Mientras la explosión audiovisual concentra el poder y acentúa los riesgos de desequilibrio, el pensamiento sociológico europeo sufre el repliegue general ideológico y el utopismo tecnocrático adopta nuevas formas.
En este final de siglo y de milenio el científico social ha perdido definitivamente todo remoto vestigio de virginidad/neutralidad cultural y sabe que también en su campo de trabajo, como Heisenberg postuló para la microfísica, el observador forma parte indisoluble del sistema observado y está, por ello, apresado en un ecosistema comunicativo del que forma parte, por lo que su punto de vista está viciado a priori. El sociólogo de la comunicación ya no es tanto un representante objetivo y aséptico de la ciencia como un representante de sus intereses y/o valores culturales inculcados. Tomar conciencia de esta parcialidad ideológica y de este condicionamiento contextual ha supuesto, de todos modos, un progreso científico notable, aunque a algunos les haya podido resultar desalentador.
Es a partir de la constatación de esta endeblez y relatividad de juicio como puede entenderse, por ejemplo, la enconada guerra ideológica entre científicos sociales que militan en el campo de la «modernidad» y los que militan en la «posmodernidad». Si la sociología fuese una ciencia como la química, pongamos por caso, este encabritado antagonismo no hubiera podido producirse. La querella entre la «modernidad», al modo que la entiende un Habermas, y la «posmodernidad» de un Lyotard (por no citar los exabruptos posmodernos de Baudrillard, predicando el fin de lo social), no puede tener equivalencia en ciencias como la botánica o la ingeniería hidráulica. Percibimos una crisis profunda en la vieja racionalidad heredera de la Ilustración y reciclada marxianamente por los descendientes de la Escuela de Frankfurt (véase la fallida profecía de Habermas al proclamar la era de los posnacionalismos), del mismo modo que no nos satisface el cínico pragmatismo posmoderno, vaciado de categorías éticas.
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