Entrevista con... J. GIMENO SACRISTAN

LA ESCUELA COMPRENSIVA AYUDA Y ESTIMULA A LOS QUE MÁS LA NECESITAN

 

Joaquín Ramos García

 

Catedrático de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Valencia. Es sin duda, uno de los más sólidos teóricos que tenemos en España sobre la teoría y la práctica de la enseñanza y del aprendizaje. Sus rigurosos y lúcidos análisis y reflexiones podemos encontrarlas tanto en sus libros como en las múltiples colaboraciones publica­das en revistas especializadas (Cuadernos de Pedagogía,¡nvestigación en la Escuela, ...).

 

Entre sus libros podemos destacar: “Teoría de la enseñanza y desarrollo del curriculo” (Anaya, 1981), “La pedagogía por objetivos. Obsesión por la eficiencia (Morata, 1982), “El currículum. Una reflexión sobre la práctica” (Morata, 1988). junto con Ángel l. Pérez Gómez compila la obra “La enseñanza: su teoría y su práctica (Akal, 1980) selección de textos que introdujo en España el pensamiento y la teoría pedagógica de autores como Apple, King, Mcdonald, Popkewitz. Recientemente, también en compañía de A. l. Pérez Gómez, publica “Comprender y transformar la enseñanza” (Morata, 1992), obra que sintetiza “el pensamiento y la investigación educativa sobre los problemas que tiene planteados la práctica de la enseñanza”.

 

KIKI: Si la escuela quiere com­pensar, en parte, las diferencias que provoca la sociedad, es necesario que sustituya la lógica de la homogeneidad por la lógica de la diversidad en el marco de una escuela comprensiva.

 

¿Esto qué supone en la inter­vención didáctica del profesor?

 

Gimeno: Considero que, al rela­cionar diversidad con compensación, en la pregunta planteas las diferencias entre los estudiantes como distintos grados de oportunidad para superar las exigencias escolares. Me parece que es una buena forma de enfocar el tema de la diversidad que ahora entre nosotros no es la más frecuente. Este es un problema de siempre, de especial relevancia en toda la educación obligatoria: el de que los alumnos dejados a sus propias posibilidades de partida tienen diferentes oportunidades de obtener resultados positivos en la educación, teniendo en cuenta que existen controles de algún tipo a la salida de la misma y en momentos intermedios. ¿Contraponemos a la lógica de la homogeneidad la de la diversificación o la de la compensa­ción? Son cosas muy diferentes. Seguir la línea de la diversificación puede significar diferenciar caminos, curricula, niveles, para que todos encuentren una ocupación en la escuela que asegure su permanencia en la misma hasta el tope de edad de la escolarización sin romper los mol­des escolares, sin que se acumulen los “retrasados” y sin que los sujetos experimenten de forma abrumadora la sensación de fracaso. Seguir la lógi­ca de la compensación supone admitir diferencias de partida en los alumnos, poner el énfasis en el currículum común valioso para cualquiera ‑con­templando dentro de él la diversidad cultural‑ y plantearse qué es preciso cambiar y qué esfuerzos y recursos hay que considerar para que todos progresen en ese currículum. En el primer caso, se suele poner el acento en diferenciar los contenidos y las exigencias a los alumnos, en el segun­do se trata de discutir los cambios en la forma de abordar los contenidos y en apoyar a aquellos que más necesi­ten ayudas para progresar en ese currículum común.

 

KIKI: ¿Qué podemos hacer en el plano didáctico?

 

Gimeno: Poco, si no se hacen otras cosas en otros ámbitos. Una metodología por sí misma puede compensar poco, aunque sí es preciso reflexionar sobre estos aspectos y ser conscientes de determinadas implica­ciones. Las diferencias se manifiestan en posibilidades, comportamientos y actitudes, y los métodos pedagógicos plantean exigencias peculiares que se adaptan mejor o peor a las diferencias individuales y de grupo.

Es preciso decir que las diferen­cias entre individuos chocarían menos con las normas establecidas si hiciése­mos una revisión del concepto de cul­tura dominante en los curricula, dándole más variabilidad, mayor aproxi­mación a la cultura cotidiana no aca­démica; se requiere desbordar el sen­tido academicista para encontrar en los contenidos culturales motivacio­nes diversas, puntos de aproximación con los referentes propios. Esto le vendría bien a cualquier tipo de alum­no, pero es fundamental para los que sabemos que van a tener más dificul­tades.

