¿QUE
CONOCIMIENTO PARA QUE ESCUELA ... ?
Nieves Blanco
Los contenidos desempeñan un importante papel en los procesos de enseñanza/aprendizaje,
de ellos depende la mayor o menor relevancia de los conocimientos construidos
en el aula para satisfacer las necesidades de comprensión y explicación que
tienen los humanos.
¿A quién representa el conocimiento que enseñamos? ¿Qué selección hacemos
si queremos fomentar actitudes solidarias, críticas y no discriminatorias? ¿De
qué modo organizamos los contenidos?,.. son algunas cuestiones analizadas en
este trabajo.
“... Frente a un estatuto del saber alejado del mundo, saberes que
den cuenta de procesos materiales con los que se enfrentan los hombres y
mujeres del mundo de hoy, frente a maestros (..) dependientes cada vez mas de
programadores y expertos, equipos de profesores que trabajen e indaguen con
autonomía y posean la autoridad del saber”.
Julia Varela 1990: 236.
Estamos a las puertas de
un nuevo siglo, en un mundo cada vez más complejo en el que las diferencias
son, a un tiempo, más evidentes y más lacerantes; vivimos en unas sociedades en
las que el conflicto y la coexistencia de culturas son un hecho que no hay más
remedio que aceptar y al que hacer frente, así como a la pluralidad de valores
que tras ellas existen; proclamamos y reclamamos solidaridad, justicia y
equidad mientras la injusticia, la pobreza, la desigualdad y la intolerancia
son patentes y se incrementan cada día. ¿En qué afecta todo ello a la escuela?
¿Cuál es ‑debe ser‑ su sentido en sociedades democráticas, donde
la escolarización es universal y obligatoria en tramos cada vez más amplios?
No parece haber mucha
discusión respecto a que, así las cosas, el sentido de la escuela está en la
formación de las niñas, niños y adolescentes para que puedan convertirse en
ciudadanas y ciudadanos autónomos, conscientes, capaces de comprender el
mundo social y natural, en que viven y de intervenir en él desde posiciones
informadas, críticas, solidarias y respetuosas con la diversidad. Harina de
otro costal es discutir y analizar qué significa todo esto, cómo se traduce en
propuestas de actuación educativa y cuál es el papel que los diferentes agentes
sociales y profesionales pueden y deben tener en ello.
La amplia cita de Julia
Varela que encabeza estas líneas reflejan lo que quiero defender en ellas. Una
escuela destinada a formar ciudadanas/os democráticos, debe ‑entre otras
cosas‑ trabajar con un conocimiento que constituya una representación
equilibrada de la cultura, que se seleccione de acuerdo a criterios
epistemológicos, políticos y morales acordes con los valores que quieren
defenderse, y capaces de constituir una herramienta poderosa de comprensión y
transformación de la realidad y la cultura en la que los estudiantes están
inmersos. Todo ello implica, en el momento actual, repensar el sentido de la
cultura que se pone a disposición de los estudiantes, la naturaleza y el
carácter del conocimiento con que van a trabajar, y las estrategias a través de
las que tienen acceso a él. E igualmente, resulta necesario defender y reivindicar
el papel que los docentes hemos de tener en la selección, organización y
configuración del conocimiento con que vamos a trabajar; en definitiva, que la
autonomía profesional ha de pasar por la existencia de un margen
suficientemente amplio de libertad en la determinación de lo que constituye el
“corazón” de nuestro trabajo: el conocimiento.
El conocimiento, los
contenidos, constituyen hoy ‑como lo han sido siempre‑ la piedra
angular de la institución escolar. Sin ellos carecería de sentido; su función
o funciones específicas, aquéllas que la diferencian de otras instituciones
sociales y le confieren identidad, pueden cumplirse en la medida en que cuenta
con unos conocimientos específicos y unas formas establecidas de enseñarlos.
Pocos aspectos
relacionados con la enseñanza, sin embargo, han generado tan poca preocupación
y han sido objeto de tan pocos debates como los contenidos, tanto dentro como
fuera de la escuela. ¿Qué son los contenidos? ¿De dónde proceden? ¿Qué
relación guardan con la cultura? ¿Qué “utilidad” tienen? ¿Quién los selecciona?
