El capitalismo, en su versión más extrema, necesita periódicamente hacerse la ilusión de que el mundo puede avanzar bajo un régimen de "caída libre". Por tal régimen hay que interpretar en nuestros días ese liberalismo global que ha preconizado y traído consigo Ronald Reagan, que ha llevado a sus últimas consecuencias Mrs. Thatcher y que ha sido torpemente copiado por algunos gobiernos socialdemócratas europeos.
La obsesión de un orden social darwinista en el que todas las cosas se dejen funcionar libremente para que probablemente se beneficie el más fuerte y en el que sea necesario acrecentar las diferencias sociales para que el sistema funcione está siempre en la mente de los partidos políticos más conservadores. Desde un punto de vista teórico no seré yo, desde luego, quien argumente en contra de una interpretación de la sociedad como sistema biológico, especialmente después de las aportaciones de Prigogine, sobre el orden a través de las fluctuaciones y las estructuras disipativas; de Eigen, sobre la autoorganización precelular; y de Maturana y Varela, sobre la "autopoyesis". Aunque sí me atrevería a aventurar, desde una perspectiva práctica, que el mundo está al final de su caída libre, sean cuales sean las leyes profundas que lo gobiernen. Dando esto por cierto, lo correcto será que el hombre actúe sobre su sociedad con conocimiento de causa, previendo los resultados de sus acciones y teniendo en cuenta las consecuencias de éstas. Desencadenar las fuerzas libres de ese sistema ecológico que probablemente somos no parece suficiente en una situación de nuestras sociedades caracterizada ya por lo que algunos han llamado "sociedad de riesgo", es decir, organizaciones sociales en las que cada nuevo avance o cada nuevo nivel de "progreso" no supone, como antaño, que unos ganen y otros pierdan, sino que definitivamente todos perdamos algo.
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