LA EVALUACIÓN DE CENTROS DOCENTES EN EL MARCO DE LA REFORMA EDUCATIVA. ENTRE CAMBIO Y REFORMA, EVALUACIÓN, CRÍTICA Y MEJORA.

 

Fernando Sabirón Sierra

 

“Es injusto y peligroso  y falso  medir a unos y otros con el mismo metro inexorable, como niños que, en nuestras clases, mezclan las unidades y calculan en litros la altura del árbol a evaluar” (Freinet, C.:, Parábolas para una pedagogía popular, laja, 1975, p. 152)

 

La evaluación es un proceso intrínseco al fenómeno escolar. Pero cuando  como es nuestra situación  los centros escolares están sometidos a procesos de cambio estructurales y funcionales tan frenéticos como los que todos estamos viviendo y sintiendo, padeciendo o disfrutando, conviene quizá, reducir la marcha y pararse a pensar. Nadie duda de la capacidad de reflexión y crítica que, desde criterios profesionales, tiene el profesorado para mejorar su actuación docente, lo que nos falta es tiempo, como ya señalaba con atino Lorenzo Stenhouse. Tan imbuidos estamos en resolver, día a día, los problemas que se nos presentan, que necesitamos de un pretexto para, con tranquilidad, proceder a la clarificación, análisis, reflexión y mejora, en lo posible, del funcionamiento de nuestro centro de trabajo. la evaluación de centros escolares puede ser un buen pretexto. Y esta es mi intención al proponer esta pequeña y breve aproximación al complejo tema de la evaluación.

La cooperación educativa que recuperan, defienden y aplican  fuera de todo circuito académico al uso  los editores y lectores de esta revista me facilita enormemente el trabajo. Dado que, “evaluación”, “crítica” y “mejora” han de ser, sin duda, procesos colectivos o quedan reducidos, respectivamente, a una evaluación parcial, a una crítica puntual y a una relativa mejora individual y aprovechada de las condiciones de trabajo; quiénes ya están sensibilizados hacia la cooperación, están igualmente dispuestos para iniciar procesos de evaluación de centros en el sentido que aquí se sugiere. La segunda ventaja, si bien menos relevante, no deja de tener su importancia. Ni se trata, ni se pretende en este artículo plantear una revisión epistemológica, teórica o investigadora a los procesos de evaluación de centros docentes. La finalidad es más modesta pues queda cubierta con el empeño por compartir dudas, desde las prácticas de cada uno de nosotros, para que podamos ser copartícipes en el progreso de las elaboraciones teóricas y en las posibles alternativas, incluso utópicas, a las organizaciones escolares. Aunque en ocasiones, y esta puede ser una de ellas, la intención se vea traicionada por el contenido que paso a desarrollar.

 

La evaluación de centros docentes, de la atrofia a la hipertrofia

 

Todos los profesionales de la enseñanza en sus distintos niveles, modalidades y funciones tenemos un conocimiento intuitivo de nuestros respectivos centros de trabajo, pero cada uno de nosotros caracterizaríamos la Escuela con unos rasgos predominantes sobre otros. En otras palabras, si nos preguntaran qué entendemos por Escuela, cada uno contestaríamos con un componente común y elementos diferentes, según nuestro conocimiento, nuestra experiencia escolar como alumnos, nuestra experiencia profesional, la diversidad de centros que hayamos recorrido, etc. etc. A la Organización Escolar, le ocurre algo parecido: cada teo­ría, cada línea de investigación, cada paradigma distinto entiende la Escuela dotada con rasgos y características determinantes diferentes. La cuestión a considerar, en la evaluación de centros docentes, no es tanto la dispari­dad teórico descriptiva e interpretati­va ante el fenómeno Educativo y su concreción escolar, sino la comprensión de cómo bajo cada modelo de evaluación de centros, subyace también una interpretación interesada  intencionadamente parcial  de la Escuela. O, ¿acaso el argumento es justamente el inverso?: Ante mi percepción particular, interpretación, expectati­vas y reflexión sobre la Escuela entiendo como más o menos adecuado un modelo u otro de evaluación. O  si se me per­mite una tercera opción más compro­metedora (provocadora) para el lec­tor y comprometida para mí  ¡acaso evaluamos nuestros centros escolares (por ejemplo en la trasnochada “Memoria de fin de curso” o docu­mentos burocráticos similares) sin esquemas mentales previos sobre el objeto a evaluar, sobre la utilización de los resultados y las ventajas y limi­taciones del modelo que utilizamos! ¿No subyacen intereses profesionales y personales, ideologías, concepciones curriculares, ... manifiestas y ocultas?.

