En su actividad práctica el docente se enfrenta, de una manera mecánica y rutinaria, a complejos problemas en unas situaciones siempre cambiantes, que le exigen unas destrezas y habilidades, pero sobre todo una nueva concepción de la enseñanza como proceso dinámico, que no entran dentro de su bagaje cultural y pedagógico. Esta manera acrítica de concebir la enseñanza, y la educación, impide su desarrollo profesional y conduce a su empobrecimiento pedagógico y a una progresiva pérdida del reconocimiento social hacia las prácticas educativas que se realizan en la escuela, percibida más como guardería que como centro educativo. Esta concepción de la práctica docente, y de la enseñanza, no es casual ni arbitraría sino que responde a una concepción positivista de la educación que entiende la enseñanza como un proceso técnico irreflexivo donde el enseñante cumple una función de técnico o especialista que ejecuta, de una manera repetitiva, las consignas emanadas de unos teóricos ajenos al aula, a la escuela, o al propio sistema educativo (políticos, economistas, científicos, universitarios,... ). Su espíritu tecnocrático y eficientista, de aparente lógica racional, reduce la calidad de la enseñanza a un mero proceso de instrucción o entrenamiento para lograr unos objetivos previamente establecidos, socava, además, el debate pedagógico y mina la autonomía y la capacidad crítica del profesorado hasta unos niveles que le impide comprender el por qué, el para qué y el cómo de lo que se hace en las clases y analizar si ésto se corresponde con sus valores y creencias educativas.
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