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Telos / Número 22
 Las nuevas tecnologías y el empleo
Enrique Manuel Ambrosio Orizaola 
 Los numerosos tipos de análisis realizados sobre el impacto de las modernas tecnologías so­bre el empleo muestran la complejidad del problema, la inutilidad de los mitos contrapuestos y la necesidad de cambios sociales. Los debates en torno a las re­percusiones del desarrollo de nuevas técnicas sobre el empleo no son algo nuevo; la idea de «progreso» técnico no implica necesariamente que haya de ir acompaña­da de un «progreso» en materia de empleo. En la historia de las sociedades son numero­sos los conflictos surgidos de la contraposi­ción, al menos aparente, entre la máquina y el trabajo del hombre. Ya en el siglo III de nuestra era, el emperador Diocleciano recha­zó la utilización de una máquina para levan­tar y enderezar las columnas de un templo que mandó construir, para poder «alimentar al populacho». Algunos siglos más tarde, las reacciones fueron más virulentas. En 1626, en Leide, los concejales municipales decidieron suprimir no sólo la máquina (un nuevo telar), sino también a su inventor, ahogándole en se­creto. No es de extrañar la abundacia de ejemplos de rechazo de la máquina, a menu­do violento, a veces supersticioso o irracio­nal, ya que se la concebía como destructora de puestos de trabajo. Con el siglo XIX y la revolución industrial parecen calmarse las aguas. Pese a que se produzcan algunas revueltas «antiprogreso» de las que la más conocida es la de los teje­dores de seda de Lyon en 1831, lo cierto es que la burguesía industrial acabó imponiendo la utilización de la máquina, la cual se con­virtió en el símbolo más evidente del desa­rrollo económico: «Decir que es preferible emplear máquinas, es tan evidente como de­cir que el sol alumbra más que una vela», de­clararía Napoleón al respecto. De hecho, el rechazo de la máquina se transformó en un rechazo del sistema económico capitalista. Sin embargo, la historia moderna muestra cómo la máquina lo único que hace es modi­ficar la cantidad de trabajo posible y al mis­mo tiempo transformar su contenido. ¿Cuán­tos han sido los oficios, antes importantes, que han desaparecido por completo? Pensemos en los copistas, que desaparecieron con la aparición de la imprenta, en los 20.000 agua­dores de París, a los que Louis‑Sébastien Mercier consideraba «incapaces de realizar cualquier otro trabajo, pues tienen el frenca­lete marcado entre los dos hombros y su sen­tido del equilibro adaptado a los cubos, con lo que difícilmente se habituarán a llevar car­gas de otro tipo». Sin embargo, hoy en día to­do el mundo admite que en un plazo inferior a quince años, de aquí al año 2000, será co­rriente ejercer actividades inexistentes en la actualidad. Los teóricos de la economía han hecho re­ferencia siempre en sus escritos a esta diná­mica permanente del empleo y de la técni­ca, a los conflictos planteados por la interpre­tación de los efectos del desarrollo de la máquina. Sin entrar en detalles, en economía se suele hablar de «optimistas» y «pesimistas». Los primeros consideran que, aunque en un principio, la máquina ocupe el lugar del hom­bre, al final genera empleo. Los segundos, al contrario, suelen argumentar que la máqui­na genera desempleo. Tanto la historia de los hechos, como la del pensamiento, a través de sus enfoques opues­tos, contrastados, muestran al menos dos co­sas. En primer lugar, que el tema de los efec­tos del progreso técnico sobre el empleo no puede ser abordado de forma aislada, pues­to que va íntimamente relacionado con un pe­ríodo económico, y que no se pueden mez­clar los efectos sobre el empleo, a nivel del individuo y a nivel de la sociedad, salvo en el caso de una evolución lineal de las técni­cas. El paso de la parte al todo, del micro al macro, sólo se puede hacer por simple adi­ción. Ello plantea un enorme problema a la hora de analizar dichos efectos
 
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