LA ESCUELA COMO
COMUNIDAD CRÍTICA AL SERVICIO DE LOS VALORES DE UNA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA
Departamento Didáctica de Organización y Didáctica
de la universidad de Murcia
Desde la realidad de los centros
escolares y con la mirada puesta en una sociedad auténticamente democrática,
los docentes comprometidos con la realidad social, buscarán las estrategias
más adecuadas a su propio contexto, para llevar a cabo los valores democráticos
en nuestras prácticas sociales y educativas, perfilando una praxis escolar
crítica. Finalmente va concretando su propuesta mediante la función de
resistencia y de crítica, la contestación y la lucha cultural, la creación de
nuevos significados y la promoción de pautas de relación social contrahegemónicas.
A medida que nos alejamos en el tiempo de aquellos
años, no tan lejanos por cierto, en que pensábamos que la democracia había de
ser restaurada y conquistada por y en nuestro país en todas las esferas
sociales, también educativas, las militancias, los compromisos y los discursos
abiertamente ideológicos y de izquierda, parecen haber ido cediendo terreno en
muchos ámbitos de la vida nacional a la fuerza de la racionalidad cientifica, económica y gerencial, al pragmatismo que
persigue rentabilidades inmediatas, y también a notables grados de
escepticismo y desencanto con respecto a la persecución y profundización en la
conquista de valores realmente democráticos. Acontecimientos de muy diverso
signo en la esfera internacional, y determinadas manera de interpretarlos y
sacar conclusiones de los mismos, han generado, sin duda, una cultura cargada
de matices nihilistas preocupantes, y, lo que es peor, especialmente inhibitoria
de nuestra capacidad de seguir pensando e imaginando alternativas de cambio y
transformación social, cultural, educativa ....
En educación de modo particular, los aires frescos
impulsados hace dos décadas por los primeros movimientos de renovación
pedagógica, y su progresiva vitalización hasta bien
entrada la democracia política, han terminado amainando, cuando no reducidos y “controlados”.
Su aparente institucionalización y apropiación por el discurso administrativo
de reformas, la asimilación de profesores y profesoras innovadoras por los dispositivos
y lenguajes del reformismo “oficial”, la desmovilización de las bases primero,
y la sucesiva frustración de muchas expectativas generadas en los ochenta,
han contribuido, por citar sólo algunos indicios, a conformar un panorama
pedagógico y educativo que, en el contexto social, económico y político más
amplio, resulta particularmente “enrarecido”.
El discurso pedagógico más oficial ha terminado
apropiándose de muchos de los lemas de la renovación pedagógica, y se ha
ocupado de revestir la política de reforma de nuevas apelaciones como la
participación, autonomía, el trabajo en equipo, el reconocimiento del
protagonismo de profesores y centros. En el desarrollo de la reforma, la
descentralización, la corresponsabilidad. El nuevo contexto político
democrático exigía la declaración de este tipo de principios y valores, y
nuevos desarrollos en la teoría pedagógica, tanto en relación con el curriculum y los profesores como con los centros,
reclamaban nuevas formas de diseñar y promulgar reformas desde la
administración. Ésta, al menos en la declaracion de
sus metas y políticas de cambio, no ha hecho oídos sordos a ese tipo de razones
en las que confluyen tanto lo político y social como lo más estrictamente
pedagógico.
Pero apenas se ha puesto a funcionar en la práctica
la reforma, cargada de sus buenas declaraciones y legitimidades, su discurso
ha ido sufriendo un progresivo deterioro. La realidad de las decisiones
políticas y de las prácticas cotidianas se ha ido encargando de negar las mejores
intenciones, y el imperio de la retórica parece haberse convertido en dueño de
la situación. Los afanes de unos por difundir, convencer, ordenar y gestionar
los cambios, que se presentan avalados por un diagnóstico certero de la
realidad nacional y educativa, han tenido efectos más que dudosos en la
apropiación social, en los compromisos, en los significados y en la prácticas con que centros y profesores estamos “implantando”
la LOGSE. Los fervientes discursos de unos procurando justificar, defender y
lograr afiliación respecto a una reforma necesaria y “razonable”, se han visto
contestados por los discursos de otros, que denuncian, con razón también, la
pervivencia de modos de pensar y gestionar la renovación pedagógica tal como se
está haciendo. Y, por supuesto, más allá de los discursos “oficiales” de uno u
otro signo, o mejor dicho, coexistiendo a su manera con los mismos, ahí está la
realidad de nuestros centros, prendida de su propia lógica histórica y contextual,
y el difícil ejercicio de la profesión docente que trata de sobrevivir,
contestar y resistir de múltiples formas, o encontrar sentidos a la educación
en tiempos ciertamente complejos y problemáticos.
En este artículo pretendo abordar una cuestión que
me parece importante, pues tiene que ver con el reto de conectar nuestras
realidades educativas con los desafíos de una sociedad que se proclama
democrática y es consciente, al tiempo, de que es preciso inventar, crear,
seguir luchando y profundizar en el desarrollo de una democracia realmente progresista.
En lo que atañe a la educación, ese reto pasa por muchos frentes. Los valores
de la democracia deben servir para pensar, legitimar y diseñar el curriculum, esto es, la selección, organización,
tratamiento y distribución del conocimiento que ofrecen y promueven las
escuelas y la educación (Conrbleth, 1990). Al mismo tiempo, creo que esos mismos valores deben
servir también para reflexionar, imaginar y pelear por un nuevo tipo de
escuelas como organizaciones educativas que tienen encomendada, y de hecho
realizan, una función mediadora más importante de lo que suponemos en la
conformación del tipo de educacion que ofrecen a los
ciudadanos y la sociedad.
La idea de la renovación pedagógica en nuestro país
sigue preferentemente vinculada en la mentalidad de muchos profesores al aula
y al trabajo cotidiano entre profesores y alumnos. Creo, para evitar cualquier
posible malentendido, que dicha idea e imagen es incuestionable. Me parece que
no puede hablarse de alguna modalidad de innovación educativa que no pase,
incida y exista en los procesos de enseñanza y aprendizaje que cada profesor
trata de lograr, y logra de uno u otro modo, con sus alumnos. Pero siendo
cierto que el foco de la innovación y mejora, o de la no innovación y no
mejora, reside en el aula, por localizarlo físicamente de alguna manera,
también parece hoy suficientemente razonable ampliar nuestras perspectivas y
derivar de ello algunas implicaciones.
