A fuerza de condenar el carácter prosaico del presente y de reivindicar la emotividad, el romanticismo decimonónico terminó por refugiarse en la tradición y consolarse en una hipertrófica sensibilidad melancólica. Fue así que la metáfora del mundo máquina se vio remplazada por la metáfora agraria de la cultura. "Yo no soy una máquina." ¿"Qué eres entonces?" "Soy una planta", parecen responder nuestros románticos tardíos. Así las cosas, el romanticismo no podía más que acabar en lo que acabó, en mera exaltación. Exaltación peligrosa en la época de los nacionalismos; exaltación inocua en la oposición entre mundo real y mundo de la cultura; exaltación pusilánime en nuestros actuales manuales de superación, esos que hablan de los valores extranuméricos de los "recursos humanos", los que sostienen que además de ser números, tenemos cultura, sentimientos y mil etceteras
|