¿Con qué criterios? ¿Qué se considera conocimiento valioso? ¿De dónde procede
su valor? ¿Para qué y/o para quién es valioso? Estas y otras muchas son
preguntas viejas pero que en cada momento histórico requieren respuestas
nuevas.
Lo terrible del caso no
es que haya que buscar respuestas, de modo permanente, sino que viene ya siendo
una inveterada costumbre el no hacerse tales preguntas. Y eso a pesar de que no
existe, como sí hubo en épocas pasadas, un razonable consenso social respecto
a las funciones de la escolarización ni a cuáles sean los valores y la cultura
que pueda ser considerada legítima y valiosa. Tampoco puede ya sostenerse que
el conocimiento importante para la escuela quede recogido exclusivamente en las
disciplinas científicas ni que la selección de tal conocimiento pueda
realizarse de acuerdo a rigurosos procedimientos epistemológicos. Argumentaciones
de este tipo, que en otro tiempo han sido un freno al cuestionamiento sobre los
contenidos de la enseñanza, son ahora insostenibles.
Las decisiones respecto a
qué conocimientos son importantes para ser enseñados y aprendidos en las
escuelas son, sin menospreciar el valor que los criterios epistemológicos han
de tener, de naturaleza política. Son cuestiones relativas a qué tipo de
sociedad tenemos y cuál es la que queremos, qué es lo realmente importante
preservar de nuestra cultura, las que determinan la selección de los
conocimientos que la escuela ha de enseñar. Sin duda, ese fuerte carácter
político es lo que ha venido determinando históricamente que tales decisiones
se tomen en instancias políticas ‑el Estado‑ y que a los
profesionales nos queden las decisiones consideradas de carácter “técnico”:
cómo enseñar y cómo hacer que los estudiantes aprendan aquello que otros han
seleccionado como importante, valioso, legítimo e imprescindible. Así, a los
docentes no se nos ha considerado en posesión de la autoridad del saber”, sino
en todo caso con una autoridad delegada y relegada a la gestión de
procedimientos y recursos que garanticen la adecuada apropiación por los
estudiantes de ese saber.
En los momentos actuales,
el Estado, o mejor aún el Gobierno, sigue manteniendo en sus manos las
decisiones sobre los aspectos cruciales: qué conocimiento es importante para
la escolaridad obligatoria, cuáles son los contenidos mínimos y básicos a los
que tienen derecho a acceder y están en la obligación de adquirir todos los
estudiantes, cuál es ‑en fin‑ la cultura cívica necesaria e
imprescindible para nuestra sociedad ... No ha habido, a la hora de tomar esta
decisión, un procedimiento abierto de discusión y debate social como
correspondería a una cuestión de tal envergadura. Ni parece que vaya a haberla,
puesto que en la LOGSE se consagra el derecho del Gobierno de modificar, si así
lo estima conveniente, esos mínimos, esos contenidos básicos.
Aún cuando una buena
parte de las decisiones ya están tomadas al marcar esos mínimos ‑que
algunas personas estamos lejos de considerar como tales‑ , se deja en
manos de los docentes la responsabilidad de llegar hasta el final en el proceso
de selección de los contenidos que habrán de trabajarse en las escuelas y las
aulas, así como de las formas que estimen más adecuadas para organizarlos,
secuenciarlos y enseñarlos. A pesar de las restricciones institucionales
existentes y de las trampas que esa “autonomía” de los centros encierra
(Angulo 1993), estamos ante un espacio profesional de vital importancia que
resulta del todo imprescindible ocupar. Y eso significa entrar de lleno en el
análisis y las consecuencias políticas de nuestro trabajo, asumiendo las
responsabilidades que se derivan de poseer y ejercer esa autoridad del saber
sin la cual difícilmente podemos considerarnos profesionales y mucho menos
intelectuales.
Toda selección cultural
está guiada por valores; toda decisión sobre qué es lo importante es
valorativa, y por tanto moral y política. Ya sea el Estado o los docentes
quienes la realicen, siempre tendrá este carácter y, como numerosos estudios
han demostrado, tal selección dista de ser equilibrada y neutra (Blanco 1994).
