La emergencia del hecho regional y su creciente importancia en la vida de los pueblos y las naciones arranca, por un lado, de la complejidad y globalidad de nuestro mundo, que lo hacen muchas veces tan incomprensible como sin posibilidades de una mínima gobernabilidad. Lo que induce a pensar que todo iría mejor, al menos, si se buscaran soluciones locales y parciales, para desde ellas intentar fraguar una salida más integrada y coherente. Y por otro, del derrumbe de una geopolítica que había configurado estados‑nación sin contar con las realidades regionales que encerraban unas fronteras mantenidas, más por diversas herencias o circunstancias difíciles de vadear que por la convicción de los ciudadanos que vivían dentro de ellas.
A ello hay que sumar la crisis ideológica y de valores de todo tipo que sacude a nuestras sociedades y que invita a las personas a buscar unas señas de identidad desde las que fraguar una convivencia en la que reconocerse. Con ello, cobran una importancia decisiva la lengua, las costumbres, la ilusoria autosuficiencia económica y todos aquellos elementos que a la vez que singularizan a una comunidad dan sentido de pertenencia y cobijo moral a los que los hacen propios y esenciales. Y a los que habrá que sumar la dinámica de distribuir el poder entre gobiernos locales, regionales, nacionales y supranacionales, y compartirlo con empresas a iniciativas de negocios que no reparan en fronteras ni en otras legitimidades que las que dicta la apertura de mercados
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