Ámbitos 2 – Enero –
junio de 1999 (pp. 39-48).
Catedrática de Periodismo
Especializado - Universidad Pompeu Fabra – Barcelona
En los años 90 se ha
empezado a constatar que un porcentaje importante de los niños y adolescentes
que han cometido acciones violentas máximas también han sido consumidores
indiscriminados de la violencia de ficción que se vende a través del cine y de
la televisión. Esta violencia mediática la consumen al tiempo que soportan y lo
protagonizan acciones violentas en su propio ambiente social y, aún más, en su
propio ambiente familiar. Cuando un niño o un adolescente ve que a su alrededor
la manera normal de resolver los conflictos es a partir de comportamientos
violentos, es lógico que, después, cuando contraste esa información con la que
recibe de los medios ‑donde seguirán siendo comportamientos violentos‑
acabe concluyendo que ésa es la manera normal de conducirse en esta vida. ¿Esta
evidencia es, en consecuencia, suficiente para establecer una relación causal,
lineal, entre la violencia mediática y la violencia social?
La violencia mediática
es hoy, probablemente, uno de los temas recurrentes en todos los foros de
debate nacional e internacional. Es también uno de los que más artículos
periodísticos y científicos ha inspirado en los últimos tiempos. Psicólogos,
sociólogos, criminólogos, pedagogos y comunicólogos ‑además de
neurobiólogos‑ son algunos de los investigadores que, desde sus
respectivos ámbitos científicos, tratan de analizar las causas que provocan
desencadenantes violentos en nuestra sociedad. Sin embargo, las investigaciones
que se han llevado a cabo hasta el momento no han logrado explicar en profundidad
este complejo fenómeno humano y social, ni tampoco los factores psicológicos,
sociales, económicos y biológicos que presumiblemente inciden en él y lo
determinan.
La agresividad es en
nuestra especie, como en cualquier otra familia animal, un rasgo de conducta
que ha sido evolutivamente seleccionado porque incrementaba la eficacia
biológica de la misma (1). Ahora bien, afirmar que somos agresivos por
naturaleza no conlleva también que seamos violentos por naturaleza. La
violencia no es mera agresividad en un grado extremo. Como dice José Sanmartín,
la violencia es el resultado de la interacción entre una agresividad natural y
la cultura (2). La violencia es' una nota específicamente humana que suele
traducirse en acciones intencionales, o amenazas de acción, que tienden a
causar daño físico a otros seres vivos. Desde este punto de vista, la violencia
está ligada al proceso evolutivo que ha derivado en la aparición del ser humano
sobre la faz de la Tierra; pero no es tanto un proceso evolutivo natural cuanto
una evolución artificial que tiene al ser humano como sujeto agente y paciente
a la vez.
La violencia, la
agresividad, el miedo, la curiosidad, incluso la morbosidad forman parte de una
condición humana que ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma y
se adapta a los nuevos tiempos. Vivimos en una sociedad violenta, cuyas
manifestaciones adoptan múltiples formas en la vida cotidiana. El medio social
es violento porque soporta guerras, accidentes mortales, atentados terroristas
y acciones criminales de todo tipo; pero también lo es porque exhibe y fomenta
sin ningún pudor entretenimientos en masa, macro‑concursos, conciertos de
música y un sinfín de espectáculos públicos que incluyen en su representación
escenas violentas que no tienen una lógica justificación.
Y para dar cuenta de esa
realidad social, la prensa, la radio y la televisión ‑aunque también el
cine, la música, la literatura, los videoclips, los videojuegos, etcétera‑
ofrecen diariamente a su público ingentes cantidades de escenas violentas.
