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Hace pocos años uno de los directores de la Nippon Electric Company, que produce siete millones de microprocesadores al mes, tenía ocasión de exponer ante una delegación de directores de empresa franceses la organización del Departamento de Investigación y Desarrollo de su sociedad.
Como no hacía ninguna alusión a los medios utilizados para recopilar y tratar las informaciones sobre el medio ambiente, uno de los visitantes le solicitó una puntualización en este sentido. Su respuesta fue talante: no había hecho referencia a la información de la misma forma que no pensaba diariamente en que respiraba.
Después de la época Meiji, el espíritu japonés se abre al mundo y la información se convierte para ellos en casi un culto. La información está, como la respiración, en la naturaleza de las cosas.
Esta anécdota es una de las muchas que se pueden aducir para ilustrar el hecho de que las empresas y los individuos viven en sociedades cada vez más basadas en la información.
Para las empresas la capacidad de detectar las amenazas que provienen del frente tecnológico, de asimilar las tecnologías de la información, o simplemente de recopilar la información externa y explotarla para favorecer su innovación puede ser una cuestión de vida o muerte
Históricamente, los gobiernos se han implicado, con más o menos intensidad, en esta cruzada por la información En la segunda mitad de los años 70 y primera de los 80 el objetivo de la Comunidad Económica Europea era crear servicios de información electrónica ‑bases de datos‑ cualesquiera que éstas fueran, porque el problema que sentían era que Europa carecía de información. Había que recopilar información, cuanta más mejor. Importaba la calidad, pero no se temía a la sobresaturación de datos ni a la inadecuación de los sistemas alas necesidades reales de los usuarios de información.
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