Las sociedades se componen de múltiples grupos con valores y consideraciones de
lo que merece la pena diferenciadas; y no todos esos grupos tienen la misma
capacidad de influir en quienes deciden qué selección cultural pasará a la
escuela. Los docentes tenemos la doble misión de analizar qué valores hay tras
el currículum que se impone como obligatorio, común y mínimo así como de
interrogarnos y estar alerta sobre los que dirigen las elecciones que nosotros
mismos hacemos.
Durante mucho tiempo se
ha venido insistiendo en que, en la medida en que el conocimiento escolar
procede básicamente de las disciplinas científicas, las cuestiones de valor no
están en los contenidos, sino en todo caso en las formas de enseñarlos y
aprenderlos; es decir, no en el propio contenido sino en la metodología de
enseñanza. Parecería que ahora, con la distinción que se ha introducido entre
contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales, las cosas han cambiado y se ha subsanado
aquel error haciéndonos pensar que los valores, la dimensión ideológica y
moral del conocimiento queda recogida en los contenidos actitudinales.
Aunque sin duda representa un avance importante, también puede ser una trampa.
Tal distinción, por
cierto, en absoluto es nueva en la literatura pedagógica, aunque sí pueda serio
el modo en que ahora se está presentando. Hace ya décadas que viene
planteándose la necesidad de considerar que el conocimiento no está
constituido sólo, ni fundamentalmente, por hechos, conceptos o leyes. Además,
también forman parte de la estructura del conocimiento los procedimientos
metodológicos a través de los que ese conocimiento se crea, se desarrolla, se
valida. De igual forma se viene indicando que los procesos mediante los que el
conocimiento se crea y se desarrolla son de naturaleza social, que tienen
lugar en un contexto institucional y socio‑histórico que determina en
buena medida su avance, sus logros, sus posibilidades y sus límites. Además,
el conocimiento tiene siempre un uso social y unas consecuencias para la vida
de las comunidades y las personas. Desde esta perspectiva, se plantea que la
enseñanza no debe restringirse a enseñar conceptos o hechos, sino que también
ha de incluir los procedimientos y procesos de generación e interpretación de
los mismos. E igualmente, el “valor de uso” de ese conocimiento, sus
posibilidades y sus consecuencias.
Tal diferenciación tiene
la virtud de hacernos caer en la cuenta de la necesidad de atender a los
distintos aspectos presentes en el conocimiento, y de que podamos organizar
nuestra práctica de manera que les prestemos atención a todos ellos. El que se
aprendan de manera diferente ‑como ahora tanto se insiste‑ no puede
conducir a atomizarlos, ni en la selección, ni en la planificación ni en la
enseñanza porque de este modo lo que haremos será destruir el sentido que, en
conjunto, tienen. Ser conscientes de que el conocimiento incluye aspectos y
dimensiones diferentes y complementarias (de naturaleza conceptual,
metodológica y valorativa), debe llevar a una comprensión más adecuada del
conocimiento y a una perspectiva diferente y más integradora respecto a cómo
podemos enseñarlo. Debe llevar a una diversificación de estrategias de
enseñanza, pero siempre desde un enfoque unificador, integrador, que es el
único desde el que el conocimiento adquiere sentido y es relevante para
entender el mundo, para resolver problemas y para crear inquietudes.
¿Pero es eso todo? ¿Lo
valorativo está en esa dimensión actitudinal del
contenido? Desde mi punto de vista no. Sin duda ahí puede resultar más
evidente, pero hay algo previo y de más envergadura. Todos y cada uno de los
contenidos que enseñamos en la escuela, y en cualesquiera de su dimensiones,
está presidido por valores y cargado de ellos. ¿Qué visión de las ciencias naturales,
de las ciencias sociales, de la tecnología, de la matemática, del lenguaje
estamos ofreciendo a los estudiantes? ¿Qué fenómenos naturales, sociales, históricos...
elegimos para ejemplificar conceptos como materia, energía, causalidad,
democracia, etc.? Sin duda una buena parte de esa dimensión valorativa estará
en la forma en que presentamos ese conocimiento a los estudiantes, en las
estrategias metodológicas y de aprendizaje. Pero en absoluto podemos pensar
que sólo está ahí. Basta echar un vistazo a los materiales que utilizamos, a
los libros de texto como el más extendido, para comprobar hasta qué punto hay
explícitos valores específicos así como que existen otros que permanecen
ocultos. No es indiferente y neutro sumar soldados, canicas o muñecas como no
lo es, para analizar el racismo, utilizar ejemplos de los negros o hispanos en
Estados Unidos o hacerlo con los marroquíes, polacos, o gitanos en nuestras
ciudades y pueblos.