Formamos parte, además,
de una civilización en la que la violencia y la muerte han tenido un componente
importante de espectáculo ejemplar. La pena de muerte se ejecutaba antiguamente
en público para que sirviese de ejemplo, pero también porque era un gran
espectáculo para el pueblo. El sustituto moderno de la guillotina o del garrote
vil son hoy las imágenes que difunde la industria del cine y de la televisión
destinadas a representar, con mayor o menor realismo, toda la gama imaginable de
violencia entre las personas. No en vano los actores más populares y mejor
cotizados internacionalmente son hoy los que interpretan en el cine los papeles
más violentos: Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone, Bruce Willis, Michael
Douglas, Sharon Stone... la lista podría ser más larga.
La televisión, lo mismo
que el cine, como medio audiovisual que basa su estrategia comunicativa en las
claves del espectáculo, se recrea y acostumbra a batir récords de audiencia
cada vez que incorpora a su programación elementos de perfil violento. No es,
por lo tanto, descabellado imaginar que pueda ser la televisión, con su enorme
poder de atracción sobre la audiencia, causante o coadyuvante ‑responsable
al fin‑ del entorno social violento en el que vivimos.
La televisión puede ser
definida de muchas maneras, pero también como una gran empresa cargada de
interés público. Como tal empresa, sobrevive mientras logra mantener sus
índices de audiencia altos. Los productores de televisión suelen preguntarse
por lo que interesa a un mayor número de personas y la respuesta más certera
parece que puede ser: a la gente le interesa lo que la conmueve, lo que la
emociona y lo que la conmociona (3). Como dice la periodista Margarita Riviere,
«el asalto a la víscera es el camino más directo al beneficio económico. Y, por
supuesto, dentro del abanico de emociones y conmociones rentables están todas
las formas de violencia».
Pero afirmar que la
televisión ofrece imágenes violentas única y exclusivamente porque con ellas
logra subir su audiencia es, desde cualquier punto de vista, una afirmación
desmedida. Sobretodo porque los estudios de audiencias de medios ya llevan
tiempo señalando que, hoy por hoy, la máxima audiencia la ostentan las
retransmisiones deportivas, seguidas de algunos programas de servicios y de
algunas series rosas o telenovelas.
Desde la teoría del
periodismo, y desde la práctica profesional de los medios, se acepta como
axioma la función que tienen estos de explicar e interpretar la realidad social
en la que se inscriben. Entendidos así, no deberíamos responsabilizar al
mensajero ‑los medios‑ del contenido de los mensajes que transmite:
los hechos violentos. Más bien deberíamos asumir que la violencia que se
vehicula a través de los medios de comunicación no es más que un reflejo, más o
menos fiel, de la violencia real que se da cita en nuestras sociedades
modernas. Sin embargo, sí hay un aspecto de esta cuestión cuya responsabilidad
compete en exclusiva a los periodistas. Es el cómo se informa de esa realidad
violenta, qué cantidad de espacio/tiempo se le dedica para ser ecuánimes con el
tratamiento periodístico de la realidad y, sobretodo, con qué grado de detalle
se ofrece tal información al público.
Ocurre, además, que en
la última década la violencia privada ha pasado a formar parte relevante del
contenido de los medios. Tradicionalmente, el periodismo se había ocupado sólo
de la violencia pública, esto es, la violencia que afectaba a una gran cantidad
de personas, anónimas por lo general, y, excepcionalmente, la violencia que
afectaba a personas preeminentes de la sociedad. Pero en los últimos tiempos la
violencia privada ha invadido el espacio informativo de los medios y ahora son
los protagonistas y las víctimas de esa violencia los que reclaman la atención
de la audiencia cuando explican a la cámara su historia dramática y personal.