En segundo lugar, los alumnos diferentes, en cuanto a que tienen dis­tintas posibilidades de alcanzar los niveles escolares exigidos, necesitan más o menos dedicación, esfuerzos, seguimiento de cerca; “más o menos escuela”, vamos. Una discriminación positiva para los que más la precisan.

En tercer lugar, se me ocurre recordar que habría que revisar la taylorización y homogeneización de las prácticas escolares existente. Las “diferencias‑deficiencias” implican rit­mos de aprendizaje escolar más len­tos, están ligadas a determinados ambientes culturales y de clase que proporcionan un deficitario capital cultural de significados, de habilidades básicas, de gustos culturales y de expectativas sobre el futuro y sobre el para qué sirve la escuela. Todo esto no es indiferente a los conteni­dos escolares dominantes, a los nive­les de exigencia, al tipo de comporta­miento escolar exigido en las tareas académicas dominantes, a las formas de evaluar de la institución, etc. Es decir, que contenidos y formas pedagógicas vigentes no son neutros a las deficiencias de partida de los alumnos.

El propio ritmo escolar acelerado ‑concentración de contenidos y de actividades en un tiempo escaso­ además de restar significado a lo que se aprende, más en los alumnos con déficits culturales, transfiere trabajo escolar al medio y al tiempo extraes­colar de los escolares (normalmente familiar). El ámbito‑tiempo familiar se convierte en medio de consulta y utilización de recursos, de realización del trabajo para el que pedir ayuda, de la aplicación de saberes o resolu­ción de problemas, etc. Esa condición estructural del trabajo didáctico no es ajena a las condiciones de procedencia social‑familiar de los estudiantes. Las familias pueden ofrecer diferentes grados y tipos de apoyo según sea su capital cultural. El tema es muy amplio para ser abordado aquí de forma esquemática.

 

KIKI: ¿Cómo podría la escue­la dotar al alumno y a la alumna de la capacidad de ordenar y estructurar la información que recibe del exterior y lograr la reconstrucción de sus precon­cepciones?

 

Gimeno: Todo eso es muy complicado. Es posible que, antes de ordenar y estructurar, haya que ver si esa información merece,ser ordenada o simplemente merece la pena des­truirla. Supongo que también te refie­res a esto. Se habla con facilidad de que la escuela compite con múltiples medios y estímulos exteriores, presu­poniendo en muchos casos la bondad e interés de éstos últimos frente al carácter obsoleto de los contenidos escolares. Esto es verdad en unos casos, pero hay que recordar que muchos mensajes externos tienen funciones alejadas de la intención de cultivar a los individuos. Dewey aña­día a esas dos funciones que tú seña­las ‑ordenar y estructurar‑ la de depurar las influencias del medio exterior. En esta sociedad con plura­lismo televisivo, medios potentes de comunicación, oportunidades muy diversas de consumir cultura de muy variado tipo y calidad, hay mucha información irrelevante, descontex­tualizada, manipuladora que merece ser analizada y depurada. Eso sí, lo que no podemos olvidar es que las concepciones sobre aspectos y valo­res individuales y sociales muy impor­tantes (qué es la guerra, la paz, el tra­bajo socialmente relevante, el tiempo útil, la felicidad, la solidaridad, el bie­nestar o el progreso, etc.) se adquie­ren por influencias extraescolares más que por las escolares.

Empleo, a veces, el término de “curricularización de la cultura” para expresar la idea de que el concepto de cultura acuñado y legitimado por la selección de contenidos de los curricula, de los libros de texto y de las prácticas pedagógicas es una versión o una parte empobrecida de lo que es la cultura antropológica real de los grupos sociales cercanos o más lejanos. La cultura escolar supone un corte y una discontinuidad con los significados que se difunden en los medios y por los agentes extraescola­res. Los contenidos escolares se parecen algo, pero difieren de lo que es saber y cultura fuera de las aulas, por un lado, y difieren de lo que desde una óptica antropológica se entiende también por cultura, como todos los componentes, significados y hallazgos de un grupo con una pers­pectiva histórica. En definitiva: la cul­tura desborda a lo que son los conte­nidos de las áreas o asignaturas.

Aquello de “la escuela por la vida y para la vida” tiene que ser analizado hoy con más exigencia desde una sociedad más compleja, en la que existe todo ese tráfico de informacio­nes y divulgación de estereotipos, que llamados información, pero que no tienen la mayoría de las veces la fun­ción de informar, educativamente hablando.