Los valores están en los
propios contenidos que seleccionamos, tanto en los conceptos como en los procedimentos y las actitudes; tanto en las áreas
transversales como en las “horizontales”; en el modo en que organizamos su
separación o interconexión; en los materiales a través de los que se
presentan; en las actividades que proponemos; en el modo en que evaluamos las
adquisiciones de los estudiantes... Los contenidos son portadores de valores,
de la dimensión moral e ideológica de la enseñanza, al mismo tiempo que son
valores específicos los que guían la selección, organización y enseñanza de los
mismos.
A través del
conocimiento, de los contenidos que en las escuelas se enseñan ‑y de las
formas de hacerlo-“abrimos” a los estudiantes las ventanas de la realidad, del
presente, del pasado y del futuro. Ya pasó el tiempo en que éstas eran casi
las únicas existentes; ahora, las fuentes de información y experiencia son
variadas y potentes. Pero eso no hace que el conocimiento y la forma de
trabajarlo en la escuela sean menos importantes. Ha cambiado su “contenido” y
su sentido. Ya no es la misión de la escuela el transmitir o dar acceso a
información, sino hacer que los estudiantes la transformen en conocimiento
(Hernández 1993), que participen en la reelaboración de la cultura, de forma
activa y crítica (Pérez Gómez 1993).
Al contrario de lo que ha
venido siendo habitual ‑y aún lo es para buena parte del profesorado,
sobre todo de secundaria‑ el conocimiento no debiera considerarse como
“algo a aprender” sino más bien como “materia prima para el pensamiento”. Así
lo planteaba ya hace varias décadas L. Stenhouse. El
conocimiento no es, diría, información, ni normas sociales, ni habilidades
específicas, aunque también las incluya. El conocimiento son estructuras o
sistemas de pensamiento sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Acceder a él
significa acceder a la comprensión, permitiendo a los estudiantes entender su
mundo y poder actuar en él; significa emanciparlos de manera que el conocimiento
los capacite para emitir sus propios juicios en lugar de depender de los de
otros.
Y es a los docentes a
quienes nos corresponde ‑aunque no con exclusividad‑ establecer
los propósitos de la enseñanza, así como la selección de un contenido y unas
estrategias que apoyen, estimulen y provoquen la comprensión de los
estudiantes, de tal forma que las experiencias de aprendizaje sean relevantes
para ellos: “A la afirmación de que el trabajo del docente tiene que ver con
la transmisión de conocimiento, en función de su propio valor, he opuesto la
idea de que el profesor debería utilizar su conocimiento y su experiencia como
base que sirva para alimentar la discusión de sus estudiantes. El currículum
debe generar una cultura que es la base de las vidas y los pensamientos de los
estudiantes. No es suficiente para ellos adquirir conocimiento. La relevancia
de ese conocimiento debe demostrarse en relación a la experiencia que proporciona,
no simplemente en términos de relevancia lógica” (Stenhouse
1967: 153).
Un conocimiento, por
tanto, que nos sirva para “pensar a ras de piel”, esto es, que satisfaga las
necesidades de conocer, de entender, de dar sentido al mundo y a sí mismos de
los estudiantes. En absoluto se trata de trivializar o simplificar la enseñanza
ni el conocimiento, ni de temer que vayamos a caer en la mediocridad. Antes al
contrario, se trata de una exigencia enormemente enormemente compleja pero
llena de sentido: que la enseñanza y el conocimiento nos “afecte”, que nos
llegue, que nos resuelva dificultades, que nos cree inquietudes, que conecte
con nuestros problemas y nos cree otros nuevos... En definitiva, que sea
relevante (Pérez Gómez 1991), que movilice nuestras capacidades intelectuales
y afectivas. Ni esta es una demanda absurda ni tampoco es imposible de cumplir,
porque el origen del conocimiento ‑el social, el natural, el
matemático...‑ estuvo en
satisfacer las necesidades de comprensi6n y explicación de los seres
humanos y ése ha sido y continúa siendo el motor de su desarrollo. Así que no
hay demanda más obvia y “natural” que pedir que, aquél que traemos a la
escuela, cumpla esa misma función.