Desgraciadamente, el discurso innovador en nuestro
país no suele ir vinculado al centro como organización, a la escuela como un
todo, a la comunidad educativa. La organización escolar sigue despertando
odiosas asociaciones con la burocracia, la reglamentación, las ordenanzas ministeriales,
las formalidades vacías de contenidos pedagógicos valiosos, las estructuras
frías e insensibles a las fantasías más dinámicamente renovadoras de la
educación. El centro, muchas veces, es el lugar de trabajo que hay que soportar
e incluso constrarrestar para hacer algo interesante
con los respectivos alumnos. El centro, frecuentemente, está repleto de luchas
profesionales, relaciones micropolíticas de poder y
confrontación, discordancias ideológicas y prácticas respecto a lo que es y
debe ser la educación, conflictos. Y al ser como son los centros escolares, al
funcionar como lo hacen, no solo contribuyen a educar
en unos valores y de una determinada manera, sino que, a la postre, hacen el
juego a unos intereses sociales, culturales y políticos determinados.
Me gustaría insistir aquí en una idea que,
justamente como expresión de los ideales de la democracia y también para su
desarrollo, postula que repensemos los centros de otra manera; que lo hagamos
de forma tal que los mismos, como organizaciones socialmente instituidas para
la educación, se hagan cargo de la reconstrucción social, cooperativa,
reflexiva y crítica de lo que hacen y las funciones educativas y sociales que
cumplen y debieran cumplir en el seno de una sociedad democrática.
Para ello, en primer lugar presentaré algunas
reflexiones en torno a una concepción de los centros escolares como espacios
de resistencia y reconstrucción crítica de la educación, seguidamente sugeriré
algunos contenios y cuestiones en torno a los que
ejercer tal resistencia, y, para finalizar, apuntaré algunas ideas sobre los
centros como comunidades críticas.
1. Las escuelas como
espacios de resistencia y reconstrucción crítica de la educación.
Postular que las escuelas sean pensadas como
espacios socioeducativos de resistencia y reconstrucción de la educación
significa apostar, de un lado, por una opción ideológica y política que
comporte mayores cotas de poder efectivo y desarrollo de las competencias y
capacidades correspondientes para ejercer decisiones relativamente autónomas
sobre los asuntos educativos que tienen entremanos,
y, de otro, legitimar, hacer explícitos y someter a deliberación social los
criterios de valor desde los que deben ejercer dicho poder.
Entiendo, al mismo tiempo, que esta concepción de
las escuelas, lejos de suponer una visión idealizada y romántica sobre las
mismas, ha de ser entendida como la concrección de
una concepción progresista de la democracia en la esfera particular de los
centros educativos, donde, al mismo tiempo, deben tener lugar valores,
relaciones y prácticas que contribuyan a la formación de los ciudadanos para
la profundización en la contrucción democrática de la
sociedad más amplia.
Puede ser oportuno, para acotar de alguna manera el
significado y los valores atribuidos a términos tan polisémicos
y heterogéneos como pueda ser el de democracia, autonomía de las escuelas en el
ejercicio de su poder, resistencia y reconstrucción de la educación a la luz de
determinadas opciones de valor, precisar algunas consideraciones al respecto.
Giroux (I 991), en uno de sus trabajos más recientes,
donde trata de elaborar un discurso sobre el tratamiento de las diferencias
por la escuela desde una opción por la democracia crítica, toma prestadas de Aronowitz las siguientes acotaciones:
“una concepción progresista de la democracia vinculada al
proceso de socialización ‑
viene a decir‑ ha de ser entendida hoy como una forma de autogobiemo construido y realizado en todas las esferas
sociales importantes: económica, social, cultural...
La democracia equivale, desde esta perspectiva, a plantear aquellas cuestiones
que tienen que ver con procesos de transferencia del poder desde las élites y
autoridades ejecutivas, que controlan los aparatos económicos y culturales, a
aquellos “productores” que operan con el poder a nivel local.. Significa ‑sigue
diciendo‑ hacer concreta la democracia a través de la organización y
el ejercicio del poder horizontal, donde el conocimiento debe ser ampliamente
compartido a través de la educación y la existencia de flujos libres de
información, de modo que las decisiones científcas y
tecnológicas no sean tomadas exclusivamente por los sujetos que poseen el
capital o las credenciales políticas. Por contra, la base de una actividad
productiva tiene que ser radicalmente dispersa, no sólo para facilitar el
control, sino también para proveer las condiciones necesarias que requiere una
sociedad gestionada desde la base y las relaciones ecológicas que mejoren la
calidad de vida”. (Aronowitz,
citado en Giroux, 1991 ,pág. 518).
En síntesis, el autobogierno
y control de las decisiones a tomar desde la base de las diferentes esferas
sociales, económicas, culturales y educativas, y la apelación a sus concrecciones en formas de organización y ejercicio del
poder, basadas en el conocimiento e información compartida, así como en las provisión de las condiciones necesarias para ejercerlo,
son las notas críticas con las que se precisa, desde esta postura, el significado
e implicaciones de una concepción crítica y progresista de la democratización
social.
Es en este sentido, por tanto, en el que nos parece
legítimo pensar en la educación y las escuelas como un dominio particular‑
en el que puede y debe adquirir concrecciones y materialización
histórica la idea de la democracia. Y es aquí, por tanto, donde, al menos como
hipótesis inicial de trabajo, procede postular la validez de la proposición
con la que encabezaba este punto.
Pensar, entonces, en una concepción de las escuelas
como esferas sociales donde lo cultural y la educación pueda
ser abordado y resuelto de forma democrática, y por lo tanto a la luz de los
principios anteriores, no resulta sino una manera de profundizar en algunas de
las opciones ideológicas, de poder, y políticas, a través de las que puede
desarrollarse un discurso pedagógico sobre las virtuales contribuciones
de las escuelas al desarrollo de una sociedad democrática, y, simultáneamente,
ciertas prácticas organizativas y pedagógicas que, en el seno de los
mismos centros escolares, vayan buscando su realización histórica, concreta y
contextual.