Sería preciso que la cultura externa penetrara en la interna, la escolar, pero que ésta sirviese para decodificar y situarse ante aquella otra, sin ser manipulado por ella. Habría que desbordar la selección restringida de soportes materiales de la cultura y de la información, lo que llamamos materiales curriculares, aprovechando otros medios, sin miti­ficar el valor de todo lo externo. Sería conveniente que no sólo los profesores fueran los “portavoces” culturales ante los alumnos, incluso en los espacios escolares. Existen muchos tipos de gentes, de profesio­nales, etc., que pueden aportar cultu­ra a los alumnos.

Para que esta acción tenga efecto debería ser un esfuerzo constante y no esporádico, ligada a todas las áreas y no como un objetivo de un tipo de profesor o de materia, debería ser fruto de una acción planificada. Para lo que es preciso que, en primer lugar, sea preocupación de los profe­sores como agentes culturales, no como expedidores de materia de la que examinar.

 

KIKI: ¿Qué papel deben jugar los contenidos y las actividades escolares en una escuela que tiene como meta fundamental la reconstrucción del conocimien­to?

 

Gimeno: En buena parte ya he insinuado problemas y caminos a seguir en la pregunta anterior. Esa reconstrucción implica que los conte­nidos sean relevantes, culturalmente sustanciales, que se desarrollen en un clima donde el aprender, el cultivarse y el saber cosas sea importante, sin tener que examinarnos de ellas. Hay que seguir insistiendo en que la cultu­ra debidamente presentada es intere­sante por sí misma. Se precisa un medio estimulante, unos profesores preparados, recursos atractivos, abrir las paredes del aula al exterior, mate­riales atractivos y unas actividades que den oportunidad a desarrollar auténticos procesos de comunicación y diálogo cultural. Nada de esto es nuevo en el pensamiento pedagógico progresista.

 

KIKI: El currículum es una herra­mienta de trabajo de los docentes ya que su elaboración supone de forma explícita o tácita, una respuesta a qué enseñar, cómo hacerlo y por qué enseñar.

 

¿En qué medida la elabora­ción de un proyecto de centro contribuye a innovar el proceso de enseñanza‑aprendizaje?

 

Gimeno: Debiera ser eso pero no suele serlo. Evidentemente, en tanto los profesores participen en esa elaboración se tienen que hacer esas preguntas y tienen que buscar justifi­caciones de diverso tipo para dar cuenta de sus decisiones y para dárse­las a sí mismos. Uno reflexiona, afianza ideas, se desarrolla en función de los problemas que tiene que resolver. Si los profesores tienen que respon­der a esas preguntas se iniciarán pro­cesos de reflexión muy interesantes que normalmente suelen quedar fuera de preocupaciones y ámbitos de deci­sión de los docentes.

Todo ello puede llevar a hacer de la práctica profesional una tarea más consciente, autocrítica y mejorable por ese proceso de reflexión, siem­pre y cuando las ideas encuentren alguna coherencia en las prácticas y esa autocrítica vaya más allá de los problemas inmediatos que se le plan­tean al profesor. En ese sentido el currículum no sólo es una herramien­ta de trabajo, sino también de perfec­cionamiento. Recordemos a Stenhou­se.

Esa reflexión puede ser personal o colegiada, con otros compañeros y compañeras del mismo centro o de centros distintos. Pero esto introduce otros temas y otros muchos proble­mas.

 

KIKI: ¿Qué características debe tener el proyecto curricu­lar del centro para que sea inno­vador?

 

Gimeno: En primer lugar, que exista, que sea real. Para ello hay que procurar que sea factible, después ya hablaremos de qué proyectos son los más adecuados, si es que eso es posi­ble. La idea es muy sugestiva como para detenerme un poco.

Yo soy un tanto escéptico ante este nuevo concepto, no porque no sea atractivo o conveniente desde diferentes puntos de vista, sino por­que lo analizo en función de cómo aparece aquí en un momento dado y porque, para que sea real, son preci­sos muchos cambios en el sistema educativo, en la forma de pensar y de actuar los centros, los profesores, los padres, la administración, para que tenga viabilidad. Pensar en un proyec­to y comenzar es de por sí positivo, siempre y cuando no nos lleve a una posterior frustración. Las ideas que fallan por la táctica con la que se implantan se anulan en sí mismas y no se puede volver a ellas fácilmente. Me temo que sea una “moda” más para rellenar el discurso político sobre la educación que, en general, es bastan­te alicorto en este momento.

