Resulta sumamente elocuente la distinción que hace Max Weber entre ciencias naturales y ciencias sociales, diferencia que se corresponde con la de ciencias de la realidad y ciencias abstractas.
Ahora bien, la distinción que permite hablar de dos formas diferentes de conocimiento, el deductivo y el inductivo, dos caminos o métodos, el que va de lo general a lo particular y el contrario, de lo más concreto a lo más global, produce cierta perplejidad cuando nos enfrentamos con la naturaleza individual de los hechos. La distinción entre ciencias empíricas y ciencias exactas resulta, por tanto, taxonómicamente interesante, pero escasamente eficaz para acercar al hombre a la definitiva comprensión de la realidad.
Desde que por primera vez la mente del hombre intentó acercarse a la verdad hasta hoy, mucho se ha recorrido, pero no siempre con el mismo resultado. El edificio del conocimiento científico se ha ido levantando poco a poco, con esfuerzo, ladrillo a ladrillo, plano a plano. Y no siempre los planos han tenido relación directa con la colocación de los ladrillos, que han sido en ocasiones, los que han marcado el desarrollo del proyecto. La especialización del conocimiento ha proporcionado vericuetos y atajos en ocasiones brillantes, por los que hemos recorrido numerosos y acertados caminos, pero que hoy están resultando sumamente comprometedores para la visión global o la completa aprehensión de la realidad.
Desde que la filosofía aristotélica perdió su unidad para comenzar a dividir esa realidad en ciencias formales y ciencias reales, varias veces nuestra cultura occidental ha traspasado la línea recta y ascendente del tronco, para recorrer ramas cada vez más alejadas entre sí. El “triviurri” y el “quadriviuni” marcaron definitivamente las diferencias entre la cultura o el conocimiento científico‑experimental y el humanista, las “ciencias” y “las letras” fueron imprimiendo sellos de diferenciación tan profundos que llegaron a crear auténticos compartimentos estancos en ámbitos intelectuales recientes, de tal modo, que la realidad resultaba tan sólo “científica” o “literaria”; sórdida, pragmática y deshumanizada; o, por el contrario, inconcreta, evanescente e inútil
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