Ahora bien, esto obliga a
reconsiderar muchas cosas. Como estamos hablando de una escuela universal y
obligatoria, hay que diversificar las fuentes de conocimiento, lo que significa
que las disciplinas académicas no pueden ser la única posible. Lo que no quiere
decir que haya que prescindir de ellas; hacerlo sería una aberración, en tanto
que representan un patrimonio del que ni debemos ni podemos permitirnos el lujo
de prescindir. Pero sí hay que re‑situarlo, tanto para ampliar la gama
de conocimiento cultural relevante como para plantearnos otras preguntas.
Quizá la cuestión no es ¿qué conocimiento científico y técnico podemos
enseñar, qué deben aprender los estudiantes de la historia, las matemáticas,
la física ... ?, sino más bien, ¿qué conocimientos son necesarios, y de dónde
los “extraemos”, si lo que queremos es contribuir a que los estudiantes se
conviertan en ciudadanos autónomos, responsables, críticos, solidarios ... ?
Por otra parte, resulta
imprescindible ‑desde los requerimientos antes planteados‑
seleccionar aquellos conocimientos, procedan de las disciplinas científicas o
de cualquier otro ámbito, con mayor potencialidad explicativa y creativa, esto
es, capaces no sólo de permitir entender el mundo sino también de problematizarlo tal y como lo conocemos. E igualmente,
habrán de introducirse modificaciones en la forma de organizar ese
conocimiento. Si queremos que sea relevante, que a los estudiantes les importe,
les “afecte”, sabemos que la organización disciplinar no es adecuada. Por el
contrario, hay que articularlo en torno a problemas, a temáticas que tengan
sentido para los estudiantes, que les permita conectar y re‑estructurar
lo que ellos ya saben con lo que les ofrecemos; que tengan alicientes para
hacer el esfuerzo de investigar, de analizar, de interrogar(se)... La
globalización, la interdisciplinariedad, las propuestas integradas
(Torres 1994) no son un invento de ayer por la mañana; hace ya muchas décadas
que se viene trabajando de esta forma y su virtualidad educativa es
suficientemente clara.
Por último, aunque no
menos importante, sólo apuntar que todos estos cambios llevan aparejadas
transformaciones importantes en el papel que los docentes y los estudiantes
han de tener respecto al conocimiento. Los docentes no podemos ser “guardianes”
y poseedores del conocimiento y de la verdad, lo que nos lleva a convertir a
los estudiantes en “clientes” a los que, a cambio de su sumisión y buen
comportamiento, les permitimos acceder al “santuario” de los elegidos. Por más
que la tradición y la socialización disciplinar especializada de los docentes
sean poderosos frenos a una transformación que nos sitúe en un papel en el
que, la autoridad del saber nos permita guiar, estimular y provocar la
apropiación de todos los estudiantes de un saber que es y debe ser compartido y
recreado. Ni en la escuela, ni fuera de ella, somos todos iguales... pero eso
no debe ser un freno para compartir, sino justamente la oportunidad para
hacerlo desde distintas y complementarias posiciones.
Viejos retos, nuevas soluciones...
¿Qué respuestas tenemos
los docentes? ¿Cómo decidimos dónde está lo importante? ¿De qué prescindimos?
¿Qué aspectos de la realidad vamos a enfatizar? ¿Cuáles van a quedar en la
penumbra o el olvido? ¿Qué selección hacemos si queremos que nuestros
estudiantes accedan a una cultura no discriminatoria? ¿A quién representa el
conocimiento que enseñamos? ¿Quiénes quedan fuera? ¿Qué valores queremos
promover? ¿Cómo fomentamos el respeto a la diversidad y pluralidad ‑cultural
y social‑ sin caer en la intolerancia? ¿Cómo promocionamos el respeto a
las diferencias al tiempo que se denuncia la desigualdad? ¿De qué modo
organizamos los contenidos: los vamos a separar en función de su procedencia
disciplinar o los vamos a integrar en torno a problemas potencialmente
relevantes para los estudiantes? ¿Vamos a constituirnos en “guardianes” de la
verdad y a presentar el conocimiento como estable, seguro, accesible sólo a
algunos elegidos o por el contrario lo presentaremos como provisional y
debatible, construido socialmente, asequible a todos los estudiantes que pueden
y deben participar en su re‑construcción? ...
