De entre los muchos neologismos tecnológicos existe el de “Tecnología del fraude” para significar tanto un modo de producción como una estrategia mercadotécnica que algunas empresas, de ciertos países del sudeste asiático, han desarrollado con éxito inmejorable.
Seguramente usted los ha visto: perillas cromadas, palancas, infinidad de lucecitas que se prenden y apagan, todo dentro de un gabinete que se parece más a la consola de una nave espacial que al “estereofónico importado” que nos ofrece el vendedor.
Dicha tecnología ha encontrado su mejor mercado en los países en vías de desarrollo, cuyas deprimidas economías demandan productos baratos y bonitos, aunque no sean muy buenos. Helena Rubinstein y Estee Lauder nos proporcionan la clave: el maquillaje lo es todo.
La cosmética industrial es un valioso apoyo a la calidad tecnológica, que a través de la manipulación de elementos visuales o táctiles confieren al producto en cuestión una imagen de calidad, modernidad o cualquier otro atributo que el fabricante desee, a efecto de dotar a su producto de características que puedan ser reconocibles por el comprador.
Esas características son un esfuerzo visible de la calidad tecnológica que el comprador promedio no puede ver, o un reflejo externo del interior de un producto, en este caso un aparato electrónico.
Cuando esa manipulación de atributos no corresponde a la ostentación de la calidad tecnológica real, sino tan sólo a su simulación, estamos ante un caso de fraude.
Es importante divulgar este asunto para enriquecer la cultura de consumo del público, porque sólo así estaremos en posibilidad de ejercer nuestro derecho de recibir mejores productos y servicios a cambio de nuestro dinero.
Quizás usted recuerde aparatos que honestamente apantallan, impresionan. Pero hay que analizarlos de cerca, mover sus controles, verificar si al mover uno de ellos no se mueven otros, porque los hay unidos o pegados por dentro, aun cuando para efectuar una función se requiere de sólo uno de ellos.
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