La revolución tecnológica que supuso la conmutación electrónica no es equiparable, ni en ritmo ni en impacto ni en posibilidades que abre, a la que supone la incorporación de la fibra óptica como medio de transmisión.
Cualquiera que recuerde la década de los setenta sabe que en aquellos tiempos el cambio tecnológico pasaba por los nodos de la red. Eran momentos en que la conmutación electrónica se generalizaba y se iba volviendo más digital que analógica a medida que los años transcurrían. Paralelamente, los fabricantes empezaban a vislumbrar el gran potencial que tendría integrar conmutación y transmisión digitales y se empezaba a hablar de una red que soportase todo tipo de servicios, necesitasen el ancho de banda que necesitasen y ya fuesen interactivos o no. Nada hablaba, todavía, de la revolución de los satélites, aunque ya se aprovechaban ampliamente sus capacidades de entonces, ni pasaban de ser experiencias de laboratorio positivas las que auguraban que algún día el cobre dejaría de ser imprescindible por tener alternativas más capaces y brillantes.
Pero es ya entrada la década actual cuando tales expectativas y atisbos cobran realidad, bien mediante la instalación de cables ópticos interurbanos, bien mediante las primeras pruebas de cables ópticos submarinos. Y es cuando se empieza a comprobar que la revolución tecnológica que supuso la conmutación electrónica no es equiparable, ni en ritmo ni en impacto ni en posibilidades que abre, a la que supone la incorporación de la fibra óptica como medio de transmisión. Hasta ahora la conocida referencia a las nuevas tecnologías era una manera de eludir concretar en qué consistían, qué aplicaciones tenían y qué iban a suponer para la cotidianeidad o los negocios. Desde la fibra óptica operativa, los oradores pueden salirse del tópico de la microelectrónica y los ordenadores y pueden narrar todo lo que son capaces aquéllas de transmitir, a qué velocidades y con qué efectos de mejora para el sistema nervioso de las telecomunicaciones.
|