Esta
posición, sin embargo, puede no ir más allá de una mera declaración retórica
de intenciones a menos que realicemos los esfuerzos teóricos necesarios para
desvelar los valores más profundos que subyacen al planteamiento, y los
pongamos en relación, a su vez, con las condiciones estructurales,
organizativas y personales en las que los educadores desarrollamos tanto
nuestro pensamiento como nuestras prácticas sociales y educativas.
En realidad, la construcción teórica de las
escuelas como espacios socieducativos para la
profundización en una democracia como la referida, así como una praxis
educativa congruente con esta idea, requiere un esfuerzo conceptual nada
fácil, y comporta una determinada opción ideológica. Hemos de elaborar para
ello una plataforma que intente superar dialécticamente dos posiciones que
llevan por derroteros diferentes y que merecen ser debidamente consideradas.
En efecto, esta opción de teoría y práctica en
relación con las escuelas como organizaciones educativas exige
superar, por una parte, el pensamiento burocrático y tecnocrático
que tanto tiempo ha dominado las concepciones sobre la organización,
administración y gestión de las escuelas; por otra,
es necesario dar cabida a un discurso sobre la escuela y la educación del “todavía
no” (Giroux, 1991 b), o como dijo el mismo autor en
otra ocasión, un discurso de la “posibilidad o resistencia”, para ir más allá
del fatalismo sociológico que parecía derivarse de las denominadas teorías de
la reproducción económica y cultural. (Appel, 1987; Giroux, 1983).
Si se pretende, por lo tanto, un proyecto de
escuelas que en sus estructuras y funciones, en sus procesos, relaciones y
prácticas organizativas, así como en la reconstrucción de lo que enseñan, cómo
lo hacen y para qué (curriculum), asuman la parte que
puede corresponderle en la profundización de la democracia, es imperioso
cuestionar los modelos estructuralistas, ordenancistas y básicamente
gerenciales, que han primado tanto tiempo en el pensamiento y en la práctica de
la organización, gestión y funcionamiento de los centros educativos. Como ha
señalado con acierto Bates (I 985), el pensamiento sobre las escuelas como
organizaciones ha estado dominado por cuestiones y
valores preocupados obsesivamente por la racionalización, la regulación y el
control externos, como vías privilegiadas para dirigir y ordenar su funcionamiento
eficaz. Ese mismo discurso que, en aras de la pretendida eficacia y control
de las escuelas, ha tendido a separar los hechos de los valores, lo
administrativo de lo educativo, la teoría de la práctica, ha silenciado de modo
sistemático múltiples cuestiones ideológicas y valorativas que, al tiempo que
se reflejan en las estructuras y procesos de los centros escolares, son
sutilmente cultivados y reproducidos por los mismos.
En este sentido, Camp Yeakey (I 989) ha denunciado que la teoría organizativa
tradicional y más al uso “ha silenciado de modo sistemático cuestiones que
tienen que ver con la desigualdad social, el racismo, el sexismo, el poder, el
control, la devaluación de ciertas representacines y
conocimientos y el conflicto, presuponiendo homogeneidad y equilibrio” (pág. 23).
Desde otro frente distinto al organizativo,
representado por ciertos análisis marxistas de la educación elaborados desde
la nueva sociología del curriculum (Gordon, 1991), se ha cuestionado de raíz el pretendido
carácter neutral, libre de valores y conflictos de la educación y las escuelas.
Tanto la teoría de la reproducción económica sobre las escuelas y sus funciones
(Baudelot y Establet, Bowles y Gintis), como la
generalmente agrupada en torno a la denominada teoria
de la reproducción cultural (Young, Bernstein, Bourdieu...), se han
ocupado de mostrar cómo las escuelas funcionan al servicio de los imperativos
económicos de ¡asociedad capitalista, y cómo
perpetúan y racionalizan el sistema de clases mediante la “administración” del
capital cultural y la violencia simbólica que ejercen sobre los alumnos de las
clases más desfavorecidas al priorizar y seleccionar determinados contenidos y
conocimientos, al promover ciertas formas de expresión y de lenguaje, al primar
ciertas actitudes y modos de relación.
Diferentes contribuciones como las Bourdieu y Passeron (1970); Young, 1971; Bernstein, 1975; Lerena, 1977; Appel, 1987; Giroux, 1983), nos han
posibilitado comprender, yendo más allá de los análisis estructuralistas y
deterministas de la reproducción económica, por qué y cómo las escuelas, al
trabajar como lo hacen sobre el conocimiento que seleccionan y distribuyen a
los alumnos, terminan legitimando y reproduciendo las condiciones sociales e
ideológicas de una sociedad de clases. Su foco de análisis, centrado, como
digo, en el conocimiento escolar entendido como “capital cultural”, y en los
procesos de selección, organización, tratamiento y distribución del mismo
como “violencia simbólica”, ha permitido desvelar cúales
son los mecanismos internos al mismo funcionamiento escolar que contribuyen a
que cumpla como lo hace las funciones que realiza.
La selección y primacía otorgada a ciertos tipos de
conocimientos y experiencias, los estilos y códigos de lenguaje que promueve y
trata de normalizar, la misma organización estanca y fragmentaria del conocimiento,
así como las actitudes y valores que sutilmente procura inculcar en los
alumnos, representan los mecanismos más notables a través de los que las
escuelas promueven no sólo unos conocimientos que pertenecen prioritariamente
al capital cultural que los alumnos de clases medias y altas traen a la
educación desde sus contextos familiares, sino que, al hacerlo, configuran un
tipo de trabajo escolar que resulta ajeno, distante y discriminativo
para los que provienen de las clases más desfavorecidas y marginales.
Este tipo de discurso sociológico y crítico sobre
las escuelas ha contribuído, por un lado, a
despertar una necesaria conciencia crítica que cuestiona la pretendida neutralidad
de las mismas, o su catalogación como un terreno de juego sólo regido por las
reglas del mérito y esfuerzo personal como garantes de
la movilidad y promoción social de los individuos. Pero este mismo tipo de
análisis, de otra parte, ha terminado generando una cierta propensión hacia el
fatalismo sociológico en relación con los cometidos y las posibilidades de las
escuelas y de la educación. Es por eso por lo que, como decía más arriba, la
construcción de un discurso comprometido con la idea de recuperar y conquistar
los márgenes propios y viables que pueden existir en las escuelas para la
construcción democrática exige, sin duda, superar tanto la visión tecnocrática de las mismas como la fatalista que puede
extraerse de la constatación y denuncia sociológica de sus funciones
reproductoras.
