Hasta los años cincuenta se consideraba habitualmente que el estudio o el trabajo en torno a una lengua se movía en el eje de coordenadas formado por la gramática, por una parte, y los textos escritos, sobre todo los literarios, por otra. La incidencia económica de una lengua se medía en función de su potencial de lectores, de las necesidades de dirección y planificación, en los casos más perspicaces, y poco más.
La irrupción del ordenador en la vida cotidiana, no sólo en las universidades y centros de investigación, ha hecho aflorar una conciencia lingüística que está alcanzando extremos de notable preocupación. Cada vez son más las necesidades de conocimientos lingüísticos que existen en todas las ramas del saber, desde la vieja crítica literaria hasta las modernas telecomunicaciones. Si repasamos los programas más avanzados de investigación y desarrollo observáremos que las zonas fronterizas con la Lingüística o que incursionan en ella son cada vez más amplias. La importancia de una lengua ya no depende sólo ni primordialmente de un hecho cultural como su calidad literaria, sino de su peso económico, medido por otros indicadores.
Hecho cultural junto a hecho industrial, éstos serían los dos focos en la perfecta imagen geométrica de la elipse lingüística. En dominios aparentemente culturales aparece con inusitada pujanza la presión industrial: es conocido que sólo el doce por ciento del material escrito que se traduce a otra lengua se puede encuadrar en lo que se llama Literatura. La mayor parte de lo traducido corresponde a la ciencia y la técnica; pero no es baladí el porcentaje de textos legales o simplemente administrativos.
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