Ante estas dudas, vaguedades mejor, es no sólo recomendable, sino inevitable la delimitación conceptual de al menos (a) qué se entiende por centro docente, (b) qué se entiende por evaluación y (c) qué se entiende por evaluación del centro docente. Ahora bien, estas delimitaciones no las proporciona, en un proceso de evaluación interna, el “experto” de turno y externo. Las concreciones conceptuales las elabora el grupo implicado en el proceso de evaluación del centro docente. Cabe por supues­to, recurrir a marcos epistemológi­cos, a propuestas teóricas, a publica­ciones sobre el tema, a cursos univer­sitarios, a ... todas aquellas fuentes de información que se consideren conve­nientes pero siempre y cuando se cumplan dos condiciones: 1.ª : quiénes deciden son siempre los protagonistas del proceso de evaluación y 2.ª: se consultan las fuentes de información, pero tras discusiones iniciales del grupo sobre el tema “la evaluación de nuestro, y no otro, centro docente” y en las que se acota (a), (b) y (c).

Así, y sin ánimo de pedantería académica  tan temible  que contradi­ga, en los primeros párrafos las inten­ciones iniciales, me veo obligado a ini­ciar este artículo con el significado y características  a mi juicio  de, al menos, (c) “evaluación de centros docentes”. Entiéndase como una pro­puesta más que delimita mi posición ante el tema y, en consecuencia, esta­blece las coordenadas del resto del contenido.

 “La evaluación de un centro docente (...) es así el proceso por el que los miembros de un centro docente clarifican, analizan y valoran el funcionamiento del centro en sus distintos ámbitos. Se trata de un proceso colaborativo al que se le presupone una finalidad utilitaria para las personas que pertenecen a ese centro y no a instancias externas al mismo, v. gr. la mejora del propio centro. El diseño de la evaluación es particular a cada centro (...)” (Sabirón, en prensa).

Bajo esta consideración proce­sual, colaborativa, utilitaria, particular, abierta y flexible de la evaluación del centro docente revisaré posterior­mente las distintas opciones ante la evaluación. Antes, y para concluir este primer apartado, resta por sinte­tizar algunas condiciones bajo las cua­les se llevan a cabo  en general  las evaluaciones de los centros docentes y que justifican el epígrafe “de la atro­fia, a la hipertrofia” o, dicho de otro modo, del cómo o nos pasamos consi­derando que todo es evaluación, o no llegamos entendiendo que la evalua­ción es algo puntual, casi anecdótico en el quehacer diario.

En primer término, una llamada de atención sobre las posibles tram­pas de la evaluación de centros:Cuan­do fácilmente se puede caer en la falsificación de procesos y resultados de la evaluación. Evidentemente no de manera premeditada, sino por erro­res en la recogida y tratamiento de la información. Cuando evaluamos una parte extrapolando conclusiones a la totalidad; por ejemplo, entender la evaluación del centro como análisis

sobre los alumnos, sobre los medios, sobre los órganos colegiados, unilate­ralmente. Cuando nos vemos obliga­dos a realizar evaluaciones políticas y/o administrativas; evaluaciones externas de programas de innovación, documentos administrativo burocráti­cos de control (memorias,por ejemplo). Las revisiones de Santos Guerra (1987, 1990) son clarificadoras.

