Los progresos de las tecnologías de comunicación están produciendo en los últimos años un doble estirón antagonista, en dos direcciones opuestas, cuya dialéctica modela muy peculiarmente el mapa cultural y comunicacional de este final de siglo. Estas dos tendencias contradictorias están plasmadas en el desarrollo intenso y simétrico de los sistemas de megacomunicación y de mesocomunicación, que suponen dos ideologías y dos estrategias culturales opuestas: a la megacomunicación se asocian los conceptos de decisión centralizada, de poder multinacional, de estandarización homogeneizadora y de comercialismo; mientras que a la mesocomunicación se vinculan la descentralización, los servicios comunitarios desinteresados y la diversificación cultural y pluralista. En el campo de la comunicación televisiva, esta dicotomía tecnocultural está perfectamente ejemplificada por la alternativa planteada entre el satélite y el cable.
El satélite de telecomunicaciones, y concretamente su función de transmisión directa al usuario de programas televisivos, se ha convertido en uno de los fetiches que permiten hacer realidad la comunicación audiovisual planetaria e instantánea. Pero este hermoso universalismo comunicacional revela zonas de sombra, que fueron ya señaladas en la reunión de ministros de Cultura del Consejo de Europa, celebrada en Berlín en mayo de 1984. En efecto, el ensanchamiento desmesurado de las audiencias gracias al satélite, cubriendo públicos muy heterogéneos de diferentes países o culturas, presiona enérgicamente en dirección hacia una programación estandarizada, impersonal, conformista, estereotipada, acrítica y aconflictiva. El paradigma de este esperanto televisivo se halla en los famosos concursos de canciones que transmite la Eurovisión, asépticos y premasticados, intentando, si no complacer a todos los gustos, por lo menos no disgustar excesivamente a ningún gran segmento de la audiencia. El elevado precio intelectual pagado por este compromiso multicolor es evidente.
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