La Historia, aunque no sea maestra de la vida ‑como gustaba de decir con su pizca de ironía mi maestro Américo Castro‑, es un buen espejo que va recogiendo las imágenes y un registro nítido para saber buscar en él. Aplicados a las lenguas, espejo y registro nos muestran una realidad de la que se extrae, sin dificultades, una máxima evidente: ninguna lengua, por numerosos que sean sus hablantes, por profunda que sea su creación literaria, por intensa que sea su actividad científica, tiene garantizada su pervivencia. ¿Dónde están el antiguo egipcio, el hitita, o el mismo latín? ¿Somos conscientes de que hace mil años, o poco más, no había ni inglés, ni castellano, ni francés, ni catalán, en el sentido que los entendemos hoy? ¿Sabemos y asumimos que un hablante actual de chino, de árabe o de vasco no se entendería hablando con uno de la misma lengua de hace esos mismos mil años?
Las lenguas cambian y mueren, aparecen y desaparecen; pero eso no es todo: también se conservan, se defienden y se planifican. Así, una lengua de profundos valores religiosos y literarios, de honda tradición científica, puede volver a hablarse y llegar a ser lengua de un Estado, si hay una voluntad política de hacerlo: éste es el caso del hebreo moderno. Puede ocurrir también que una lengua dividida en múltiples variedades, que pueden ser hasta mutuamente ininteligibles, sea unificada a partir del esfuerzo de un hombre aglutinador de conocimientos y voluntades, caso del noruego y del vasco. También, y es lo más frecuente, ciertos organismos e instituciones van interviniendo en la actividad lingüística, organizándola y planificándola, a veces de modo minucioso y coercitivo, caso del indonesio o, en menor medida, del húngaro, a veces con un cuidado cotidiano y una actitud notarial ante la realidad diaria, caso de las Academias de la Lengua Española.
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