En segundo lugar, tener en cuen­ta el doble componente ideológico  tan denostado últimamente y sin embargo tan vigente  por el fenómeno que eva­luamos (recuérdense las funciones de reproducción, inculcación ideológica, etc. de la Institución Escolar de las que ya hablaba, entre otros, y tan espléndidamente, Escudero Muñoz) y por la propia función de control de la evaluación.

En tercer lugar, aceptar el antago­nismo de intereses sin problematizar situaciones. Los profesores, los alum­nos, los padres tienen sin duda intereses distintos ante el acto evaluativo (exigir vs. justificar); pero en cada estamento, los intereses tampoco han de ser necesariamente unívocos. Se acepta la diversidad, se analiza dentro de la pluralidad de posiciones. Incluyo en este mismo tipo un antagonismo de naturaleza distinta pero no menos determinante: Los intereses de la eva­luación desde instancias externas (ins­pección, coordinación de equipos de apoyo, jefaturas de programas), como manifestación más o menos encubier­ta del control y motivación por con­seguir una supuesta eficacia que justi­fique y argumente situaciones ajenas a la propia Escuela (v. gr. política, educa­tiva o no). Frente a la evaluación interna, protagonizada por los actores de la Institución Escolar, con la inten­ción de mejorar el funcionamiento o al menos  y ya es suficiente en las pri­meras fases  clarificación del funcionamiento.

En cuarto lugar los modas, cuando hoy todo parece ser “evaluación”. Únicamente señalaré un síntoma: revise usted las últimas publicaciones y se encontrarán con abundante y reciente bibliografía sobre el temas1.

En quinto lugar, téngase en cuen­ta  sin duda ya lo ha tenido  que eva­luar un centro, aun cuando se plantee como una tarea colaborativa de la comunidad escolar, supone una fun­ción más y  no nos engañemos  más trabajo extra ... para el profesorado.

En sexto lugar y por último, ya que va a exigir dedicación y esfuerzo, rentabilícese para el propio centro: En un nivel interno, aclarando y analizan­do el porqué de un funcionamiento determinado del centro. En un nivel externo reivindicando, con criterios profesionales, peticiones antes razo­nadas desde la intuición.

 

La evaluación de centros docen­tes en nuestro contexto político-­administrativo

 

La evaluación de centros docen­tes en nuestro país tiene una primera propuesta normativa reciente en la “Ley General de Educación” de 1970. Se plantea aquí la valoración del fun­cionamiento de los centros a partir de: “el rendimiento promedio del alum­nado en su vida académica y profesional: la titulación académica del profesorado; la relación numénca alumno profesor: la disponibilidad y utilización de medios y métodos modernos de enseñanza; las instalaciones y actividades docentes, culturales y deportivas; el número e impor­tancia de las materias facultativas; los servicios de orientación pedagógica y pro­fesional y la formación y experiencia del equipo directivo del Centro, as¡ como las relaciones de éste con las familias de los alumnos y con la comunidad en que está situado”.

Este marco legal justificó o propi­ció  al menos formal y burocrática­mente  modelos de evaluación y con­trol del funcionamiento de los cen­tros externos; de exclusiva responsabi­lidad de los servicios de inspección, en los que la implicación del profeso­rado se limitaba a contestar a las pre­guntas del inspector de turno y reci­bir  en el mejor, o en el peor de los casos  el “informe de la visita”. Me limitaré a enunciar los ocho apartados de que constaba una “Escala de Eva­luación de Centros” publicada en el “Boletín de la Inspección de Educa­ción Básica del Estado”: 1 edificio escolar e instalaciones, 2 elementos personales, 3 organización (incluye programación), 4 reglamentos, 5 rela­ciones centro familia comunidad, 6 actividades culturales, artísticas y deportivas, 7 servicios complementa­rios, 8 resultados (académicos en junio, septiembre, desfase edad/nivel, etc.). Cada uno de los ítems quedaba descrito y puntuado en una escala cerrada. No aportaría ningún argu­mento novedoso si afirmara cómo estos modelos de control, eficientis­tas en su intención, pero no en la apli­cación de los modelos, poco o nada aportan a los centros docentes y muy poco a la propia Administración Educati­va salvo, naturalmente, la fraudulenta información pseudo objetiva, capaz de justificar decisiones, actuaciones o intervenciones descaradas, estricta­mente políticas y/o burocrático admi­nistrativas; por ejemplo, en un deter­minado momento, la justificación de las concentraciones escolares frente a las escuelas unitarias.

