Los años 80 han permitido comprender la importancia del receptor como sujeto del proceso comunicativo. Pero su estudio exige una dialéctica entre lo histórico‑social y lo subjetivo, sin las perspectivas unilaterales dominantes.
Ya se está convirtiendo en un lugar común decir que la década recientemente terminada pasará a la historia por la crisis y cambios producidos en prácticamente todos los mi( terrenos, que van desde los políticos, inesperados y espectaculares, en los países del campo llamado socialista, hasta los teóricos en todos los campos de las ciencias sociales («crisis de los paradigmas», auge de un «post‑modernismo» tan difícil de conceptualizar, etc). ¿Puede sorprender entonces el cambio notorio que también comenzó en el estudio de los medios masivos de difusión? (1).
Existe amplia coincidencia en que en las décadas de los 60 y los 70 su centro preponderante estuvo en la denuncia de la manipulación de las masas y en el análisis ideológico de los mensajes, para pasarse luego a una etapa cientificista (donde se destacaba el estudio del discurso, el surgimiento de nuevos medios tecnológicos, etc., con una importante negación o desvalorización de lo histórico‑social) (2). Es a fines de los 80 que comienza a re‑comprenderse la importancia del receptor o de los receptores como sujetos activo/s y no pasivo/s del proceso‑comunicativo, forma de estudio recién comenzada y que exige su desarrollo para incluir aspectos hasta ahora no considerados, o mínimamente incorporados, para que se pueda llegar a una dialéctica que tenga en cuenta tanto lo histórico‑social como lo subjetivo, sin las percepciones unilaterales hasta ahora dominantes.
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