El proyecto de ley socialista sobre Televisión Privada ‑hoy en trámite parlamentario‑ obliga a un doble análisis: el de sus antecedentes referidos a la política general en que se enmarca y el propio de la literalidad material de la ley.
Como ya se ha observado, muchos gobiernos, particularmente europeos, han demostrado en la última década una escasa agilidad para acomodar los viejos conceptos de monopolio y “estatalismo” a la nueva realidad de dinamismo tecnológico, iniciativa social y creación de espacios supranacionales a los que decididamente se orienta el futuro de lo audiovisual. El reto era particularmente serio en nuestro país, donde a una distancia especial de esos horizontes se unía la necesaria transición liberalizadora de medios y políticas encorsetados por el dirigismo del régimen autoritario precedente. La cuestión, que fue obviamente desatendida por los gobiernos de centroderecha anteriores, ha ido jalonando desordenadamente las dos legislaturas socialistas. Y ello porque el Gobierno se ha decidido por actuaciones parciales ‑que le aseguraban un intervencionismo nunca ocultado‑, frente al necesario debate global que dirimiera las estrategias nacionales para los medios de comunicación en la perspectiva del año 2000.
En ese clima se han sucedido leyes que afectaron a la enajenación de medios escritos anteriormente públicos, otras de ayudas a la prensa, las relativas a los hasta hoy estancados terceros canales y las actuales de ordenación de las telecomunicaciones y de televisiones privadas que nos ocupa. Añádase a ello una calculada indefinición sobre cuestiones tan capitales como la opción sobre el satélite y la futura expansión y gestión de la red terrestre, para completar un mapa de confusión legislativa y política cuyo único beneficiario es el propio Gobierno.
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