El problema grave  a mi enten­der  reside en la profusión con que están apareciendo en los dos últimos anos propuestas para la evaluación de centros docentes, más refinadas, más sutiles, pero igualmente eficientistas, y tan escasamente relevantes para el cen­tro evaluado como los esquemas supuestamente superados desde la promulgación de la LODE. Nos tendríamos que detener si no en la expo­sición, sí en las claves del control efi­cientista, la perspectiva reduccionista, el enfoque ajeno al centro, la inter­pretación externa, la generalización y comparación de resultados y  ¡por qué no reconocerlo!  la escasa utili­dad consecuente del tiempo y esfuer­zo invertidos por la comunidad esco­lar ante unos resultados que poco o nada clarifican el funcionamiento real y efectivo del centro, en términos sig­nificativos para los órganos de gobier­no y con informaciones contextualiza­das que les permitan decidir con acierto y actuar con autonomía. Pero, entrar a valorar la pertinencia de este tipo de modelos en la evaluación cua­litativa de los centros escolares ya es iniciar el proceso de evaluación. Me permito sugerir un pequeño ejercicio a los Claustros interesados en la eva­luación cualitativa de sus centros: lean, discutan y valoren qué utilidad tiene la aplicación de instrumentos cerrados, con un tratamiento cuanti­tativo de la información y en los que podrán comparar los resultados de su centro con  y sigo con ejemplos  la Comunidad Catalana2 o Canaria3 , ... Evidentemente, no niego la demostra­da validez y fiabilidad estadística a estos o parecidos estudios porque son el resultado de muy rigurosas investigaciones, planteo  eso sí  su inadecuación instrumental en proce­sos de evaluación contextualizados. Argumentos semejantes sirven para modelos basados en el criterio de la “satisfacción” que, deudores de la teoría de los Recursos Humanos en Organización Escolar, en sus distintas variaciones, se repite a menudo  demasiado a menudo  en la evalua­ción de centros (y en la evaluación en general), con una tendencia a subsu­mir calidad en satisfacción4. Estos modelos macroanalíticos tienen su sentido si se pretende apreciar las actitudes de profesores, padres y alumnos ante un proyecto/programa de reforma o innovación determina­dos, pero no en un planteamiento intencionalmente holístico y crítico de la evaluación cualitativa de centros. Una última consideración crítica que ejemplificaré en los “modelos de audi­toría”5. Las “auditorías” son justifica­bles en los organismos públicos como control externo razonado en el cum­plimiento o no de la normativa legal vigente. Y punto. Si se pretende algo más, por ejemplo la participación de los miembros de la comunidad esco­lar (profesores, alumnos y padres) en la percepción y valoración de su pro­pio quehacer, la aplicación de mode­los semejantes es, sencillamente, inú­til. Se trata de modelos válidos en ins­pecciones de servicios, pero en abso­luto  y ni tan siquiera para la Inspec­ción Educativa  si los propios servi­cios de inspección cumplen con sus funciones asesoras. En la misma línea de investigación que los modelos de auditoría se están revitalizando pro­puestas de valoración de centros docentes en las que el reduccionismo tecnocrático se agrava por la fijación en razones macroeconómicas. Así, García Martín (1988) presenta crite­rios para la determinación del coste de los centros docentes. Selecciono algunos: cerrar los servicios de come­dores cuando el coste se percibe como superior al de los ingresos; “si ante una disminución del número de alumnos en uno de los cursos de la docencia reglada, con diferentes grupos conviene cerrar un aula al no tener alum­nos suficientes; qué n° mínimo de alumnos permite que el centro educativo igua­le sus costes a sus ingresos”. San Segun­do (1988) propone  y termino sin más comentarios  la “necesidad de evaluación objetiva de la enseñanza obli­gatoria”, para “controlar los costes e incentivar la eficiencia” reforzando los análisis coste/eficiencia, entendiendo como variables dependientes “los resultados obtenidos en los tests de matemáticas aplicadas, cálculo, comprensión lectora y ortografta”. Se trata de propuestas que nos recuerdan el modelo económico administrativo de Ibar Albiñana6 en la década de los sesenta y el “movimiento de escuelas eficaces” de la denominada “primera ola” (Davis y Thomas, 1992). De nuevo, no se trata de negar el sentido de tales instrumentos y los criterios de evaluación de centros que en ellos se manejan. Entiendo que éstos pue­den ser válidos  aunque siempre dis­cutibles  en investigaciones en el ámbito de la Economía de la Educa­ción entendida en su sentido más res­trictivó7, pero no en procesos de eva­luación educativa profesionalizados. Aún así, las limitaciones  me atrevo en estos últimos casos a calificarlas de críticas manifiestas  son si cabe más graves que en los casos anteriores pues suponen, con varias décadas de retraso, retomar supuestos estricta­mente economicistas en la evaluación de centros docentes. Pero incluso tales presupuestos quedan obsoletos pues, ni la propia organización empresa­rial se arriesga a valorar su funciona­miento a través de modelos cerrados e incluyen principios de los enfoques más próximos a los Recursos Huma­nos (por ejemplo, los “círculos de calidad” en el funcionamiento eficaz de la empresa).