Es un concepto que, recordemos, no se debatió en el Proyecto de Reforma que dio lugar a la LOGSE. Esta recoge la idea genérica de que los profesores y los centros tendrán autonomía pedagógica. Hay que recordar que la LODE habla mucho más que la LOGSE de la colegialidad de los profesores y de la autonomía de los centros; al menos articula la participación comunitaria que puede dar lugar a la singularidad de cada centro. La idea no ha surgido como un proyecto explícito de transforma­ción de los centros o de la forma de entender el puesto de trabajo de los profesores, sino al hilo de aquello de que en el currículum había tres nive­les de concreción; el segundo no se sabía lo que era y ante críticas y sugerencias se reconvirtió al llamado pro­yecto curricular de centro.

Algunos de los que utilizaban el concepto lo confundían o no sabían lo que por ahí fuera eran los propiamente llamados proyectos curriculares, etc. Tal como se divulga aquí es un producto “genui­namente español” sin referencia ni aval precedente alguno. Pero quiero ser constructivo.

Recordemos que las reformas experimentales tanto en EGB como en Medias no sólo no lo plantearon, sino que no tenían al centro como referente, siquiera. En la corta pero clarificadora historia de la concepción y desarrollo de la renovación o refor­ma del sistema educativo, primero le tocó a las Reformas experimentales, después del DCB, ahora le toca al proyecto de centro como fórmula para mantener el discurso sobre la reforma que tiende a agotarse. Proyec­tos eran lo que intentaban los prime­ros grupos de profesores en las reformas experimentales y todos sabemos las razones de que eso se viniese abajo. Ya utilizábamos el con­cepto de proyecto educativo, ahora se obliga a los profesores a matizar entre éste y el proyecto curricular. Puro juego de palabras. Yo no haría distinciones, pues no sé que sería lo educativo sin lo curricular; lo curricu­lar sin lo educativo sería mero acade­micismo.

La idea de que cada centro tenga un proyecto debatido, asumido, evaluado, que se autoperfecciona, en el que los elementos de la comunidad educativa se implican ‑no sólo los profesores‑ es una idea que puede servir a una democracia escolar auto­consciente y responsable dentro de un sistema de decisiones descentrali­zado. La idea tiene un profundo cala­do y por eso hay que ser prudentes al defenderla e implantarla. Los profeso­res debieran, en cambio, ser lo más radicales que puedan en llevarla a cabo.

 

KIKI: ¿Qué condiciones han de tener esos proyectos?

 

Gimeno: Decía que la primera condición o virtud del proyecto curri­cular o educativo es que sea real y no una mera exigencia burocrática, como aquello de las programaciones (aun­que el proyecto es una programación colegiada, nada más). Es decir, que no se quede en un trámite que hay que hacer en un momento del curso o para varios cursos para el que hay que reunirse y rellenar papeles que después enseñar al inspector, por ejemplo. Para que sea real tiene que ser discutido por los miembros de la comunidad educativa, pues considero que la autonomía no es para los pro­fesores sino para la comunidad. Una vez aceptado tiene que servir de refe­rente en el obrar y punto de referen­cia para evaluar lo que ocurre. Tener autonomía para realizar un proyecto es un recurso para reflexionar sobre lo que se hace y mantener una actitud de permanente mejora y autocrítica. Si esta dinámica se instala en los cen­tros, hay muchas sugerencias, expe­riencias y literatura para ayudar a esa reflexión.

Lo que me preocupa es que esta idea o propuesta es muy exigente en cuanto a las condiciones necesarias para su realización y se esté manejado como una fórmula milagrera. En pri­mer lugar, hay que preguntarse si se han sacado las consecuencias de lo que sería un sistema descentralizado desde el punto de vista político y social; los centros ya no serían igua­les. Hay que reflexionar en cómo afecta esto al binomio enseñanza pública‑privada, en cómo se instala en la dinámica compensatoria, cómo afecta a la igualdad de oportunidades, qué mecanicismos de control necesi­ta, etc. Si todo esto no lo sopesamos, o somos unos inconscientes o es que la cosa no es demasiado seria y es un puro recurso lingüístico para mante­ner la idea de que existe una Refor­ma.

