LA EVALUACIÓN COMO INVESTIGACIÓN

 

Nieves Blanco

Dpto. de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga.

 

La evaluación, concebida como proceso permanente de reflexión y análisis sobre los procesos de enseñanza/aprendizaje, sobre los propósitos que la guían y sobre las condiciones en las que se desarrolla, se convierte en un continuo proceso de investigación que permitirá la recogida sistemática de información sobre lo que realmente ocurre en nuestras aulas.

 

La evaluación es parte consustan­cial de la enseñanza y del trabajo de los docentes. Seguramente hay acuer­do en considerarla como el enjuicia­miento sobre el valor o el mérito de aquello que se evalúa. Una caracteri­zación que, siendo adecuada, clarifica poco en la medida en que, por una parte, se ha convertido en una espe­cie de eslógan y, por otra y debido a ello, a menudo sirve más para ocultar que para desvelar. Porque, más allá de ese consenso general, el campo semántico asociado a la evaluación es muy amplio e incluye referentes y prácticas distintas, divergentes y con­tradictorias. En todo caso, no debe olvidarse que la “valía” o el “mérito” de algo depende de la concepción que se sostenga sobre lo “bueno”. Para muchos lo bueno es asociado a lo pertinente (entendido como aquello que se demanda); para otros, a menu­do lo pertinente no sólo no es lo bueno sino que hacerlos sinónimos puede ser un claro caso de irrespon­sabilidad (Zeichner 1987). Por ello, y en contra de tanta teoría y, quizá sobre todo, de tanta práctica realiza­da bajo el nombre de evaluación, ésta nunca puede pensarse y realizarse como algo objetivo, independiente­mente de los valores que la informan y de los que persigue.

La evaluación es una actividad que siempre se realiza en un contexto social y político; eso quiere decir que se mueve en un terreno de valores y de tensiones entre ellos. Por lo mismo, puede realizarse desde ‑y promover‑ formas tanto de domina­ción como de emancipación. Serán los valores que la guíen y la forma en que se realice la que lo determine. Cuan­do la evaluación se realiza para con­trolar, para seleccionar, para sancio­nar o, simplemente, para determinar la consecución de objetivos previa­mente establecidos, estamos ante una práctica social que ‑cuando menos­-no promueve la emancipación, enten­dida como el rechazo al papel de la autoridad para sustituirlo por el pro­pio criterio (Stenhouse 1987:24).

Para que la evaluación sea eman­cipadora (y me referiré más explícita­mente a la realizada por los docentes, aunque no tiene por qué circunscri­birse a ella) debe convertirse en un proceso permanente de reflexión sobre los procesos de enseñanza­-aprendizaje, los propósitos que los guían y las condiciones en que se desarrollan. Por ello resulta difícil ‑si no imposible‑ separarla de la propia actividad cotidiana o reducirla a sólo algún o algunos aspectos o sujetos de todos los que están implicados en la enseñanza. Los docentes, los estu­diantes, los padres, las regulaciones administrativas, el centro y su organi­zación, los materiales que se utilizan, las actividades que se realizan, el curriculum... configuran y dan sentido a la enseñanza y ninguno de ellos puede quedar fuera de consideración sin riesgo de desvirtuar su sentido.

Entendida así, la evaluación se convierte en un proceso de investiga­ción que posibilita la recogida siste­mática de información sobre aquello que va a evaluarse, que nos permite comprenderlo y poder, finalmente, valorarlo. Después de todo, como dijera Stenhouse (1987:28) la investi­gación no es sino “una indagación siste­mática y autocrítica”; esto es, una acti­vidad guiada por la necesidad de com­prender y que se hace pública, que está abierta conscientemente a la crí­tica y al cuestionamiento.

