M.ª Jesús Ruiz
Acostumbrados como
estamos a la letra escrita, resulta cundo menos sorprendente descubrir la
existencia de unos textos literarios que han sobrevivido al paso del tiempo con
el solo soporte de la memoria y la voz: los romances tradicionales.
Cuándo y cómo nació el
romancero hispánico sigue siendo casi un misterio para los sesudos críticos
que, teorizando sobre sus orígenes, continúan sin explicarse la misteriosa pero
evidente pervivencia de este género. Sólo sabemos que allá a principios del
siglo XV un estudiante mallorquín, Jaume de Olesa, copió en su cuaderno de
notas una versión de "Lo domo y el postor", primer testimonio de la
existencia del romancero, y primera muestra conocida de un romance que aún hoy
se mantiene vivo, como viene a confirmar esta versión recogida hace pocos años
en Jaén:
Pastor que estas en el
campo
durmiendo entre la
retama,
si te casaras conmigo
durmieras en buena cama.
Yo contigo no he tratado
responde el villano vil‑,
tengo el ganado en la
sierra
y allí me tengo que ir.
Pastor que estas en el
campo
durmiendo entre los
peñones,
si te casas conmigo
durmirás entre colchones.
Yo contigo no he tratado
responde el villano vil‑,
tengo el ganado en la
sierra
y allí me tengo que ir.
Pastor, cásate conmigo,
que mi madre es panadera,
y no tendrás más oficio
que echar leña a la
cadera.
Yo contigo no he tratado
responde el villano vil‑,
tengo el ganado en la
sierra
y allí me tengo que ir.
Tras un esplendor
editorial en los Siglos de Oro, el romancero cayó en el olvido para las clases
cultas durante el período ilustrado de XVIII, cuyo pretendido racionalismo y
exquisitez arrinconaron el género como poesía ínfima, propia de gentes
iletradas. El pueblo, sin embargo, al margen de la cultura oficial, siguió
transmitiendo sus romances de generación en generación, usándolo para hacer
más llevaderas las horas de trabajo, para ocupar las de ocio y, en
definitiva, para ordenar su sistema social desde este sistema poético. La
fuerza con que el romancero venció el desprecio de los intelectuales
dieciochescos pudo permitir a los románticos decimonónicos redescubrir el
género, comprobar que todavía en su tiempo seguían cantándose las viejas
baladas medievales.
Este redescubrimiento de
la tradición romancística tiene una fecha ‑1825‑ y un lugar ‑la
Cárcel de Señores de Sevilla‑. Aquí vino a parar el bibliógrafo
Bartolomé José Gallardo, víctima del absolutismo fernandino, y aquí compartió
celda con dos gitanos de Marchena, Curro el Moreno y Pepe Sánchez. Ellos le
cantaron a Gallardo los primeros romances conocidos de la tradición moderna,
"Lo Condesito y Gerineldo", evocadores del amor ilícito entre la hija
de Carlomagno y su paje:
Gerineldo, gerineldo,
mi caballero pulido,
¡quién estuviera esta
noche
una horita a tu
albedrío!.
Como soy vuestro criado,
señora, os burláis
conmigo.
No me burlo, Gerineldo,
que de veras te lo digo;
a las diez se acuesta el
rey,
a las once está dormido,
a eso de las once y media
puede rondar mi castillo
con zapatos de seda
para que no seas
sentido...
Gallardo, asombrado por
la pervivencia de baladas tan venerables, las copió en un cuaderno, convencido
de que lo que oía era el último eco de un género ya extinguido. Así siguieron
creyéndolo los intelectuales que durante el XIX se toparon con la tradición
oral, todavía ignorantes de la verdadera fortaleza del romancero. Fue el
matrimonio Menéndez Pidal, ya a principios de este siglo, quien impulsó
definitivamente la exploración y el estudio del género. Otra anécdota de sesgo
romántico abre esta etapa. En 1900, Ramón Menéndez Pida¡ y su compañera María
Goyri realizan su viaje de novios por la ruta de los topónimos del Cid. En El
Burgo de Osma, María Goyri oye cantar a una lavandera el romance de "La
muerte del príncipe don Juan", que rememora la muerte temprana del joven
hijo de los Reyes Católicos:
¿Qué se cuenta, qué se
cuenta,
qué se cuenta por España?