En segundo lugar, antes de publi­car una idea desde la administración se deberían sopesar las condiciones que exige para no echarla a perder después por imposible y hacer el ridí­culo político. Ya sabemos lo que eran los grupos de profesores en las refor­mas experimentales “pensando” sobre su práctica y lo que se hizo con esa experiencia. Al menos se deberían proveer las condiciones al tiempo que se lanza la idea. La autonomía de cual­quier tipo, incluida la curricular, no se concede y por su mera proclamación se realiza como si bastase decretarla; se conquista y se hace posible en una práctica y dentro de unas condiciones. La descentralización curricular, como ocurre con otras descentralizaciones, exige más medios, más formación, más liderazgo democrático u otro tipo de dirección en los centros a la que conocemos, más dedicación de los profesores a la planificación, más y más variados medios de desarrollo curricular, más autoevaluación crítica, más participación de todos. ¿Se está haciendo mucho por todo esto?

Si la dinámica de hacer un pro­yecto lleva, al menos, a los profesores a ser conscientes de las condiciones para su mayor autonomía y para una enseñanza de calidad, a discutir lo que hacen en los centros, bienvenida sea la idea. Pero creo que en un sistema no se pasa del ordenancismo, de la prescripción precisa e intervencionis­ta, a la autonomía por el hecho de declarar ésta. En un plazo breve puede llevar, ya se ha empezado, a que la propia administración, la ins­pección, etc., empiecen a divulgar cir­culares sobre cómo hacerlo, con el inconveniente de que no existen pre­cedentes en que apoyarse. Autono­mía sin medios y potenciación de quienes tienen que rellenarla pueden llevar a más intervencionismo, paradójicamentee. No creo que la adminis­tración se crea esa autonomía. Se habla de que los profesores concre­ten el currículum, y eso está muy bien, pero lo que ha de hacerse es facilitarlo con formación, medios, organización apropiada, remodelación de la jornada laboral, etc. De lo con­trario será otro ejemplo de que las reformas sólo sirven para `intensifi­car” el trabajo docente.

Las fórmulas que las publicacio­nes de expertos amparados por la administración están dando a los pro­fesores me confirman en el juicio de que caminamos hacia una burocratiza­ci6n de la idea que se desgasta rápida­mente. Pero, insisto, es una filosofía que me parece muy interesante y que convendría discutir mucho desde el punto de vista político, organizativo, didáctico, de las necesidades de for­mación y de dirección que precisa, etc.

 

KIKI: Los materiales curricula­res, como mediadores, representan uno de los componentes fundamenta­les del currículum y sólo tienen senti­do cuando están plenamente integra­dos en las diferentes fases del proyec­to (diseño, enseñanza, evaluación).

 

¿Quién debería hacerlos?

 

Gimeno: La renovación pedagó­gica siempre entendió que eran preci­sas alternativas a los materiales más al uso para cambiar la enseñanza. Se admite como un hecho que lo que acaba siendo el currículum, la cultura o el aprendizaje en la práctica de las aulas depende de qué materiales dis­pongamos y de cómo se utilicen. Se acepta que, de algún modo, las refor­mas acaban haciéndolas las editoriales o, mejor dicho, acaban acotando lo que significa la reforma en los aspec­tos didácticos. Es evidente que un profesor cualquiera por sí sólo no puede ser el depositario de la cultura a comunicar y que los alumnos acce­den a ciertas partes de ésta a través de los artefactos culturales que son los materiales. Lo que se enseña y lo que se aprende, el proceso de apren­der, precisa de esos mediadores en una cultura compleja. Los materiales, en suma, son una necesidad para que la enseñanza sea posible en las condi­ciones en que está institucionalizada.

El problema está en que se dis­ponga de buenos y variados materia­les: válidos culturalmente (desde el punto de vista de sus contenidos), atractivos y adecuados para los alum­nos, que ayuden a hacer una enseñan­za mejor sin sustituir a los profesores, que sean accesibles económicamente para todos, etc. Esto significa que por material curricular hay que entender cualquier soporte (impreso, filmado, informático, aparatos, etc.) que ayude en la comunicación cultural y ala comprensión del mundo. Lamentable­mente, en la discusión actual, bajo el rótulo de “materiales curriculares” se está señalando a los que se elaboran con el fin exclusivo de ser consumidos en situaciones escolares, cuando disponemos de recursos muy atracti­vos procedentes del mundo de la divulgación científica, geográfica, antropológica, literatura, etc.

 

KIKI: Pero, ¿Quién los debe hacer?

 

Gimeno: Quien pueda y sepa. Lo que es evidente es que cada profe­sor, aunque es conveniente que se implique en hacer algo, no puede ser la alternativa a los libros de texto o a todos esos materiales interesantes disponibles en el mercado cultural. Primeramente, pues, el profesorado, los centros, los CEPS, podrían empezar por sistematizar y catalogar lo que actualmente existe y es interesante, aunque no se elaborase ni se venda para su uso en las escuelas. Pueden también coordinarse para elaborar aportaciones puntuales.