Una cuestión que cabe plantearse, por tanto, es la
relativa a si las escuelas sólo son pensables como
organizaciones burocráticas al servicio del estado y de los intereses de las
clases sociales a quienes preferentemente sirve, y si inapelablemente están condendas a operar como fieles y fatales servidoras de la
legitimación y perpetuación de una sociedad desigual, discriminatoria e
injusta.
Estas dos preguntas no resultan nada fáciles de
responder. Hay que advertir que, además, resulta más factible, al respecto, un
discurso del “deber ser” que, en congruencia con el mismo, la concrección histórica y contextual de la praxis social,
organizativa y educativa que pueda realizar sus metas e ideales en situaciones
y contextos pedagógicos particulares.
Conviene advertir, sin embargo, que un pensamiento
crítico sobre la educación alberga, como algunos de sus propósitos más
importantes, la elaboración de nuevos lenguajes y referentes, el planteamiento
de nuevos problemas, la defensa de ciertos valores, y la construcción
discursiva de nuevos antagonismos y formas de lucha cultural, de forma tal que,
como suscribe Giroux (1991), se provoque una ruptura
epistemológica. Esta, precisa nuestro autor:
“no se preocupa tanto de la propuesto de soluciones y
procedimiento como de generar un cambio radical en el debate, con la intención
de recomponer nuevos sentidos para viejos problemas” (pág. 507).
Así pues, es preciso elaborar una cierta ruptura
epistemológica con respecto a la escuela como organización, de manera tal que
pueda ser pensada como espacio cultural e institucional de resistencia contra
la hegemonía que trata de ejercer sobre la misma la ideología burocrática y
los intereses de clase dominantes. Y también, aunque pueda resultar sospechoso
para algunos, esa ruptura a que aludo debiera albergar entre sus propósitos la
intención de dar la batalla a ciertos análisis críticos que, prendidos de sus
bien trabados argumentos sociologizantes, terminan
abocando al inmovilismo pedagógico unas veces, o a la conciencia de que, sea
cual sea la opción que se tome, terminamos haciendo, inapelablemente, el juego
al poder constituido.
Desde mi parecer, el surgimiento reciente de
concepciones alternativas a la estructural y burocrática sobre las escuelas
como organizaciones, de un lado, y ciertas versiones de la teoría de la
resistencia, de otro, constituyen algunos derroteros por los que puede irse
construyendo esa nueva plataforma epistemológica, ese nuevo discurso de la
crítica como posibilidad a que estoy aludiendo.
Las concepciones positivistas sobre la organización
escolar, amén del cuestionamiento que merecen por el tipo de valores a que
sirven e intentan promover (racionalización, dirección y control externo, jerarquización, separación entre quienes piensan, diseñan
y gestionan, y quienes hacen, ejecutan y son gestionados), resultan poco
realistas para el gobierno y el funcionamiento de las mismas instituciones
educativas. Estas, como han argumentado de modo fechaciente
diversos autores (Bolman y Deal,
1.984; Bates, 1985; González, 1989), son mucho menos racionales que lo que
algunos suponen. En realidad, su funcionamiento es más desarticulado y, más
débil, por tanto, el acoplamiento entre sus miembros y unidades
organizativas, que lo que subyace a los diversos esquemas y fórmulas para la
gestión científica de las mismas. Por contra, las escuelas son y funcionan de
acuerdo con complejos procesos contextuales, micropolíticos
y personales de construcción interna, no siempre caracterizados por notas tales
como la racionalidad, el seguimiento lineal de prescripciones o mandatos
externos y la previsibilidad.
Cada escuela tiene su propia historia y genera sus
propias dinámicas de reconstrucción interna, aún cuando todas las de un mismo
país estén regidas formalmente por las mismas estructuras, normativas y madatos oficiales. Y es más, en el proceso de su desarrollo
y construcción histórica, cada centro escolar habita en las coordenadas de las
creencias, valores, sentidos y significados que componen su cultura explícita e
implícita. Al mismo tiempo, la cultura que define y caracteriza a cada escuela
resulta ser un referente importante para lo que hace, el significado que lo
atribuye, así como para sus propias dinámicas de desarrollo y funcionamiento.
Esta concepción de las organizaciones educativas,
ampliamente elaborada desde perspectivas fenomenológicas y críticas, permite
pensar que, siendo como son construcciones social, histórica, cultural e
ideológicamente determinadas, representan esferas de actividad social, humana
y educativa, con relativos márgenes de autoconstrucción. En una dirección
parecida se encaminan algunas de las críticas formuladas desde la “teoría de la
resistencia” con respecto al determinismo y inapelabilidad
a que parecen conducir los análisis sociológicos reseñados más arriba. Desde
esta perspectiva, (ver Appel, 1.987; Giroux, 1.983; Gordon, 1.991), se
afirma que, siendo importante la determinación ideológica, social, económica y
cultural que la sociedad de clases ejerce sobre las escuelas, la dominación no
es total. Tanto en la fábrica como en la escuela, tal como han documentado
diversas investigaciones realizadas desde la etnografía crítica, los
trabajadores, los alumnos, o los mismos profesores (Smyth,
1991), construyen diversas y sutiles formas de resistencia.
