La escritura colectiva de las múltiples vivencias y sensaciones de la práctica pedagógica resulta interesante y gratificador para los distintos participantes.
En 1993 asistí al Congreso de la AERA (I) en Atlanta. Uno de sus temas estrellas (por el número de comunicaciones presentadas) fue la colaboración entre la universidad y el profesorado de los centros de enseñanza. La idea de colaboración venía de la necesidad de encontrar formas de relación que no fueran colonizadores (los docentes hacen lo que los profesores universitarios plantean) y de tomar en consideración las voces críticas que señalaban que el profesorado tenía unos conocimientos (unas concepciones) que habían de tenerse en cuenta, si se quería explicar el porqué muchas de las aportaciones de los universitarios no acababan de funcionar en la práctica. La colaboración se planteaba, por tanto, en términos políticos, académicos y de aprendizaje.
Pensé entonces que lo que yo había estado haciendo desde que en 1981 comencé a trabajar en un equipo psicopedagógico municipal y después como asesor podía situarse en este marco de colaboración. Sólo que no la había dado ese nombre. Pensé que una de las virtudes de los colegas de EEUU es ponerle nombre a experiencias y formas de intervención que otros están haciendo desde hace años pero sin ponerle un nombre de marca que se venda en la comunidad académica como novedad. Parafraseando a alguien de quien no recuerdo su nombre, poner nombre es una forma de tener poder. Si el nombre se pone en inglés, tiene además una audiencia más amplia, un efecto multiplicador, que lo hace parecer nuevo.
En este Congreso me sorprendí asistiendo a un simposium en el que se discutía sobre qué nombre tenía que ir primero en los artículos o libros que derivaran de esta colaboración entre universitarios y maestros. La discusión no era banal, porque tenía como implícito el sistema de promoción y reconocimiento de los universitarios en EEUU. Quien va primero tiene mayor derecho de autoría y, por tanto, de reconocimiento. No le di demasiada importancia a esta cuestión, aunque ya en 1985 había escrito una monografía sobre rincones con dos maestras colocando nuestros nombres por orden alfabético.
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