Concebir y practicar la evalua­ción como un ejercicio de reflexión y valoración de la enseñanza, encami­nado a la mejora de la misma y de las condiciones en que se realiza, supone asignar un papel protagonista a los docentes considerados como profe­sionales reflexivos, comprometidos individual y colectivamente en la com­pleja y fundamental actividad social en que la enseñanza consiste. La evalua­ción forma parte inextricable de los procesos de enseñanza y su función será ampliar y desarrollar el juicio de quienes participan en tales procesos. Por ello la evaluación se concibe a menudo como autoevaluación, como una labor de investigación que proporciona información a quienes parti­cipan en los procesos de enseñanza, que les permite conocer mejor su actividad y tomar decisiones relativas al modo en que las cosas han de hacerse para adecuarse a sus propósi­tos, expectativas y necesidades. Es por ello que Stenhouse era reacio a las evaluaciones externas, consideran­do que los juicios sobre una situación de enseñanza sólo pueden emitirlos cabalmente quienes participan en ellas puesto que son los que poseen el conocimiento práctico que se requie­re para comprenderlas y mejorarlas. Sin embargo, y como algunos proyec­tos de este mismo autor y los poste­riormente desarrollados en la línea de la investigación‑acción indican, los puntos de vista y la ayuda de agentes externos puede ser útil en la medida en que no pretendan sustituir el juicio de los agentes internos. En este caso, su contribución puede ser importan­te; mucho más cuando las condicio­nes laborales de la enseñanza no faci­litan precisamente el que pueda dis­ponerse de tiempos y espacios de investigación y reflexión.

 

¿Bajo qué condiciones puede plantearse la evaluación como un proceso de investigación?

 

Postular la evaluación como una actividad de investigación implica cambiar el modo de concebir no sólo la evaluación sino toda la enseñanza, el papel que los docentes y los estu­diantes pueden y deben jugar, alterar el tipo de relaciones que se estable­cen y fomentar la participación de todos en el compromiso de compren­der y mejorar aquellas actividades que en la escuela se desarrollan. Alterar, en definitiva, la concepción de lo que hacemos, de quienes somos y de lo que deseamos. Indicaré a continua­ción algunos de los cambios que, tanto en lo que respecta a las ideas como a las prácticas, son necesarios desde la concepción de la evaluación como investigación.

 

* La escolaridad obligatoria (ahora más amplia que nunca) consti­tuye el periodo que la sociedad esta­blece para introducir a los niños y niñas en la cultura, para darles acceso al conocimiento valioso. Y no es algo que hagan voluntariamente sino que, al mismo tiempo que es un derecho constituye un deber, de tal modo que no pueden, aunque lo deseen, sustra­erse a la escuela. Aunque esto es muy obvio, no parece que se piense en ello a menudo o, en cualquier caso, que se actúe en consonancia. Sólo en la escolarización se produce la increí­ble paradoja de privar de su libertad a una parte de la sociedad, de enrolarla en una serie de actividades para luego decirles aquello que otros decidieron que debían hacer, no saben hacerlo o no en grado suficiente. Sólo en la escuela se produce la increíble situa­ción de obligarte a estar en ella para, después, poder expulsarte y, además, pretender que lo que no conseguiste es tu responsabilidad. En consonancia con ello, la evaluación no puede ser sancionadora y seleccionadora. Cier­to es que esto es contradictorio con algunas de las funciones sociales de la escuela ‑aquellas que con mayor evi­dencia reproducen y refuerzan el desigual reparto de bienes en la socie­dad, que busca perpetuarse‑. Y cierto es también, si nos referimos a los estudiantes, que ni todos llegan con el mismo bagaje cultural ni muestran los mismos intereses y capacidades en el proceso de introducción en ‑y adqui­sición de‑ la cultura. Todo ello no hace sino reforzar la complejidad que la actividad educativa conlleva. En nin­gún caso estos argumentos pueden exhibirse para eludir la responsabili­dad de la escuela en proporcionar acceso a todos los individuos a la/cul­tura y en la defensa de valores educa­tivos. Valores que, por su propia constitución, siempre han de ser con­trovertidos y a menudo van a entrar en contradicción con demandas socia­les ‑no siempre explícitas pero igual­mente fuertes‑ y con la propia tradi­ción de la escuela.