A todas estas preguntas,
y otras muchas, damos respuesta a diario. Otra cosa es que, por distintas razones,
se haya convertido en más habitual de lo deseable hacerlo con poca consciencia y que busquemos a otros ‑libros de texto
preferentemente para que nos ayuden (¿o nos sustituyan?) en esa tarea. El
conocimiento que manejamos en la escuela es un producto específico de ésta,
diferente cualitativamente a aquél otro del que procede ‑ya esté en las
disciplinas científicas, en la realidad social o en cualquier otro lugar‑,
porque tanto sus características, como su sentido y su función son completamente
diferentes. Sin duda el proceso de transformación de ese conocimiento es
complejo y no somos los únicos ‑y en muchos casos con un papel que quiere
hacerse desaparecer‑ que participamos en esa tarea (Blanco 1995).
El reto de asumir el
espacio de decisión de que disponemos y dar respuesta, con consciencia
y responsabilidad colectiva, es ya viejo. Como vieja es la tradición de tantos
maestros y maestras que ‑en cualquier nivel educativo‑ no se
conformaron con que les dijeran qué tenían que enseñar y buscaron respuestas
provisionales e innovadoras a tantas preguntas alrededor de qué, cómo, porqué
y para qué enseñar (Martínez Bonafé 1994). Las
soluciones de hoy ‑como las de ayer‑ han de pasar por la
innovación, la experimentación, la propuesta de alternativas que habrá que
llevar a la práctica, analizar, remodelar... en una búsqueda permanente. Y
probablemente, siempre insatisfactoria y mejorable porque hay que pronunciarse,
tomar posición, ante múltiples dilemas. ¿Cómo equilibrar el valor científico y
el valor educativo del conocimiento; la presencia de la cultura social frente a
la experiencial; los conocimientos cercanos y los
abstractos y alejados; lo universal y lo relativo; lo común y lo diverso; lo
estable y lo provisional; la contextualización y la
generalización; la extensión y la profundidad; la calidad y la cantidad; ...?
No hay autonomía
profesional, ni creo que podamos hablar de los docentes como intelectuales, o
lo que es lo mismo, de maestros en el sentido genuino del término, mientras no
nos planteemos estas preguntas y busquemos una respuesta para ellas, mientras
no poseamos capacidad de decidir sobre estas cuestiones y la ejerzamos. Eso
significa asumir el compromiso moral y político de la enseñanza. Desde luego no
creo que se trate de algo sencillo. Sin duda es problemático y arriesgado, pero
eso es lo que hace que nuestra profesión sea tan difícil, tan poco rutinaria y
tan apasionante.
ANGULO, F. (1993) “Lo
evaluación del proyecto curricular de centro o cómo ampliar la autonomía
Profesional en tiempos de burocracia flexible”. Kikiriki
30:41‑48.
BLANCO, N. (1994) “Los
contenidos del currículum”. En Angulo, F. y Blanco, N. (Coords.)
Teoría y desarrollo del currículum. Málaga: Aljibe, 232‑259.
BLANCO, N. (1995) “El
sentido del conocimiento escolar (Notas para una agenda de trabajo)”. En VV.AA. Volver a pensar la educación. Madrid: Morata, 188‑202.
GIMENO, J. (1994) “Los
contenidos escolares. Dilemas y opciones”. Cuadernos de Pedagogía 225:8‑14.
HERNÁNDEZ, F. (1993) “La
globalización como cambio de mirada”. Kikiriki
29: 20‑25.
MARTÍNEZ BONAFE, J.
(1994) “Los olvidados. Memoria de una pedagogía divergente”. Cuadernos
de Pedagogía 230: 58‑65.
PÉREZ GÓMEZ, A. (1991) “Cultura escolar y aprendizaje relevante”. Educación y Sociedad 8: 59‑72.
PÉREZ GÓMEZ, A, (1993) “La
cultura en la escuela. Retos y exigencias contemporáneos”. Kikiriki 29: 5‑12.
STENHOUSE, L. (1967) Culture and education.
London: Thomas Nelson.
TORRES, X. (1994) Globalización
e interdisciplinariedad: el currículum integrado. Madrid: Morata.