Bien es cierto, como han contraargumentado
algunos (Hargreaves, 1982), que muchas de esas formas
de resistencia, como por ejemplo las ilustradas por Willis
en relación con alumnos de clases desfavorecidas en contra de la cultura
académica, terminan constituyendo una forma todavía más sutil de
automarginación. Pero también es verosímil, sin embargo, como sostienen algunos
de los que más han insistido en el potencial carácter liberador y emancipador
de las escuelas y la educación (Freire, 1975; Oakes y
Sirotinik, 1986; Sirotnik,
1988; Giroux, 1991), que el discurso y la práctica
educativa puede tratar de sacar partido de aquellas fracturas y márgenes de
construcción que han de conquistar las escuelas y los educadores en sus
correspondientes coordenadas históricas, sociales e ideológicas. Si es bien
cierto, como dato de realidad, que las determinaciones que emanan de estas
pueden hacer de las escuelas instancias de mediación y perpetuación de la ideología
y valores dominantes con respecto a sus alumnos, no debe descartarse, como
una opción de deber ser y de posibilidad, la construcción de escuelas
alternativas para la resistencia y la crítica, la contestación y la lucha
cultural, la creación de nuevos significados y la promoción de pautas de
relación social contrahegemónicos.
Las escuelas y los educadores
pueden optar por irse construyendo a sí mismos como instituciones socioeducativas
y como profesionales “resistentes” tomando conciencia, en primera
instancia, de que operan con capital cultural y simbólico que seleccionan,
organizan y distribuyen a los alumnos (Cornbleth,
1990), y que al hacerlo no sólo enseñan habilidades y conocimiento, sino que,
al mismo tiempo, crean “identidades sociales, formas de moralidad y
consiguientemente también de política” (Giroux,
1991). Dicha conciencia crítica ha de llevar, como apunta Camp
Yeakey (I 989), a situar el conocimiento que enseñan
las escuelas, las relaciones que dominan en las aulas, a las escuelas en su
conjunto “como mecanismos de preservación, distribución cultural y económica,
y a nosotros mismos que trabajamos en ellas, en los contextos estructurales y
sistémicos en los que funcionan” (pág. 24).
Simultáneamente, las escuelas y los mismos
educadores pueden cuestionarse y decidir sobre preguntas tan importantes como
a quién pertenece y puede favorecer el tipo de conocimientos, actitudes,
relaciones y experiencias que mantienen tanto en las estructuras y procesos
organizativos como en las aulas. Qué respuestas se ofrecen a los alumnos más
desfavorecidos, cómo se perpetúa o no la discriminación en razón del género,
la raza o la clase de pertenencia, y en qué medida todo ello responde a valores
de una democracia progresista que debe perseguir con decisión la promoción de
la igualdad, el respeto y el trabajo educativo desde los conocimientos, las
experiencias, realidades, posibilidades y contradicciones de los alumnos, la
formación crítica de su conciencia, el esfuerzo y la responsabilidad por la construción de una sociedad más humana y equitativa.
La escuela como organización socieducativa,
vigilante y preocupada por este tipo de cuestiones, puede y debe ejercer sobre
las mismas una opción democrática, conquistando progresivamente, como decía más
arriba, formas de autogobierno, promoviendo espacios para la toma de
decisiones participativas desde la comunicación parcialmente libre y competente
(Oakes y Sirotnik, 1986) de
los miembros de la comunidad escolar que ha de asumir la capacidad y el
compromiso de debatir, legitimar e ir realizando en sus estructuras, procesos y
resultados una cultura compartida en torno a estos valores, así como en las
creencias, formas de organización, relaciones y prácticas pedagógicas en que se
manifiestan.
De este modo, la conquista interna, que no la “donación
o delegación administrativa”, de la democratización de la escuela, el intento
de ir conformando relaciones fuertes y sostenidas de colaboración y
comunicación, y la creación compartida por parte de los profesores y la
comunidad escolar de los valores que deben fundamentar tanto sus decisiones
organizativas como pedagógicas, pueden representar excelentes plataformas para
liberar de sinsentido muchos de sus rituales y “artefactos” formalistas
(Proyectos de Centro, Planes, Memorias, coordinaciones vacías...) tantas veces
vacíos de significado y perpetuadores de la
ceremonia escolar de hacer algo distinto para dejar todo igual.
Una perspectiva de esta naturaleza, por lo tanto,
puede ser la más adecuada para cuestionar y reconstruir estructuras que
frecuentemente, siendo expresiones formales de democracia, como por ejemplo los
Consejos Escolares, terminan operando como rituales simbólicos y carentes de
los principios y procesos más dinámicos que debieran presidirlos. Estas
coordenadas, asimismo, pueden y deben representar una opción que supere los
caracteres reales de fachada, formalidad y rutina no cuestinada
que definen con frecuencia la naturaleza y las funciones de tantos Planes y
Memorias de Centro, la coordinación meramente formal y referida sólo a los
aspectos más irrelevantes de lo que las escuelas hacen y cómo lo hacen.
Una escuela, por lo tanto, que aspire a conquistar
su propio espacio de resistencia en el sentido que estoy sugiriendo; que
pretenda reconstruir desde estos principios la educación y socialización que
promueve, ha de esforzarse, atenta a su propia
historia, presente y contexto, en identificar cúales
son los dominios concretos sobre los que debe ejercer su propio autogobierno,
así como dilucidar desde dentro cómo promover, críticamente, este tipo de valores.
Si realmente
se aspira a construir un tipo de escuela que persiga y realice una educación
acorde con los valores democráticos, ella misma ha de ser por dentro
democrática, ejerciendo una forma de poder compartido y colegiado para adoptar
sus decisiones.
Entiendo, por tanto, que ninguna fuente de autoridad
externa puede prescribir, en el sentido técnico del término, cúales deben ser las esferas concretas sobre las que cada
escuela haya de definir sus espacios de resistencia, de desarrollo y de
reconstrucción a la luz de los valores que vengo refiriendo. Pienso, sin
embargo, que una teoría crítica de la escuela y la educación debe elaborar,
articular y dar forma concreta a aquellas ideas, principios y valores,
lenguajes y formas de pensamiento, sin descuidar la puesta a punto de procesos
y procedimientos, que puedan representar una referencia para que cada comunidad
escolar revise, analice, valore y decida democráticamente sobre su pasado, su
presente y su futuro.
En suma, mi argumentación fundamental es que una
pedagogía crítica, interesada y comprometida, como decía recientemente Giroux (1991c), con la creación de un nuevo lenguaje
educativo que no silencie las cuestiones éticas, políticas e ideológicas, que
cuestione los márgenes y relaciones de poder social y educativo, que rompa la
distinción entre cultura de alto y bajo estatus, y que no sólo se piense a sí
misma como productora de conocimiento, sino también como creadora de
identidades sociales, ha de llevar estos mismos presupuestos a nuestro discurso
y pensamiento sobre las escuelas como organizaciones educativa.
