La búsqueda de la excelencia siempre ha sido una preocupación en el campo educativo que ha tomado orientaciones diversas, no siempre exitosas y muy a menudo contradictorias con las demandas y posibilidades del entorno.
Tradicionalmente, las reformas educativas se han impulsado desde los núcleos centrales de los sistemas educativos y se han traducido en buenas intenciones, amplias normativas, escasez de recursos y baja repercusión en la «vida real» de las aulas. Han adolecido, a menudo, de poca preocupación por las personas que debían implementar los cambios, un deterioro progresivo de las líneas directrices iniciales, como consecuencia del acomodo a las crecientes resistencias al cambio, y un abandono de la visión global que debe considerar cualquier proceso de renovación.
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