Nadie lo considera ya como el instrumento básico de la revolución comunicativa, como el arma que hundirá la hegemonía televisiva o como el canal de rebelión de las multitudes sin voz. Menos aún como ariete de una revolución social, como motor para una nueva sociedad. Felizmente, las profecías tecnologistas, aparentes programas progresistas de actuación, han quedado olvidadas, envejecidas y arrumbadas por la prueba inexorable del tiempo. Tan deterministas y mediacéntricas como las más persistentes utopías conservadoras, las promesas totales sobre el vídeo ‑como las nacidas en torno al súper 8, a la radio, al cable...‑ han sido humilladas y relativizadas por la propia dinámica social.
Desde posiciones mucho más modestas pero más históricas al mismo tiempo, todo ello no significa negar la importancia del vídeo en el panorama de la comunicación social actual. En circunstancias concretas, en contextos determinados, el vídeo ‑el vídeo de animación, el vídeo‑informativo, el vídeo de creación‑ pueden jugar un papel trascendental en el seno del sistema comunicativo. Una función que muchos, tras las esperanzas “frustradas” de los años sesenta y setenta, se han apresurado a ignorar.
En concreto, el vídeo de creación, al que está dedicado en buena parte este número de TELOS, tiene ahora unas consecuencias sociales que van mucho más allá de su carácter lúdico o de expresión artística. Ejerce, en primer lugar, una labor de ruptura en los estilos, las imágenes, las representaciones dominantes de espacios y tiempos en la comunicación audiovisual. No respeta tampoco los géneros hegemónicos, las fórmulas narrativas institucionalizadas, los códigos generados por la reiteración de los modelos expresivos que un cine y una televisión mayoritaria han ido consolidando. Y destroza, muy especialmente, el persistente mito de la referencialidad de la imagen registrada, del falso realismo que las pantallas grandes y pequeñas han alimentado largamente.
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