Respecto del material elaborado estrictamente con fines de desarrollar el currículum ‑hablemos claro: los libros de texto, que ahora se llaman, para exorcizarlos, materiales curricula­res‑, habría que ser conscientes de una realidad: las editoriales comercia­les no precisan elaborar productos de una gran calidad, capaces de provocar una alternativa, siguiendo las leyes del mercado. Es decir, que no sólo se vende lo bueno, sino también los malos productos. Y los más vendidos pueden no ser necesariamente los mejores o más innovadores, sino los que más se acomoden a las pautas de consumo y utilización dominantes de profesores, padres, centros y alum­nos. Por eso hemos venido insistien­do algunos en que, como ha ocurrido en otros contextos, es precisa una política de iniciativa pública, colabo­rando con los buenos profesores, con científicos, intelectuales, profesiona­les, gentes de la cultura, para promo­ver, sin someterse a la iniciativa del mercado, materiales de calidad alter­nativos; es decir estimular la investiga­ción y experimentación en este senti­do. Los centros llamados de desarro­llo curricular cumplen esta función. Llevamos exactamente diez años hablando y proponiendo esto, pero las administraciones ya hace tiempo que no tienen entre sus prioridades, incluso en sus discursos, la renova­ción pedagógica, y la iniciativa de la reforma en la realidad la están mar­cando de nuevo las editoriales comer­ciales. Aunque todo lo dicho no signi­fica querer anular su papel, ni mucho menos.

 

KIKI: ¿Qué papel juega la evaluación en una escuela com­prensiva y común para todos?

 

Gimeno: Habría que distinguir entre los papeles que juega y los que debería jugar. Digo esto porque las prácticas de evaluación que se reali­zan de verdad en la enseñanza están condicionadas más por razones extra-educativas que por motivos pedagógi­cos confesables. La enseñanza obligatoria está inmersa en un sistema edu­cativo explícitamente selectivo en algunos de sus niveles; se nutre ‑aun­que no sólo‑ de una tradición jerar­quizadora, selectiva y represiva, aun­que sea por medios “blandos” o sim­bólicos; en ella se desarrollan comple­jas relaciones personales cargadas de desigualdad entre los estudiantes y los profesores, por ejemplo; dentro de esas relaciones se ejerce el dominio, la autoridad, se camufla la inseguridad personal del docente, etc. Existen creencias ‑asumidas por algunos profesores‑ que mantienen que si no se evalúa no se estudia, que tiene que haber presión para que haya aprendi­zaje, etc. Además esa enseñanza obli­gatoria está dentro de una sociedad competitiva que impregna la mentali­dad de los padres, de los profesores, de los alumnos, de los administrado­res, ... La evaluación es como es por todas esas razones y algunas más, porque es fruto de una cultura y de una forma de institucionalizar la ense­ñanza.

Quiero señalar con esto que no basta querer y proponer un determi­nado tipo de evaluación conveniente en un nivel de enseñanza, sino que hay que ser consciente de las resis­tencias de muy diverso tipo y la labor de “convencimiento” que será preciso hacer en muy diferentes ámbitos, cambiar hábitos pedagógicos, formas de pensar, de comportarse con los alumnos, etc. Lo que ha pasado con la llamada evaluación continua es un ejemplo de lo que quiero señalar: un concepto que significa seguir el trabajo, la dinámica de aprendizaje que desarrolla un alumno y, si eso se hace, se saben también los resultados que va obteniendo, pasan a ser pequeños y constantes exámenes sólo que llamados ahora “controles” para despistar.

Yo recalcaría que la escuela com­prensiva es la escuela obligatoria para todos, cuya misión no es jerarquizar, ni seleccionar, ni señalar a ciertos alumnos como “incumplidores de objetivos”, porque ya sabemos que cuando a un nivel educativo van todos, unos están mejor dotados que

otros por diferentes razones para lograr resultados que la escolaridad estima como rentables. Como es obligatoria, es preciso que estimule y ayude a los que más lo necesitan. La evaluación en este nivel de enseñanza tiene que servir para tomar concien­cia de las necesidades del alumno, no para certificar sus deficiencias; una evaluación que signifique obtener información sobre los procesos de aprendizaje (de enseñanza, de paso) obtenida de manera informal, guiada por el buen juicio de quien sigue a sus alumnos, como algo natural en una relación pedagógica descargada de connotaciones autoritarias, fuera de un clima de control, confiando en que los seres humanos aprenden sin que se les examine (al menos así ocurre fuera de las aulas).