Que el mal es un gancho
que atrae multitudes (4) se sabía desde siempre, pero que los reality show
batieran todos los récords de audiencia jamás batidos en países cultos y
desarrollados es algo que todavía nos sigue sorprendiendo. Cuanta más maldad
encierra un mensaje más fascinación despierta entre la población. Y esa
fascinación explica el que un canal de televisión acepte asistir y grabar la
matanza de un psicópata asesino para después ofrecerla abriendo su informativo
estrella. 0 que en Los Angeles se ganen bien la vida los llamados stringers ‑reporteros
buitres‑, cuyo trabajo consiste en sobrevolar con helicópteros el espacio
aéreo, equipados con potentísimas cámaras de infrarrojos que les permiten
grabar cualquier incidente violento que se produzca dentro de su radio de
acción. Estos reporteros buitres venden su material gráfico a las televisiones
norteamericanas que lo pagan a tanto la pieza y que no imponen ningún control
ético a la información que compran distinto al estrictamente técnico de calidad
de las imágenes. La difusión de esos reportajes a menudo infringe las normas
más básicas del código deontológico de los periodistas y, lo que es aún peor,
muchas veces también hiere gravemente la sensibilidad de los telespectadores al
proporcionarles unas imágenes del todo innecesarias para considerarse y
sentirse ciudadanos correctamente informados.
El exceso de violencia
en la televisión se traduce en una clara desinformación generalizada de la
población y en algo todavía más terrible: en un fuerte sentimiento de miedo que
se manifiesta sin causa objetiva que lo justifique. Los medios audiovisuales,
lo quieran o no, siempre hacen publicidad de la violencia que exhiben. Y, aún
siendo legítimo que los periodistas aleguen en su defensa que no hacen más que
cumplir con su obligación de informar, el efecto en los televidentes se traduce
en la sensación de que el horror es lo usual y en la idea de que lo impensable
puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar: incluso aquí. Y del
miedo a la insolidaridad con las víctimas no hay más que un paso. Ya a nadie le
extraña que, ante una pelea violenta en cualquier lugar público, todo el mundo
mire hacia otro lado, en vez de intentar ayudar a los que están siendo
agredidos.
La violencia es una
información fácil porque se produce de manera concreta y en un tiempo y un
espacio concretos. Es mucho más fácil informar de que ha habido un accidente
ferroviario con un centenar de muertos y varias decenas de heridos que informar
de las causas y circunstancias que han llevado a dos países limítrofes a un
enfrentamiento armado. Pero una conducta profesional poco rigurosa frente a
este tema es especialmente preocupante por cuanto, en el mundo civilizado, se
vive a merced de unos modelos de conducta que se transmiten fundamentalmente
por dos vías: los medios de comunicación y la publicidad. La escuela
convencional y la familia han empezado a ceder terreno en su función de
formadores de los nuevos sujetos sociales frente a la enorme influencia que
ejercen estas dos vías en el mundo contemporáneo.
La mayoría de los
investigadores sociales aceptan ya sin reservas la tremenda influencia que
pueden llegar a ejercer los medios de comunicación sobre los individuos. Especialmente,
sobre niños y adolescentes, cuya personalidad todavía no ha llegado a un grado
suficiente de madurez y consolidación.
Según un Informe
reciente de la Asociación Norteamericana de Psicología, un niño, al acabar la
escuela primaria, ha visto unos 8.000 asesinatos y algo así como 100.000 actos
violentos, a una media de tres horas diarias de televisión. Estas cifras
justifican, en cierto modo, el que muchos padres y educadores hayan empezado a
preguntarse si no estaremos enseñando a los niños y adolescentes a adquirir
esos mismos hábitos violentos en la vida real. Los buenos periodistas, no
obstante, saben que los medios de comunicación no son nunca inocuos o
neutrales. Todo buen profesional de la información adopta la precaución y el
cuidado que sabe que debe observar a la hora de publicar, por ejemplo, noticias
sobre suicidios, porque se ha demostrado que, según la forma que adopte esa
información, puede animar a algún suicida frustrado a ejecutar con éxito tal
acción. Por ejemplo, en 1990 en Italia se produjo el suicidio pasional de una
pareja de novios en el interior de un vehículo. La forma que utilizaron para
llevar a cabo el suicidio fue dirigir, mediante un tubo, los humos del tubo de
escape del coche hacia el interior del mismo. Así lograron morir por asfixia.