* La enseñanza, en todos sus niveles y facetas, es una actividad social y, por ello, pública. Públicos son sus contextos y públicas ‑aunque tam­bién privadas‑ sus consecuencias. Un principio que es igualmente válido para la evaluación, ya se trate de eva­luación del sistema educativo, de la de un centro, de la de los docentes o de la de los estudiantes. Esto implica la necesidad de hacer explícitos tanto los juicios que se emiten como los supuestos que los sustentan y la infor­mación en que se basan. Toda evalua­ción que merezca la pena realizarse ha de servir para comprender y, des­pués, mejorar aquello que se evalúa. Es decir, ha de servir para aprender de y con ella. Aunque no lo garantice, sólo el conocimiento de los supues­tos en que se basa, permite tal apren­dizaje y tal comprensión (Álvarez Méndez 1993). Es una responsabilidad inexcusable de quien evalúa porque, de otro modo, se está atribuyendo un poder ilegítimo sobre aquello que somete a juicio y sobre aquellos a quienes tal juicio afecta. No debería olvidarse que buena parte de las con­secuencias de la evaluación ‑como de la enseñanza‑ tienen que ver con el poder que el evaluador ejerce sobre aquél a quien evalúa. Es, por lo mismo, un requerimiento ético que impide o cuando menos hace más difí­cil el abuso y la prepotencia de quie­nes están en posiciones de poder; un poder que, en buena medida, procede de la posesión de la información sobre la que se asientan los juicios evaluadores. Es, por ello, un requisito para una evaluación educativa y democrática (Angulo, Contreras y Santos 1991 ).

* Una evaluación que quiere sus­tentarse y convertirse en un proceso de investigación ha de realizarse desde la colaboración, nunca desde el individualismo. El aislamiento no es educativo; es conservador y paralizan­te. Defender y estimular la autonomía de los docentes, entendida como el ejercicio y el desarrollo de sus pro­pios criterios respecto a la labor que realizan no puede ser incompatible con la colaboración. Al contrario, se apoya en ella. La enseñanza es una actividad colectiva y se realiza en escuelas que deben concebirse como una totalidad, porque como totalidad son responsables, ante los padres y ante la sociedad, de la educación de los estudiantes, de la calidad de las experiencias que se les proporcionan. En este marco, la evaluación conside­rada como un proceso de investiga­ción que se asienta en la reflexión y que desde la valoración de la ense­ñanza busca mejorarla continuamente, requiere que los docentes, como grupo, y junto a los estudiantes, pue­dan tomar las decisiones fundamenta­les sobre la enseñanza. Ello supone crear un ambiente y un contexto de colaboración que no se restrinja a compartir recursos o ideas sino que se amplíe a la discusión de los pro­pósitos y los valores de lo que se enseña y del modo en que se hace (Fullan y Hargreaves 1992:3). Algo que difícilmente podrá darse si no es desde el compromiso común con la mejora ‑que no con la eficacia‑ de la enseñanza.

* Quienes evalúan y aquellos que son evaluados están implicados y comprometidos en la misma activi­dad; ambos tienen algo que decir y deben poder hacerlo. Creo que ya ha quedado claro que no entiendo que la evaluación pueda ser un procedimien­to objetivo (mucho menos cuando eso tantas veces significa tratar a los demás como objetos). Pero puede y debe aspirar a que, a través de la crí­tica, el diálogo y el debate, ese juicio valorativo que distingue a la evalua­ción haga que quienes participan en ella aprendan y amplíen su compren­sión sobre sí mismos, sobre los demás y sobre los procesos que generan. Fomentar la participación de todos los implicados en la enseñanza resulta imprescindible. Pero también hay que asumir que eso “significa aprender a afrontar de forma respetuosa los conflictos de intereses o de valores y habituarse a tomar decisiones que impli­quen compromisos de todas las partes que intervienen,” (Martínez Bonafé 1992:52).

