La suave incorporación de las nuevas tecnologías a nuestro vivir diario y su presencia creciente, tanto en los lugares de trabajo como en la mayoría de los hogares, está diluyendo, dado su imperceptible pero imparable avance, una revolución silenciosa que incidirá más en nuestras vidas de lo que cabía pensar hace un lustro. Entonces se enfrentaban interpretaciones catastrofistas con valoraciones de cuento de hadas. La realidad, como la vida misma, ha desbordado tan esquemáticos planteamientos y hoy podemos asistir a una transformación tecnológica que va más allá de la mera renovación de equipamientos, y que encierra riesgos evidentes para la libertad y el bienestar de los individuos, pero también ventajas y potencialidades que no eran imaginables con los materiales anteriores.
Los nuevos sistemas están modificando más sustantivamente de lo que cabía pensar los modos de producción y, además, están incidiendo de una forma más persistente y continuada en los ámbitos de la vida privada y en los momentos de esparcimiento. En los primeros, su aparición no se limita a variar los niveles de productividad y eficacia, sino que obliga a replantear la propia organización de los procesos y a imaginar nuevos métodos formativos para ir aprovechando todas las capacidades potenciales. Ello supone, al trastrocarlos de manera continua y acelerada, un impacto sobre las relaciones de producción, que, por su profundidad y ritmo de variabilidad, las cuestiona de modo permanente, justificándolo por la búsqueda de la competitividad, y hasta grados que serían insospechados en la civilización industrial asentada en las cadenas de producción estandarizadas. Análogamente su presencia en los hogares, su injerencia en las concepciones de la vida y en la transmisión de culturas y contenidos, hace que el papel socializador de la familia y la escuela se vean alterados, o que las pautas de diversión y ocio se ajusten a las nuevas posibilidades.
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