Este hecho se difundió por varios medios de comunicación y en un corto plazo de
tiempo, posterior a la difusión de la noticia, se produjeron cuatro suicidios
más utilizando el mismo procedimiento. Es, por lo tanto, un gran riesgo hacer públicos
determinados comportamientos porque pueden incidir en la forma de actuar de
ciertos individuos.
Los periodistas deben
ser conscientes de los procesos de imitación y de mimetismo que pueden llegar a
provocar los medios de comunicación. Recordemos aquí el caso ya clásico de
Lorena Bobbit o el aún más trágico del niño vestido de Superman que se lanzó al
vacío desde una terraza. En los últimos años todos hemos sabido de hechos
violentos protagonizados por menores que han explicado la razón de sus acciones
diciendo que pretendieron hacer lo mismo que vieron hacer en una película de
cine o en una película vista en la televisión. Como ejemplo valga el caso del
adolescente canadiense que secuestró a un vecino suyo de sólo 7 años de edad,
se lo llevó a un lugar apartado y allí le mató, le apuñaló y, una vez muerto,
le prendió fuego y, no teniendo bastante con ello, recogió con un recipiente la
grasa que destilaba de aquella macabra hoguera y acto seguido se la bebió, tal
como había visto hacer en “Muñeco diabólico III”, en la creencia de que,
bebiendo aquel elixir mágico, podría volar como el protagonista de su película
favorita.
Pero también es
necesario que constatemos la realidad opuesta: en los últimos años se han
conocido acciones cometidas por menores que no se agarraron a la justificación
mediática, tal vez porque en sus casos los medios no habían determinado la
acción. Recordemos al adolescente que apuñaló a su hermano gemelo o al que
acabó con la vida de su padre usando una bayoneta.
Nadie duda de que los
niños asesinos de Liverpool veían vídeos de violencia y pertenecían a familias
desestructuradas, pero tampoco nadie duda de que millones de niños ven vídeos
de violencia, pertenecen a familias desestructuradas y no son ni muy
probablemente serán nunca asesinos. Los niños de antes mataban a docenas de
soldaditos de plomo y los de ahora aniquilan a miles de marcianitos
informáticos, pero hay más objetores de conciencia hoy que antes y hay más
movimientos de cooperación y solidaridad con el tercer mundo ahora que en toda
la historia de la humanidad. (5)
Desde el punto de vista
de las ciencias humanas y sociales, resulta muy difícil poder establecer
relaciones exactas de causalidad lineal y unívoca. Hasta el día de hoy no ha
sido posible demostrar que un determinado acto violento sea consecuencia
directa de la exhibición de otro acto violento. Las causas de la violencia son
siempre múltiples y complejas y, a su vez, esta pluricausalidad utiliza
mediaciones múltiples, cuya lectura difiere según los sectores científicos
desde los que se aborde el problema.
Las primeras
investigaciones realizadas en los años 60 en Gran Bretaña y Estados Unidos
vinieron a establecer que, aparentemente, podía considerarse la existencia de
una relación directa de causa‑efecto entre la cantidad de violencia
visionada y los índices de delincuencia juvenil. (6). A partir de esa
conclusión, la televisión fue demonizada, aunque no por ello redujo o suavizó
la cantidad y la calidad de la violencia que integraba su programación.
Más tarde, en los 70,
otras investigaciones añadieron al análisis variables de tipo sociológico que
nunca antes habían sido estudiadas, como la familia, el barrio de residencia,
incluso el coeficiente de inteligencia de los sujetos estudiados. Y la
pretendida relación de causa‑efecto entre violencia y televisión se vino
abajo y empezó a perder credibilidad.