El art° 62.1 de la “Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE)” dice así: “1. La evaluación del sistema educativo se orientará a la permanente adecuación del mismo, a las demandas sociales y a las necesidades educativas, y se aplicará sobre los alumnos, el profesorado, los centros, los procesos educativos y sobre la propia Administración”. Entiendo que, cuando se trate de la “evaluación de los centros”, al menos cumplirá, como mínimo, los principios de la evaluación del propio proceso de implantación de la “Reforma” refleja­do en el “Plan de Investigación Educa­tiva y de Formación del Profesorado”: Evaluación participativa, incluir todas las variables, se tratará de una evaluación específica y coordinada, considerando el contexto de la evaluación, y debiendo incrementar la efectividad de su funcio­namiento. Los tipos de instrumentos y modelos anteriormente referidos de evaluación no permiten la “participa­ción”, como ya se ha indicado, salvo en el momento de cumplimentar los cuestionarios; no tienen un carácter holístico (totalizador), reducen la complejidad a una selección de varia­bles pretendidamente representativas; son generalizables, y en consecuencia no específicos (ni particulares); des­considerando el contexto (el entorno social, económico y político del cen­tro) y obsesionados por la eficacia sobre objetivos previos, externos y fácilmente “objetivables”. Principios que poco en común tienen con el “proyecto educativo” de cada centro (por ejemplo) y que, en todo caso no responden, en principio, a la regla­mentación actual.

Como consecuencia directa del carácter prescriptivo de la evaluación de centros docentes en la LOGSE y disposiciones derivadas, el MEC a tra­vés de los servicios de Inspección Técnica de Educación pone en mar­cha un “Programa piloto de evalua­ción de Centros docentes (niveles no universitarios)”. Cabe preguntarse si por fin en este programa los presupuestos y el desarrollo cumplen y en qué medida con la filosofía de la LOGSE en esta cuestión y, aunque en segundo lugar expositivo, preferente en nuestro caso, hasta qué punto se respetan los principios de autonomía y participación de los propios centros en el proceso de evaluación; en tercer lugar, me permitiré opinar sobre esta propuesta ministerial habida cuenta de cómo debería representar un cambio cualitativo sustancial en la evaluación de centros docentes.