2. Algunos dominios sobre
los que ejercer la resistencia escolar.
Una teoría crítica de la
escuelas como organización y de la educación, como sugería más arriba, no puede
convertirse en un recurso ideológico, y menos, instrumental, para que la
administración, los expertos, asesores, formadores, o los mismos teóricos
críticos, digan a las escuelas lo que han de hacer, sobre qué cuestiones y
cómo. El mismo Giroux (1991 c) denunciaba hace poco
que uno de los mayores problemas de la izquierda ha sido que siempre ha
intentado decir qué es lo que la gente debe hacer. Más bien, seguía precisando,
es la gente la que debe sentirse implicada con su imaginación, su deseo,
historia, experiencia y posibilidad, en la transformación social y educativa
que requiere una sociedad democrática.
Esto no quiere decir a mi modo de ver, sin embargo,
que el proyecto de elaborar teoría crítica sobre una escuela resistente y contrahegemónica haya de quedar situado sólo en la esfera
de la reflexión. Los sujetos llamados y dispuestos a implicarse en el mismo
teóricos, investigadores, prácticos han de perfilar al tiempo una praxis
escolar crítica. Toda ideología, y esta se presenta como tal, necesita
orquestar debidamente tanto un discurso que opere en el plano de la representación
y de las ideas como en los niveles de la acción, de la praxis, debidamente contextualizada y desarrollada en momentos históricos
concretos.
En los últimos años, sea desde la que algunos
califican como investigación democrática, crítica y militante (Lather, 1986; Escudero, 199 I ), o
desde lo que para otros puede suponer una perspectiva del centro como lugar
colegiado de investigación crítica, desarrollo y formación, (Oakes y Sirotnik, 1986; Sirotnik, 1988; Escudero, 1990; 1991 b), se están elaborando
plataformas educativas que, al tiempo que suscriben esta concepción democrática
de la educación y las escuelas, se esfuerzan en sugerir diversas opciones
estratégicas que articulen una praxis concreta (acción informada y
reconstrucción teórica de la misma) en contextos y situaciones escolares y
educativas bien determinadas.
No pretendo
en este caso describir con detalle estas opciones educativas. Pero sí me
parece oportuno identificar, sólo a título ilustrativo, algunos dominios
particulares y presupuestos desde los que las escuelas pueden ir articulando
sus valores, procesos y temas sobre los que ejercer sus opciones críticas de
resistencia y reconstrucción de la educación. Se me ocurre que algunos de los
que siguen pueden constituir puntos importantes para hacerse una idea de lo que
quiero decir.
a)
Resistencia escolar a aquellas ideologías que dicotomizan
el pensamiento y la acción educativa en binomios como los siguientes: teoría‑práctica;
expertos‑profesores; directrices superiores‑ejecución; investigaciónacción; fines‑medio; diseño‑ejecución.
La ideología que fragmenta de este modo el
pensamiento y la acción educativa tiende, como es bien sabido, a relegar a los
centros y a los profesores hacia los segundos términos de estos binomios. Así,
unos y otros son considerados como sólo prácticos, necesitados de regulación y
dirección externa, ejecutores de planes y decisiones tomadas por otros, aplicadores de la racionalidad científica de los teóricos
y de los diseños realizados por expertos o de los mandatos prescritos por las
autoridades administrativas dotadas de credenciales y legitimidad formal. En
este sentido, sería bueno que las escuelas tomasen conciencia de cómo y por
qué resistir a aquellas reglamentaciones internas que puedan ir buscando, en
determinadas circunstancias, la instauración de rituales y artefactos simbólicos
asociados a la elaboración o adopción de proyectos externos, sean proyectos
particulares de innovación, o sea, como en estos momentos, la imperiosa necesidad
(de la administración) de que los centros escriban sus PEC, PCC, POC, y otros
similares. Si algunos cuestionan esta lógica tecnocrática
en razón de su ineficacia para lograr el funcionamiento adecuado de la
educación y las escuelas, desde la teoría crítica se cuestiona, además, porque
suponen una forma sutil de atentar contra los valores de una democracia
progresista, ya que consiguen realizar en la práctica otros bien distintos
como son el dirigimos, el poder desigual, la
dependencia, el control y la descualificación del
cuerpo social y de los profesionales de la educación.
Una escuela resistente y democrática no debe permitir esta fragmentación de su papel en la fundamentación de sus valores y decisiones educativas.
Debe revelarse contra la alienación que suponen no sólo con respecto a su poder
social y educativo, sino incluso con respecto a sus capacidades para
ejercerlo. Por contra, y si, además, la resistencia escolar quiere ser una
resistencia activa, los profesores, los centros y las comunidades educativas,
han de intentar recuperar y conquistar las fracturas existentes en la
determinación externa, que es ideológica, social, económica y administrativa
al tiempo, para construir su propio espacio alternativo de teoría, de valores
y decisiones, de investigación, fundamentacióndiseño‑desarrollo
y evaluación de sus proyectos. Es esta, como sugería más arriba, una de las
ideas troncales de esas propuestas de investigación militante y democráctica, o de desarrollo colegiado y crítico de las escuelas
a que hice mención.
b)
Resistencia a la idea de la escuela como una anarquía organizada sin dirección
y regulación institucional, como un sistema débil y fragmentariamente
articulado, como un espacio sacralizado para el cultivo del individualismo y
de la autonomía de los profesores, cuando esta equivale a rutina no
cuestionada, a comodidad de funcionario, o a hacer que perviva la máxima de “cada
maestrillo tiene su librillo”.