A principios de los 80,
investigadores tan sobresalientes como el pedagogo Schramm lograron establecer
que, efectivamente, la influencia de la televisión y del cine era real, aunque
no pudieran medir el grado de influencia en cada individuo ni tampoco
determinar la manera como esa influencia se hacía real. El equipo de Schramm
también estableció que esa influencia no afecta por igual a todos los niños y
adolescentes, sino que para que un menor pase a la acción violenta, tras estar
expuesto de manera continuada a una programación violenta, era necesario que se
diera en él otra serie de factores psico‑sociales muy importantes, entre
los que de nuevo destacaba el ambiente familiar y el entorno social. (7)
En el presente, se ha
empezado a observar que un porcentaje importante de los niños y adolescentes
que han cometido acciones violentas máximas presentan graves transtornos en su
personalidad. Este dato se suma al hecho de que habitualmente los menores
violentos pertenecen a las clases más desfavorecidas de nuestra sociedad. De
alguna manera, la violencia de ficción que ven en la televisión y en el cine y,
más allá de estos medios de comunicación tradicionales, también en la música,
en las letras de las canciones o en Internet, la comparten o la consumen al
tiempo que soportan y/o protagonizan comportamientos violentos.
Cuando un niño o un
adolescente crece viendo que a su alrededor la manera normal de resolver los
conflictos es gritando, insultando, golpeando y, en definitiva, con violencia,
es lógico que después, cuando compare esa información con la que recibe de los
medios, acabe creyendo que ésa es la manera normal de conducirse en esta vida
y, por lo tanto, actúe en consecuencia. Pero repárese en que estamos hablando
de niños y adolescentes que padecen gravísimos problemas de desestructuración
personal, familiar y social. Son esos niños que, tarde o temprano, acaban
ingresando en los circuitos de la delincuencia y algunos de ellos,
desgraciadamente, cometiendo acciones terribles que les van a marcar de por
vida.
Una característica común
a esos menores violentos ‑a algunos de los cuales he tenido ocasión de
entrevistar‑ es que todos presentan unas carencias afectivas
espeluznantes. Muchos carecen del referente afectivo fundamental que es la
madre y, en general, se sienten abandonados y despreciados por la sociedad. Es
precisamente este sentimiento de abandono el que utilizan para justificar sus
brutales acciones como un medio de legítima defensa para sobrevivir a la
crueldad de este mundo. Además, junto a estos problemas afectivos de difícil
solución, los menores violentos suelen presentar gravísimos problemas de aprendizaje.
La mayoría de ellos sabe leer, aunque pocos han aprendido a escribir, lo que
presupone un fracaso escolar total. Suelen tener graves dificultades para
asimilar las normas básicas de convivencia y, en general, fabulan ideas en las
que no se distingue claramente la fantasía de la realidad. (8)
Lo dicho anteriormente
no niega en absoluto la posible influencia de los medios de comunicación en los
comportamientos violentos de los jóvenes, sino que sólo pretende llamar la
atención sobre el hecho de que esa influencia es muy mínima y, en cualquier
caso, menos decisiva que otras influencias que parecen mucho más evidentes.
Porque lo que sí está muy claro es que todos los niños están expuestos a las
mismas imágenes violentas de televisión, pero son sólo unos pocos los que
acaban cometiendo acciones violentas extremas.
En tanto la
investigación sobre la violencia mediática continúa tratando de dar respuestas
al problema que ayuden a articular políticas preventivas más eficaces, creo
inaplazable prestar atención a otras influencias más o menos importantes que
habitualmente se ignoran. Sólo a modo de pistas para una reflexión coherente
señalaré las tres que me parecen más destacables:
1. La transmisión de los
valores morales y de los principios básicos del bien y del mal topa en este fin
de siglo con la estructura nunca antes conocida de la familia urbana moderna.