Distinguiré dos planos diferentes en la valoración del “programa piloto de evaluación”, de una parte, la justifi­cación y declaración de intenciones y, de otra, su concreción en el diseño y planificación de la evaluación; opinable la primera y técnicamente discutible la segunda. La exposición de intenciones no puede alcanzar mayor grado de bondad, queda unida “evaluación permanente” a “mejora” del conjunto del sistema educativo y. del funcionamien­to de los centros docentes en parti­cular. Así la “función evaluadora de la Inspección Técnica de Educación” se define como aquella que “permite, por tanto, abordar una evaluación continua, integral, sistemática y efectiva del siste­ma educativo dada su doble función como agente orientador, impulsor y dina­mizador de los procesos de evaluación interna en él centro, y como agente habitual de la evaluación externa”. Se refleja aquí -insisto es opinable y es mi opi­nión- la ambivalencia peligrosa de las intenciones, que traicionarán el dise­ño posterior. Una intervención es la “evaluación externa”, necesaria para la correa de la Administración Educa­tiva, y otra diametralmente diferente es la evaluación interna de un centro docente, proceso en el que un agente externo de control no solamente mediatizaría sino que condicionaría claramente y subordinaría, por su propia función, los criterios de mejo­ra a los intereses de optimización en el funcionamiento del conjunto de los centros docentes de una zona deter­minada: ¿Qué prevalecería si en un momento dado del proceso de eva­luación interna los colectivos participantes reivindican, a la vista de la información obtenida, cuestiones prioritarias para la mejora social de esa comunidad educativa aunque suponga enfrentamiento con las directrices político administrativas? En este sentido, son más honradas las pro­puestas publicadas por inspectores en ejercicio (Soler Fiérrez, 1991; Coro­minas, De Cea, Henar, Núñez y Rodríguez, 1992; por ejemplo), pues suponen aportaciones válidas y utiliza­bles en evaluaciones de centros docentes, pero sin que, en ningún momento, se apele explícita o implícitamente a la fuerza legal y en cierto modo coactiva de la normativa legal vigente. Son dos diferencias cualitativamente notables: (a) no confunda­mos, ni tan siquiera equiparemos, programas de evaluación externa con procesos de evaluación interna; (b) no pretendamos que quién en unas sesiones de trabajo evalúa como agente de control externo, promueva en otras procesos de autoevaluación. En este segundo caso es la autonomía del centro, la participación de la comunidad y la condición profesional e “intelectual” (Giroux, 1990) de los profesores -entre otras condiciones- quiénes deciden, evalúan y cambian (mejoran) si lo consideran convenien­te y con los criterios y prioridades que se negocien y determinen. La confusión y contradicción llega a plan­tear como objetivos del “plan de evaluación”, “difundir una cultura evaluado­ra” junto a “ensayar, con carácter previo a su generalización (...)”. O tergiversa­mos el concepto de “cultura” -por cierto tan en entredicho en la teoría organizativa más actual-, o estamos ante un nuevo ejemplo del “lenguaje vacío de la reforma” (Bernat Montesi­nos, 1992).