No se trata de creer que hay téc­nicas o modelos de evaluar delimita­dos para este tipo de enseñanza, sino que es preciso cambiar la mentalidad selectiva, los métodos pedagógicos, buscar la atracción por los contenidos de la cultura, el clima de relaciones humanas más adecuado, etc. Cuando se habla de alternativas a la evaluación esperamos modelos que solucionen muchas cosas que no dependen de las “técnicas de evaluar”, sino del medio en el que la evaluación jerarquizadora, selectiva y escasamente informadora se ha hecho posible y en el que justifi­ca su supervivencia. Decía Giner de los Ríos que el examen se practica porque ha desaparecido la relación pedagógica entre profesores y alum­nos, y lo malo es que los exámenes o los variados conceptos eufemísticos que los sustituyen contribuyen en muchos casos a esa desaparición. Sería precisa una forma de evaluar que se traduce en juicios cualitativos con capacidad de informar a los alum­nos, a sus padres, a otros profesores, que tengan un carácter orientador y diagnóstico, que diferencia aspectos educativos, sin que ello signifique tener que aplicar técnicas sofisticadas que la harían impracticable para los profesores en condiciones de trabajo normal. Lo importante es entender y clarificar para qué evaluamos, depu­rando los motivos por los que se hace.

 

KIKI: El profesorado tiende a colocar como elementos antagó­nicos la teoría y la práctica, rechazando toda interacción entre una y otra.

 

Gimeno: Este es un tema muy interesante y bastante complejo. El profesorado refleja una serie de ideas dominantes al respecto, su posición de trabajador en la “práctica” respec­to de los profesionales cuya “prácti­ca” es pensar, investigar y difundir teorizaciones. Transparenta también una idea muy extendida de que la práctica de enseñanza se adquiere por experiencia, artesanalmente, sin decir que más bien es por socialización profesional. Al mismo tiempo, la decepción respecto de la teoría supo­ne, paradógicamente, atribuirle a ésta unos poderes de regular la práctica para después reprocharle su incumpli­miento.

En primer lugar, es preciso acla­rar que todos los profesores y profe­soras, como seres humanos que son, incluso al margen de que sean profe­sores, tienen determinadas concep­ciones teóricas, explicaciones de los fenómenos educativos debajo de esa práctica experiencia¡ mente adquirida; no son teorías estructuradas, pero sí concepciones determinadas sobre su práctica, sobre la educación, sobre la relación educación y sociedad, etc. Esas creencias son subproductos de teorías, filosofías e ideologías. Todos somos teóricos en este sentido, sólo que diferimos unos de otros en que poseemos diferentes concepciones, las poseemos en distinto nivel de estructuración y con diferente grado de coherencia, y diferimos también en que somos desigualmente conscientes de que poseemos esas concepciones sobre los hechos educativos. Si alguien se define como práctico y no como teórico se puede referir a que su “oficio” no es especular, pero no a que no tiene “teorías”.

Cuando se habla de que algunos docentes son reacios a la teoría o que no esperan nada de ella nos enfrenta­mos a una situación que puede expli­carse también porque las teorizacio­nes y los “teóricos” no enlazan con esas concepciones que ya tienen los profesores, porque se expresan en un lenguaje distante del que éstos emple­an para hablar de sus ideas sobre la educación, porque tratan los hechos educativos alejados de las preocupa­ciones cotidianas de los docentes. Puede ocurrir también que el defecto no sea de comunicación sino que, simplemente, la teoría sea mala, eva­nescente, etc.

Existe además un hábito en nues­tra cultura, dominada por una menta­lidad muy marcada por el pensamien­to científico y sus aplicaciones tecno­lógicas, que lleva a creer que de las teorías se deducen aplicaciones con­cretas a la realidad: como si los teóri­cos tuviesen los secretos de la natu­raleza y los prácticos estuviesen lla­mados a aplicar unas leyes que resol­verían sus problemas.

La interacción teoría‑práctica se ha solido ver desde una óptica muy simplista. Por avanzar algo diré que las aportaciones de los teóricos o de las teorías, que en educación tampo­co son estrictamente teorías, puede residir en ofrecer, simplemente, modos de ver las cosas, para que quienes tienen que tomar decisiones sean más conscientes de lo que hacen, aportar elementos para la reflexión, colaborar en hacer la prác­tica de otra forma con los prácticos, etc. Es lo que se ha llamado un modo “iluminativo” o reflexivo de entender la relación teoría‑práctica.