* Asumir la divergencia y el disenso como un valor positivo y no como algo que hay que erradicar y evitar. No se me escapa que esto es ir contra corriente porque al “consen­so” se atribuyen cualidades de talis­mán y que el conflicto es pensado, vivido y enseñado como algo negativo que hay que sustituir por el acuerdo. Sin duda es cierto que el acuerdo es positivo, pero también lo es que el conflicto, la divergencia, no sólo son inevitables sino que están mostrando las diferentes perspectivas, intereses y valores que en toda situación existen. Por ello son una fuente importante de aprendizaje en la medida en que, sólo si esas distintas posiciones pueden aflorar existirán posibilidades de argu­mentarlas, de sacar a la luz los supuestos en que se asientan, de criti­carlas, de establecer procesos de diá­logo y de investigación. Ocultarlas no lleva sino a la ceguera, a esconder visiones diferentes, a impedir el cues­tionamiento de los valores en que se asientan, a amordazar las contradic­ciones y a enfatizar una pretendida y falsa homogeneidad. Las contradiccio­nes, la divergencia deberían ser pen­sadas, vividas y enseñadas como fuen­te de conocimiento, ser analizadas en el diálogo y encauzar su resolución a través de la investigación: indagando cómo distintas posiciones dan lugar a diferentes formas de práctica y anali­zando, después, tales prácticas. Frente al encasillamiento en las propias posi­ciones, cerrándose al diálogo con otras, la actitud en educación debería ser ‑como Muguerza (1990) propone para la filosofía‑ la perplejidad, porque permite el cuestionamiento perma­nente e impide caer en la tentación de que cejemos en la búsqueda de explicaciones más ajustadas y de prác­ticas cada vez más cercanas a la uto­pía, a esos ideales que ‑por definición ­nunca se alcanzarán en su totalidad.

* Aunque toda evaluación lleva aparejada la toma de decisiones, debería prestarse más atención al conocimiento y la comprensión que la evaluación debe proporcionar que a la toma de decisiones. Ambos aspec­tos están ligados pero no son la misma cosa ni es igual dónde se colo­ca el énfasis. Si se han de tomar deci­siones, es evidente que hay un cono­cimiento previo sobre el que se sus­tentan y si se quiere conocer, es más que probable que después se tomen decisiones. Sin embargo, si el énfasis se coloca en el conocimiento y la comprensión que la evaluación pro­porciona, su perspectiva es más abier­ta, más “sensible”, más enriquecedora que si se coloca en la toma de deci­siones. En este caso, y hay ejemplos suficientes para alentar los temores, la evaluación tiende a tecnificarse, a convertirse en un medio para la toma de decisiones y a descuidar tanto los aspectos que conducen a la compren­sión del fenómeno o personas que se quieren evaluar como a no prestar suficiente atención a las cuestiones relativas a la calidad del proceso eva­luador y a sus aspectos éticos. La toma de decisiones, por lo demás, debe contar con la participación de todos aquellos a quienes afectan. Esto no significa, inevitable y necesaria­mente, que todos deban estar de acuerdo; significa, en principio, que no debieran ser impuestas y decididas unilateralmente.

* Conoceremos mejor aquello que queremos evaluar si las personas implicadas no tienen miedo a ser cas­tigados por su ignorancia, por sus ideas, por sus errores... Los errores son, no ya inevitables, sino necesa­rios; se puede y se debe aprender de y con ellos. No son algo a erradicar (dichosa palabra que recuerda las pla­gas, antiguas y modernas) sino algo que analizar, una fuente de informa­ción y un indicador de cómo están las cosas, de dónde algo no va bien... De otro modo, la información que nos proporcionarán estará sesgada, habrá ocultamientos y ello dificultará la comprensión que se pretende y se requiere. Es responsabilidad de quien evalúa evitarlo, tanto por criterios metodológicos como éticos.

* En principio, la evaluación como una actividad de investigación no supone la utilización de formas esotéricas o diferentes a las que pue­den estarse empleando para recoger información. Lo que cambiará, segura­mente, será la amplitud de los ámbi­tos y las personas en las que se indaga y, tal vez sobre todo, el modo de hacerlo. Y ello porque habrán cambia­do los propósitos. Y eso modifica la perspectiva general que proporciona y, sin duda, permite iluminar aspectos que de otro modo podrían quedar en la oscuridad. Cualquier procedimien­to de recogida de información es valioso si permite explicitar los valo­res e intereses que subyacen a las actividades que se realizan, si nos per­mite comprender mejor aquello que hacemos.