Técnicamente resultaría fácil y muy cómodo, aunque igualmente ciertas, recurrir a las limitaciones en la utilización generalizada de una esca­la de Likert (por ejemplo: “ítem 1.2/2 Casi todo el alumnado es transporta­do 0 1 2 3 4 5 6. Ningún alumno/a es transportado/a”, junto a “guía de entrevista inicial al Director/a”, “ítem 01.03 ¿Cuántos alumnos/as necesitan ser transportados al Centro?”). Pero, y para no alejarnos en exceso de la finalidad de este artículo, el problema principal reside en dos cuestiones decididamente graves. En primer lugar, una sencilla revisión a las teorí­as organizativas pone claramente de manifiesto la plasmación -o cuando menos los sucesivos intentos- en las prácticas evaluativas calificadas como “cualitativas” por hacer emerger cate­gorías de análisis complejas y que, con un carácter holístico reflejen una rea­lidad -un caso- determinado. Lo que no es de recibo es el desglose de “dimensiones” y “subdimensiones” establecido en el programa piloto entre “contexto”, “recursos humanos y materiales”, “apoyos externos”, “alumnado”, “organización y funcionamiento”, “procesos didácticos” y “rendimiento académico”. Un centro docente, una organización social, no responde al sumatorio de los elementos materiales, personales y formales; el esquema de aproximación no puede ser lineal dada la complejidad de la realidad organizativa. Esta limita­ción está suficientemente delimitada en la bibliografía al uso (Sabirón, en prensa). Máxime, cuando las subdi­mensiones e indicadores rozan el atrevimiento. Me referiré a un sólo ejemplo: La primera dimensión es (1) el “contexto” que se desglosa en (1 .1) tipo de centro, (1.2) hábitat y (1 .3) tamaño y características del Centro; para, a su vez, enunciar en (1 .1) los siguientes indicadores “nivel o modalidad”, “número de unidades” y “régimen jurídico”. Si la complejidad del “contexto” social, cultural, económico y político, se reduce a estas sub­dimensiones e indicadores, no es admisible referirse a un tratamiento cuantitativo ni cualitativo, puede ser calificado, con benevolencia, como relación descriptivo-burocrática de datos que engrosa, repite y mejora sí, pero posibles tipologías administrati­vistas. Y todo ello con el carácter “eminentemente cualitativo” que, según el “programa”, se basa en instrumen­tos distribuidos en torno a “veintiocho fchas de evaluación (...). Codo una de ellas tiene entidad en sí mismo y recoge la información referida a un conjunto de indicadores susceptibles de ser medidos (sic) con diferentes instrumentos”. Intención razonable pero, claro está, para tratamientos estadísticos, no para promover -además del carácter cualitativo reiterado- la “reflexión” y el carácter formativo de la evaluación en y del centro docente.

Afortunadamente, la planificación y el desarrollo previsto para el pro­grama piloto de evaluación no res­ponden a las intenciones enunciadas en el mismo. La concreción instru­mental obedece al legítimo sentido de una evaluación externa; la justificación y propósitos pertenecen a un discur­so distinto próximo a la evaluación interna. Estas contradicciones, insisto, son afortunadas y propician un desa­rrollo efectivamente coherente con el espíritu de la LOGSE cuando permite la puesta en práctica de propuestas diversificadas en la evaluación de cada centro docente. Si en el “programa piloto de evaluación” se hubiera acer­tado con una propuesta al menos teóricamente coherente con el apoyo a procesos de autoevaluación en centros docentes, estaríamos de nuevo ante una posible situación de alto riesgo en las limitaciones profesiona­les. Se podría, sin duda, repetir la intromisión de la normativa legal en el ámbito profesional. Qué supone sino la reglamentación derivada de la LOGSE que, de real decreto a orden ministerial, nos va indicando, cómo concretar y planificar los diseños curriculares.

 

Esbozo de una propuesta más para la evaluación de centros docentes desde la “racionalidad práctica”, la autoevaluación


¿Cuáles son las alternativas posi­bles a los modelos revisados en pro­cesos de evaluación de centros? ¿Exis­ten? ¿Son viables? ¿Son fiables? ¿Son rentables?. Indicaré algunas notas des­criptivas de propuestas que, desde las Ciencias de la Educación en general y de la Organización y Supervisión Escolar en particular, pueden ayudar a resolver algunos de los dilemas que han ido surgiendo.

Los principios metodológicos de la investigación/acción en la autoevaluación de centros, el entronque manifiesto con la finalidad de los movimientos de “mejo­ra de la Escuela” y, las recientes propuestas para una autoevaluación de centros desde una perspectiva socio-crítica, coloborati­va, reflexivo y reivindicativa en la línea de la profesionalización del docente, como constante punto de referencia.