Que el hijo del rey, don
Juan,
está malito en la cama.
Lo vienen a visitar
los doctores de Granada:
unos le curan con vino,
otros le curan con agua,
y otros, por no darle
pena,
dicen que su mal no es
nada...
A partir de este momento,
comienza la exploración exhaustiva y el estudio sistemático de¡ romancero. Don
Ramón y doña María encabezan
el entusiasmo renacido
por el género y muy pronto demuestran que éste pervive con enorme riqueza en
todos y cada uno de los rincones del mundo donde haya un hispano‑hablante
(la España peninsular e insular, Portugal, Latinoamérica y los enclaves sefarditas
repartidos por los distintos continentes). De este modo, el romancero se
perfila como el corpus poético más ingente y representativo de la literatura
hispánica y aún más, como el sistema poético más profundamente vinculante de
comunidades aisladas.
Actualmente, contamos con
cientos de miles de textos que perpetúan ese milagro de la pervivencia. Sin
embargo, parece que ahora sí estamos asistiendo a la agonía del género. Los
nuevos modos de vida, estandarizados al máximo, la fuerza de los medios
audiovisuales y la decadencia de las relaciones comunitarias son los mayores
enemigos de la poesía de transmisión oral. Aún así, todavía es posible explorar
con éxito en la memoria de los transmisores y encontrar allí el viejo romance
que aprendieron en los juegos de la infancia o en las reuniones vecinales de
los anocheceres veraniegos.
En Andalucía, han sido
las mujeres las que con mayor mimo han mantenido la tradición romancística. El
romance, refugiado desde hace tiempo en los límites del hogar, ha servido aquí
como canción de cuna, como acompañamiento a las labores caseras o como simples
distracciones de la soledad. Tiene, por esto un fuerte carácter matriarcal. Las
transmisoras andaluzas han olvidado los viejos temas épicos o históricos, probablemente
porque las hazañas caballerescas quedan muy lejos de su propia realidad. Aquí
se mantiene un romancero novelesco, recreador de conflictos amorosos o
familiares (fidelidad, incesto, adulterio...) y, en cualquier caso,
proyección de las grandes constantes psicológicas de la humanidad. Una buena
muestra es este texto de "La Serrana de la Vera", recogido hace pocos
años en Tarifa. El romance, documentado en el siglo XVII, recrea el mito de la
mujer salvaje, representación de la inquietante y aterradora fuerza femenina,
símbolo de los poderes demoníacos atribuidos ancestralmente a la mujer. Apreciemos
sin más cómo la voz y la memoria han sabido expresar con inusitada fuerza
poética el significado profundo del mito:
Allá en Barranca la Olla,
orillita de Pacencia,
se pasea una serrana,
alta, rubia, muy morena,
con su escopeta al
hombro,
guardando la suya cueva.
Vio de venir a un galán,
alto, rubio, como ella,
lo ha agerrada de la
mano,
lo lleva a la suya cueva.
¿Para qué son tantas cruces,
tantos montones de
tierra?
Nueve hombres he matado
dentro de la mía cueva,
contigo ha de ser lo
mismo
si tu amor no me
contempla.
Aviaron de cenar
tres perdices y un conejo
y otras cosillas más
buenas.
Cuando la pilló dormida
el galán cogió la puerta.
En el pueblo más cercano
ha dado parte de ella.
Cuatro miembros de
justicia
vienen a reconocerla,
el galán iba delante,
abriendo campo y verea.
La vio subida en un pino
peinándose las melenas,
se echó el trabuco a la
cara
y un trabucazo le pega.
De la cintura pa arriba
de persona humana era,
de la cintura p'abajo
era estatura de yegua.