La
resistencia, entonces, de una escuela crítica tiene no sólo una vertiente de
cuestionamiento de las determinaciones internas, sino también de las
cristalizaciones ideológicas y concrecciones
prácticas que han hecho de las escuelas y sus habitantes verdaderos nichos en
los que reside una ideología dominante que promueve el desgobierno de lo
público, el mero cumplimiento formal de los funcionarios. En estos momentos,
cuando impera el neoliberalismo más sutil, una escuela resistente no debe ofrecer
bazas fáciles a la idea social de que lo privado es más eficaz y valioso que lo
público. De este modo, por tanto, una escuela resistente no equivale a una
escuela anárquica, individualista, ineficaz, descontrolada. Ella misma, por
imperativos éticos, morales, ideológicos, sociales y democráticos, debe
construir sus propias coordenas para la
coordinación, control social de sus procesos y prácticas, así como para
perseguir el buen funcionamiento interno y cotas cada vez más aceptables en lo
que se refiere al logro de sus objetivos sociales y educativos. Una escuela
crítica, y menos aquí y ahora, no puede equivaler a una escuela débil,
desidiosa con respecto a sus procesos de funcionamiento y a sus resultados,
inoperante e ineficaz.
c)
Resistencia, asimismo, contra tantas fuerzas, externas unas, y también
internas, otras, que tienden a conformar muchas prácticas escolares y
educativas bajo los imperativos regios de la rutina no cuestionada, de la
historia no revisada, de los derechos adquiridos por razones de antiguedad, del así se ha hecho siempre, o de fatalismos,
todavía más perniciosos que mantienen representaciones y prácticas acordes con
la idea de, en las condiciones presentes, nada puede cambiar para mejor. La
resistencia, de modo particular, debe operar contra aquellos supuestos y
prácticas que mantinen el seguimiento de fórmulas
externas (textos, programas oficiales, contenidos establecidos, lo que “doy
todos los años”) como los determinantes más poderosos de lo que se enseña, cuándo y cómo se enseña.
Una escuela
resistente no debe permitir, en su conjunto como institución y también por
cada uno de sus miembros en particular, que la tradición y rutina no
cuestionada, los programas oficiales establecidos, la industria editorial, etc.. sean las fuentes de
determinación más importantes de la selección y organización de los contenidos
y experiencias que ofrece a sus alumnos y a la comunidad.
d)
Resistencia a la inercia de la máxima según la cual, primero, que la
administración ofrezca tiempo y formación como condición imprescindible para
hacer algo; que la sociedad valore y dignifique más la
profesión para poder trabajar con compromisos serios, y que dispongamos de mayores
recursos y medios para trabajar con mayor eficacia.
Es bien cierto que una escuela necesita tiempos,
apoyos, formación, recursos, reconocimientos, y estos tienen sus
correspondientes raíces en las condiciones estructurales, sociales y culturales
externas. Pero no es menos cierto que estos argumentos se convierten, con
frecuencia, en pretextos razonables para el fatalismo estructural que permite
justificar y racionalizar la inoperancia. De este modo, a la postre, termina
haciéndose el juego al “sistema”. Cuando operamos bajo sus imperativos
unidireccionales, no solemos advertir que esa es una forma sutil de satisfacer
los intereses de quienes persiguen que, a la postre, las escuelas no sean
críticas, no se muevan, sean conformistas, y si, puede ser, no demasiado
eficaces. Resistir, pues, también en estas cuestiones, puede significar que la
escuela, los profesores y la comunidad construyan sus propios espacios para la
crítica, la reflexión y la acción, recuperen sus propios recursos humanos para
el propio perfeccionamiento en y desde la acción, racionalice los propios
recursos materiales disponibles, y, en suma, trate de construir desde donde se
está, sin esperar a que “nos sean generosamente dadas” las condiciones
estructurales, sociales y de recursos ideales. Una escuela democrática y para
la democracia se sitúa no del todo, pero sí en gran medida, en el plano de los
compromisos profesionales y éticos, en la fantasía e imaginación, en la lucha
ideológica y en las prácticas cotidianas, que los docentes y comunidades
escolares podemos y debemos conquistar peleando contra condiciones adversas,
no esperando, pasivamente, a que se tornen favorables.
e)
Un dominio especial de resistencia, para finalizar, me parece que puede ser el
cuestionamiento de la ideología más sutilmente tecnocrática
con la que se acompañan ciertas reformas que invaden a los centros escolares
con las más recientes terminológias, procedimientos
y rituales extraídos de las últimas contribuciones de la
ciencias psicológica cognitiva, didáctica u organizativa de corte gerencial. jergas que, si resultan vacías de significados como suele
ocurrir con nuevas codificaciones y clasificaciones del conocimiento
(conceptuales, de procedimiento, actitudinales), la
introducción técnica de procedimientos sobre cómo hacer programas de
intervención para el pensamiento crítico, u otras visiones que redundan en
exclusiva en cómo hacer el aprendizaje, los centros y la dirección más eficaz,
han de ser abiertamente resistidas y contestadas. De modo particular, cuando
todo ello busca lograr una imagen social y una simbología de afiliación con respecto
a cambios propuestos, que intentan transmitir la impresión de que algo va a
cambiar realmente, ya que son muy distintos los lemas y términos que se
proponen para ello.
Las imposiciones externas de nuevas definiciones
terminológicas, que resultan a veces difíciles de relacionar con su realidad,
lenguaje y experiencia por parte de los profesores, logran asentar una
sensación perniciosa de que, para cambiar, hay que hacer poco menos que un
borrón y cuenta nueva de todo su conocimiento e historia previa, de sus modos
de hacer y sus funciones.
En estas circunstancias, la resistencia debiera
ejercerse de modo decidido contra cualquier invitación sutil que lleve a pensar
el cambio de la educación más con categorías de cómo hacer según las
prescripciones externas, en lugar de con aquellas otras que son requeridas
para legitimar y fundamentar qué hacer, por qué y para qué. Así, la
resistencia a hacer por hacer lo que otros prescriben ha de constituir un
espacio propio para que la escuela crítica fundamente y legitime su
trayectoria desde una plataforma de pensamiento y acción educativa que integre,
al tiempo, qué hacer, por qué, para qué, al servicio de quién, y cómo.
3. Una escuela crítica y resistente
ha de ser una escuela que opte por la colaboración comunitaria.
En el título de este trabajo se
aludía, con toda intención, a la escuela como comunidad crítica para el desarrollo
de una sociedad democrática. En los dos puntos anteriores he procurado
desarrollar la idea de que las escuelas, conscientes y vigilantes con respecto
al tipo de funciones “antidemocráticas” que cumplen a veces en la
sociedad en que vivimos, pueden recuperar y construir su relativo espacio de
contestación, resistencia y contribución al desarrollo de una sociedad más humana,
menos discriminativa, más profundamente democrática.
