En Mayo de 2006, los estudiantes chilenos de Secundaria tomaron sus colegios y liceos y, durante semanas, conmocionaron a un país que, por otra parte, estaba esperanzado y optimista tras la elección de su primera mujer Presidenta. Los estudiantes chilenos no protestaban por razones de “alta política” o por las grandes injusticias que pueda vivir el país; tampoco lo hacían por las restricciones de acceso a la universidad o por su falta de perspectivas laborales al graduarse; ni siquiera protestaban para pedir más inversiones en educación. No, los estudiantes chilenos se quejaban de la mala calidad de la educación que estaban recibiendo. Y consiguieron revolucionar el sector educativo de un país que, desde hace décadas, venía siendo considerado por muchos como modelo de progreso y de reforma en educación. De hecho, y aunque sea una paradoja no fácil de asumir, es precisamente el desarrollo educativo chileno lo que mejor puede explicar que su estudiantado de secundaria sea capaz de movilizarse de esa manera para exigir calidad de la educación. Lo que algunos habrán leído como un fracaso, otros interpretamos justamente como un relativo éxito.
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