- En otras palabras, la evaluación de centros entendida desde las pro­puestas oteadas no es novedosa. Se fundamenta, una vez más:

- En el paradigma naturalista, como marco de referencia en la filo­sofía y cosmovisión de los participan­tes, y en la recogida, tratamiento y utilización de la información obtenida.

- En un desarrollo profesionalizador de la teoría, que prima una elabora­ción de las teorías desde las prácticas, y no en el sentido pseudocientífico clásico en el que la práctica sirve para comprobar la teoría.

- En el protagonismo de los actores (profesores, alumnos y padres) de la situación institucional de cada centro, con la exigencia de una subordinación de la contextualización ante cualquier otro principio o condición metodológica.

- En procesos de desarrollo próxi­mos a la “espiral de Lewin”: explora­ción, planificación, aplicación, evalua­ción, rectificación, ... y la consiguien­te espiral en el proceso de compren­sión y de método de investigación: observación / análisis / comprensión.

- En el carácter confidencial, íntimo y particular de informaciones, infor­mes y conclusiones elaboradas por los protagonistas de la comunidad escolar, a partir de la negociación y colaboración de y entre todos.

- En una finalidad de mejora del funcionamiento del centro, atendiendo a los criterios considerados válidos por el propio centro.

 

Es realmente fácil proponer alter­nativas, desde la teorías, para que se lleven a cabo en la prácticas. No qui­siera terminar con esta sospecha por mi parte. La cuestión no estriba en enfrentar teorías) y práctica(s), sino en vincular unas y otras. La tarea es de todos y entre las obligaciones de los movimientos de cooperación edu­cativa está el hacer posible este intercambio formativo, viable en otras coyunturas.

La “unidad” que conforma un centro docente (Gloton, 1985) cons­tituía uno de los principios didáctico­metodológicos del “Groupe Frangais d'Education Nouvelle” y sus repercu­siones en evaluación quedaban paten­tes. Las derivaciones de la “Pedagogía Institucional” tan interesadamente superadas tienen en la actualidad vigencia en algunas de sus aportacio­nes etnográficas para la evaluación de centros docentes. La implicación comprometida de los “actores” del centro en el análisis de la “sociedad escolar” de Boumard (1989, 1992) anima, sin duda a seguir con el empe­ño por desarrollar la autoevaluación crítica y reflexiva del centro docente y la mejora social consiguiente.

 

Referencias bibliográficas

 

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Notas

 

1 Aunque quizá se sorprenda de no encontrar la misma proliferación editorial en la evaluación de alumnos, por ejemplo. Por cierto, revise usted los borradores de Orde­nes Ministeriales sobre los “Elementos bási­cos de los informes de evaluación de las enseñanzas de régimen general” y compare si existe o no algún cambio decisivo para con el control del rendimiento académico del alum­no entre la situación anterior y la normativa derivada de la LOGSE sobre esta cuestión tan decisiva en la función de selección del sistema escolar.

 

2 v. gr. Darder, P. y López, J.A.: QUAFE-80. Barcelona. Rosa Sensat, 1984.

 

3 v. gr. Baez de la Fe: Evaluación psicoeducativa de centros escolares. La Laguna. Servi­cio de Publicaciones de la Universidad, 1987.

 

4 v. gr. la evaluación de la Reforma del Ciclo Superior; la evaluación de los progra­mas de integración y su repercusión en los centros escolares.

 

5 Uno de los más recientes en: Pérez Juste y Martinez Aragón: Evaluación de centros y calidad educativa. Madrid. Cincel, 1989.

 

6 Ibar Albiñana: Modelo económico-administrativo como instrumento de gestión y evaluación de centros docentes. Bilbao. ICE-Deusto, 1976.

 

7 Téngase en cuenta que los primeros autores referidos son profesores de Econo­mía.