La reciente polémica en torno al decreto de Humanidades puso de manifiesto algo que el discurso de la reforma, por sus prioridades, había dejado en un segundo plano: que las decisiones políticas y las visiones interesadas de grupos de poder son más importantes a la hora de decidir qué enseñar que los posibles planteamientos científicos y profesionales. También puso en evidencia, en una buena parte del debate, que los conocimientos escolares y su articulación en el curriculum mediante áreas o disciplinas no se rige por un criterio unitario, dado que además de no existir tal criterio, hace ya tiempo que quedó en cuestión la pretendida "objetividad" de la ciencia. Por eso no resultó extraño ver como los especialistas en Historia discutían, se contradecían y se criticaban ante las opciones presentadas. Lo mismo que sucedió, aunque este debate no fue tan evidente, con los criterios de lecturas a realizar en literatura y su vinculación a un posible canon.
Algo que emergía en medio de esta polvareda era el interés de diferentes grupos de presión, en ocultar un necesario debate en la
sociedad sobre qué alternativas en la educación escolar pueden ser convenientes para que una diversidad de niños y niñas y adolescentes, en una sociedad con cambios acelerados en las interpretaciones de la realidad y las formas de vida, puedan llegar a escribir su propia historia y construir su propia identidad. En lugar de este debate, que implica y afecta a toda la sociedad, pugnaban por ocupar espacios de influencia para determinar qué perfil y visión del mundo debía ofrecer la educación para servir a los intereses (económicos y religiosos, sobre todo) que representan e imponer una representación de la realidad y de los individuos en relación con ella. Decisión que afecta sobre todo a la escuela pública, dado que la de titularidad privada o concertada puede, dentro de unos márgenes muy amplios, desarrollar sus propias propuestas.
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