Finalmente, querría señalar en este tema, que el puesto de trabajo de los profesores no está pensado ni facilita el que los profesores se dedi­quen a especular en el mejor de los sentidos, a acercarse al pensamiento educativo, a dialogar con él. Están urgidos por muchas exigencias buro­cráticas, de atención a sus alumnos, etc., y es comprensible que, conscien­tes de su situación laboral, esperen milagros de los que desde fuera de esos problemas parecen plantear soluciones con autoridad, reprochán­doles la no solución a sus problemas.

 

KIKI: ¿Cómo se podría devol­ver la confianza al profesorado para situarlo en condiciones de convertir la escuela en una herramienta de transformación social?

 

Gimeno: Si tu pregunta dice “devolver” es porque alguien o algo, presumes se la ha quitado y porque consideras que algo o alguien se la puede devolver y porque en algún momento se tuvo y se perdió. Sería preciso matizar todo esto. No creo que existan fórmulas para ilusionar a la gente ni que sea fácil en este espa­cio analizar las causas de la situación que señalas e indicar vías de solución.

Es cierto que vivimos en una etapa en el contexto internacional, nacional o en el estrictamente educa­tivo que no se caracteriza por el opti­mismo, la ilusión, ni por el arraigo de valores que supongan la solidaridad, la generosidad, el compromiso con empresas colectivas, culturales, etc. Con todo ello tiene que ver la educa­ción y afecta al profesorado como a cualquier colectivo social.

El encapsulamiento en el indivi­dualismo tiene su correlato en el retraimiento en cuanto a la forma de entender la profesión docente al ser­vicio de ideales colectivos. La profe­sión docente, por otro lado, al sufrir un proceso de proletarización y des­profesionalización deja de ser una actividad digamos que “vocacional” para convertirse en un trabajo como cualquier otro o como la salida ante la falta de otras alternativas profesio­nales más lucrativas. En estas condi­ciones se resiente la moral profesio­nal y el entendimiento de la labor educativa como un compromiso social.

Además, me parece que el dis­curso reivindicativo profesional de los profesores no siempre incorpora aspectos relacionados con la ética profesional, la mejora de su práctica pedagógica, o el reconocimiento de que enseñar es una empresa cultural y educativa colectiva. También hay que decir que no para todo el profe­sorado la escuela y su profesión son herramientas de transformación social, no nos equivoquemos.

Aparte existen motivos más inmediatos relacionados con frustraciones profesionales, desesperanza ante promesas de cambio incumpli­das, reformas muy cantadas pero sin compromisos políticos prácticos y sin medios económicos, etc. Ha habido iniciativas frustradas y soluciones no adecuadas al problema de la incentiva­ción profesional, al establecimiento de la llamada carrera docente al recono­cimiento del perfeccionamiento, etc., que no contribuye a transmitir opti­mismo.

Existen, pues, factores políticos y económicos estructurales ante los que los profesores tienen que actuar con el compromiso que compete a cualquier ciudadano. Es preciso, por otro lado, mantener la bandera de la calidad de la enseñanza pública para combatir la idología del mercado apli­cado a la educación, de la competitivi­dad y de la calidad entendida como acomodación al mundo laboral. Es decir, es preciso defender la idea y los ideales culturales y sociales de la educación.

Ese compromiso con el poder transformador de la enseñanza preci­sa de condiciones laborales y formati­vas, así como de la identificación con determinados aspectos éticos de la profesión de la enseñanza. Sólo a medida que se vaya dignificando el profesorado, sus condiciones de tra­bajo, su remuneración y formación se puede ir entrando en la exigencia de criterios de calidad en el desarrollo de la práctica pedagógica.

En todo caso es necesario clarifi­car y difundir códigos éticos en la profesión docente que en ocasiones se dan por supuestos pero que no siempre se respetan en la práctica códigos que resalten el que estamos ante una profesión que, además de permitir a quienes la ejercen ganarse de alguna manera la vida, conlleva un servicio público de fuerte connota­ción ética y social. Esos códigos debe­rían impregnar la formación y el per­feccionamiento en vez de reducir estas a contenidos tecnocráticos; tie­nen que ser aspectos de capital importancia en la práctica cotidiana y en la revisión constante de la misma.