La revisión de las relaciones entre comunicación y cultura, y de sus conexiones con la vida social, conducen a un serio cuestionamiento de las políticas tradicionalmente desarrolladas en ambos campos y a propuestas novedosas de actuación.
Más allá de la retórica de las declaraciones y los informes, el desconocimiento y el recelo son mutuos entre unas políticas de comunicación cuyo espacio de operación roza sólo en los bordes el campo y la cuestión de la cultura, y unas políticas culturales que ignoran casi por completo lo que se produce en los medios de comunicación, en los procesos y prácticas masivas de cultura. Lentamente en el terreno de la investigación y el trabajo académico las cosas han comenzado a cambiar, y los deslindes y fronteras a emborronarse, pero las políticas que recortan y regulan los campos continúan sustentando viejas concepciones excluyentes entre cultura y masas, y nuevas concepciones reductoras de la comunicación a transmisión de información. La relación sigue así atrapada entre una propuesta puramente contenidista de la cultura, tema para los medios, y otra difusionista de la comunicación como mero instrumento de propagación cultural.
No sólo entre las elites intelectuales, también en las instituciones de la administración, lo que concierne a la comunicación masiva es mirado sospechosamente desde un, complejo‑reflejo cultural más apoyado en la nostalgia que en la historia. Minando ese complejo, la crisis de identidad de nuestros pueblos nos está obligando a repensar y redefinir las relaciones entre política y cultura, y también entre cultura y comunicación, a romper con una concepción instrumental, de relaciones entre aparatos, y empezar a mirarlas como espacios de constitución e interpelación de los sujetos sociales. La superación del didactismo, del folklorismo y el patrimonialismo en que se ven inmersas la mayor parte de las políticas culturales en nuestros países pasa, y decisivamente hoy, por la capacidad de asumir la heterogeneidad de la producción simbólica y responder a las nuevas demandas culturales enfrentando sin fatalismos las lógicas de la industria cultural. Lo que a su vez implica asumir que aquello que pone en juego la intervención de la política en la comunicación y la cultura no concierne solamente a la administración de unas instituciones, a la distribución de unos bienes o la regulación de unas frecuencias, sino a la producción misma del sentido en la sociedad y a los modos de reconocimiento entre los ciudadanos.
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