La educación tiene como fin esencial el desarrollo continuo de las personas y las sociedades. Las políticas educativas, en tanto criterios permanentes mediante los cuales los gobiernos se relacionan con la sociedad, son una estructuración privilegiada de las personas y de las relaciones entre individuos, entre grupos y entre naciones.
Sabemos que la educación es un proceso complejo, culturalmente mediado y socialmente desarrollado. Tiene un carácter tensional y, como dice Pérez Tapias, siempre oscila entre dos polos: el de la “facticidad”, lo que de hecho se da, y el de la “idealidad”, que expresa la meta a la que se aspira y le imprime de entrada un punto de vista normativo. Constatamos también que la educación se mantiene vinculada a la forma en que se organiza y se piensa la dimensión política de la sociedad: en todas las culturas se presenta una correlación entre sistema educativo y sistema político, pero de manera muy particular en el caso de las sociedades democráticas. La democracia, por el ideal de justicia que incorpora y las exigencias de participación que comporta, es portadora de una dimensión utópica y también conlleva esta tensión entre “facticidad” e “idealidad”.
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