorme problema a la hora de analizar dichos efectos
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