He señalado, también, algunas esferas particulares en las que, de un lado, puede y debe tener lugar la resistencia, y, al mismo tiempo,
la reconstrucción alternativa y crítica de la educación y de las escuelas. He
apuntado, igualmente, que una escuela crítica, que aspire a formar a ciudadanos
democráticos, ha de contemplarse a sí misma, en sus estructuras, relaciones y
procesos de trabajo institucional, como un espacio particular de concrección de esa visión progresista de la democracia a
la que hice alusión en páginas anteriores.
En este último punto me gustaría insistir brevemente
en el significado que cabe atribuir en este contexto a la idea de la escuela
como comunidad. Esta, a mi parecer, es una cuestión crucial que hay que tener
en cuenta en cualquier proyecto de escuela como el que estamos
considerando. Una escuela que busque la realización de valores democráticos en
la educación, si pretende congruencia con los mismos hasta sus últimas
consecuencias, debe ser una escuela en la que tengan lugar relaciones,
procesos de comunicación y decisión, estructuras y funciones, inspirados y
realizadores de la solidaridad, de la cooperación y colaboración, de la
democracia en suma.
La idea de la colaboración escolar ha surgido con
fuerza en los últimos años. Ha aparecido vinculada a concepciones y postulados
que apelan a expresiones tales como: la escuela como unidad autónoma de cambio,
el desarrollo curricular basado en los centros, la potenciación de la capacidad
de los profesores para diseñar y desarrollar el curriculum,
el fortalecimiento de las relaciones de colaboración y el trabajo en equipo
entre los profesores, etc. etc...
Desgraciadamente, muchas de los
planteamiento implícitos en estos lemas han emanado de nuevas concepciones
que, parad ógicamente, siguen obedeciendo, en sus concrecciones, a esquemas gerencialistas
y burocráticos de la educación. Por mucho que en el plano de las declaraciones
retóricas sus promotores han querido acogerse a la cobertura de nuevos valores
como los de la descentralización formal, la implicacion
y participación de los centros y profesores, el curriculum
abierto, etc., el tema de la colaboración escolar puede convertirse en un arma
sutil para controlar de forma indirecta, y quizás más perversa, el quehacer de
los centros al servicio de políticas de la administración, y, también, las condiciones
y la naturaleza del trabajo de los profesores. Smyth
(1991) ha realizado un análisis lúcido y crítico al respecto.
Desde la perspectiva de una escuela crítica, sin
embargo, que, como es exigible, no sólo proclame en sus proyectos la
democracia, sino que al tiempo procure realizarla en sus dimensiones
organizativas y pedagógicas, el norte de la colaboración, de la solidaridad,
de la toma de decisiones participativa, de la comunicación libre y abierta
entre sus miembros pese a todas las barreras y limitaciones existentes, es un
reto inexcusable. Bien es cierto que debe dotarlo de sentidos, valores,
procesos y funciones que se sitúan más allá de las jergas o lemas retóricos,
que de forma inteligente pueden servir para legitimar y desarrollar políticas
educativas que lleven consigo “los mismos perros con diferentes collares”.
La
colaboración escolar en una escuela crítica y democrática bien podría servir
como la expresión concreta de un tipo de valores en los que primen, como ha
señalado Mahaffy (1989), las ideas de la
interdependencia y la comunicación, la publicidad, autoregulación,
colaboración, y autonomía sin menoscabo de la equidad. (Escudero, 1992;
Bolívar, 1993).
Puede, de este modo, ser una contestación práctica
de valores tan hegemónicos en nuestra sociedad, y en la misma escuela
reproductora, como son el individualismo, la insolidaridad, el control de la
información y la comunicación desigual, la dirección por las élites, la
dependencia, la autonomía como parapeto para la actuación libre y acrítica.
La colaboración escolar, así pensada, parece que
habría de convertirse en una perspectiva integradora, tanto en el plano del
discurso crítico como en el de la praxis escolar, que haga posible la relación
entre la teoría y la práctica, la construcción de los valores democráticos que
han de ser debatidos y compartidos en los centros, la articulación de la
dirección y el liderazgo pedagógico dentro de los mismos, la incorporación
significativa de padres y alumnos al proyecto escolar. Puede ser pensada,
asimismo, como una espacio de encuentro entre el centro escolar y otros antes
educativos (asesores, formadores, psicopedagogos...),
así como uno de confluencia y debate con movimientos y agentes sociales que
persiguen un determinado desarrollo social, político y comunitario.
Esta misma idea cuadra bastante bien, asimismo, con
una nueva redefinición de la categoría y naturaleza del intelectual que este
tipo de sociedad necesita para no bajar la guardia en la crítica necesaria y
para conformar plataformas alternativas de acción social y educativa. Me parece
oportuno, en este sentido, terminar con una frase de uno de nuestros
pensadores más reconocidos en la reflexión ética, y empeñado en recordar con
insistencia a nuestro país que no debemos olvidarnos de los criterios morales en
los diversos temas que ahora nos ocupan.
“ A la época del intelectual individual, escribe López Aranguren (1992), está
sucediendo la del intelectual colectivo, más no en la acepción dada por Gramsci a este expresión, el partido (comunista). Hoy la experiencia nos muestra cada día que el partido
establecido no cumple esa función. ¿Quién habrá de ser entonces nuestro
intelectual colectivo?. El conjunto, cada vez más numeroso, de quienes dentro
del partido, pero en discrepancia con él, y el de los que, sin pertenecer a
ningún partido, están prestos al ejercicio de la ciudadanía y la lucha por la
democracia.
La época
intermedia de los movimientos sociales alternativos ha de dar paso a esta
otra, en la cual serán dotados de un plan global, auténticamente político, de
actual. Una verdadera democracia será aquella en la que, para empezar, todos
pueden tener la palabra. Nuestra época no puede ser ya aquella en la cual el
intelectual de turno terminaba su discurso con las litúrgicas palabras: “He
dicho”. Al contrario, es entonces cuando, en el coloquio colectivo, empezará a
decirse, libre, democráticamente, cuanto haya que decir” (pag.36).
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