Antiguamente esa transmisión se hacía de manera casi automática, porque el niño
crecía cobijado en el seno de una familia muy amplia, donde no solamente había
padre y/o madre, sino que también solían haber varios hermanos, además de
abuelos, primos y demás parientes. Pero ese modelo de familia no está logrando
sobrevivir en los tiempos modernos. Ahora la familia se ha reducido en extremo:
uno o dos hijos, padre y madre trabajando fuera del hogar y, por lo tanto,
teniendo que dejar a sus hijos al cuidado, primero, de guarderías y, después,
de colegios con horarios que normalmente se amplían con actividades extra‑escolares
por la tarde, hasta que por fin alguien acude a recogerles para llevarles a
casa. Por no hablar del aumento progresivo de divorcios que ha transformado a
muchas familias en monoparentales, es decir, familias compuestas por una madre
o padre con un solo hijo.
2. No solamente los
medios de comunicación, sino también la mayoría de los discursos políticos
coinciden en transmitir a la población un mensaje machacón y demoledor que
puede resumirse en que el éxito en esta vida pasa inevitablemente por ser
competitivos y por ser los mejores, al precio que sea y a costa de quien sea.
3. Y, finalmente, la
falta de control sobre el discurso machista que se está vendiendo desde la
publicidad. Ahora no solamente se vende la imagen del hombre como la imagen del
macho, del fuerte, del que no expresa sentimientos: que no ríe, que no llora,
que ya ni siquiera habla, que sólo actúa, sino que se ha empezado a vender la
misma imagen machista, pero aplicada ahora a la mujer. La mujer que viste
cazadora negra de cuero y que es durísima. La mujer que dice «Busco a Jack»,
sea Jack una colonia o un hombre, ¡qué más da!, y lo quiero ya. No importa lo
que cueste conseguirlo.
En la transmisión de
esos modelos culturales y los valores morales que en ellos subyacen nadie está
reparando; nadie los está analizando; nadie está advirtiendo sobre la
influencia negativa que sin duda ejercen en el desarrollo de la personalidad
social de los niños. La violencia que se ve en la televisión no es la única
causante de los males de este mundo. Reducirla, limitarla, es una idea
excelente ‑e incluso urgente‑, pero si no atendemos a otras
influencias y a otros contenidos aparentemente más inocentes no lograremos
entender en profundidad el problema y seguiremos condenados a seguir siendo una
sociedad que mira atónita las imágenes del televisor que nos muestran la última
masacre sin sentido.
1 - Véase LORENZ, K.
Sobre la agresión. El pretendido mal. México, Siglo XXI, 1971.
2 - Véase SANMARTíN,
José (ed.). Violencia, televisión y cine. Barcelona, Ariel, 1998, p. 17.
3 - Véase RIVIÉRE,
Margarita. La fascinación de la violencia en los medios de comunicación en
Prevenció. Quaderns d'estudis i documentació, 11, septiembre 1994, pp. 5‑12.
4 - Véase GOMIS,
Llorenç. Teoría del periodismo. Cómo se forma el presente. Barcelona, Paidós,
199 1.
5 - ROGLÁN, Joaquim. La
libertad de inforrmación previene la violencia en Prevenció. Quaderns d'estudis
i documentació, 11, septiembre 1994, pp. 13‑2 1.
6 - Véase HUESMANN, L.R.
Television violence and aggression: The causal effect remains en Developmental
Psychology, 28, 1973, pp. 617‑620.
7 - SCHRAMM, W., LYLE,
J. y PARKER, E. Televisión para los niños. Barcelona: Hispano‑Europea,
1985.
8 - QUESADA, Montserrat.
Última parada. Reportaje ganador del Prerni Actual'95 concedido por la
Corporación Catalana de Radio y Televisión sobre la vida en un centro educativo
de reclusión de menores.
Artículo publicado en Ambitos 2 (Sevilla, enero – junio,
1999), páginas 39 – 48.
La dirección telemática es:
http://www.ull.es/publicaciones/latina/ambitos/ambitos2/quesada.html