* Difícilmente puede pensarse en realizar una evaluación bajo los presu­puestos mencionados sin, además, la modificación de la estructura organi­zativa de los centros y del puesto de trabajo de los docentes. Cuando el puesto de trabajo de los docentes está concebido para dedicar la prácti­ca totalidad de su tiempo a la ense­ñanza presencial, cuando no hay tiem­pos para el intercambio de ideas, para la discusión, para el trabajo colectivo difícilmente puede desarrollarse una enseñanza y una evaluación apoyada en la reflexión y la colaboración. Tampoco es posible cuando los espa­cios y tiempos de trabajo con los estudiantes son rígidos e inamovibles. Las actuales estructuras departamen­tales ‑más en la secundaria, pero no exclusivamente‑ constituyen con fre­cuencia islotes en un archipiélago donde aún no se inventaron las cano­as, de modo que se convierten en espacios de aislamiento, ligadas más a los intereses de los distintos ámbitos disciplinares que preocupadas por la escuela en su totalidad. Un aislamien­to que refuerza el que existe ‑y per­siste‑ en las aulas. Todos estos condi­cionamientos, debidos y sostenidos por una forma específica de estructu­rar el puesto de trabajo del profeso­rado y los esquemas organizativos de las escuelas constituyen serios y rea­les obstáculos para realizar una eva­luación que apoyada en la colabora­ción, constituya un espacio de refle­xión e investigación encaminada a la comprensión y la mejora de la ense­ñanza. Corresponde a la administra­ción tomar las medidas que permitan modificar tales estructuras pero es tarea de los docentes reclamarlas y utilizar los resquicios que las condi­ciones actuales permiten para forzar tales medidas. Aunque las realizacio­nes sean modestas respecto a los ide­ales, son posibles como algunas expe­riencias indican (Martínez Bonafé 1992).

Es evidente que no es fácil pensar y practicar la evaluación entendida como un proceso de investigación. La fuerza de la rutina, la presión social, la inadecuación de las estructuras insti­tucionales, las exigencias administrati­vas, la carga de responsabilidades, los muchos estudiantes (más a medida que se asciende en el sistema esco­lar), la ausencia de “modelos” diferen­tes... incrementan las dificultades. Nadie dijo, sin embargo, que lo mejor fuera más sencillo ni que tratar de acercarse a ello no vaya a crear con­flictos entre intereses contrapuestos (los de los docentes y los de los estu­diantes; los de los estudiantes y los de la sociedad; los de los docentes y los del sistema escolar...). A modificar esta situación no contribuye ni las condiciones institucionales en que la enseñanza se desarrolla, ni el ordena­miento legal respecto a la evaluación que, en el momento en que se pasa de las declaraciones de principios a las regulaciones administrativas, iden­tifica y reduce la evaluación a califica­ción y a indicadores de rendimiento. A pesar de la claridad y profusión de los discursos que postulan la evalua­ción como una actividad ética y de investigación, cada vez resulta más difícil ‑paradójicamente‑“de realizar como tal. La nueva (o quizá no tan nueva, pero en todo caso con renova­dos bríos) obsesión por la eficacia y la eficiencia constituye un obstáculo for­midable.

Pero no hay fórmula mágica algu­na para evitar la complejidad y los conflictos, salvo ocultar lo importan­te, lo que creemos y deseamos, y taparlo con la conformidad de lo que podemos hacer. Es una cuestión, en última instancia, de responsabilidad, de creer realmente en que forma parte sustantiva de nuestro trabajo perseguir y tratar de alcanzar valores educativos que, a menudo, pueden obligarnos a decir “no” a lo que la sociedad pretende de la escuela, pero a través nuestro. Quizá, como de los filósofos predica Muguerza (1990:85), los educadores no andamos muy sobrados de esperanza; y sin embargo creo, con él, que podríamos tratar de merecerla comprometiendo en ella nuestro destino.

 

REFERENCIAS

 

Álvarez Méndez, J.M. (1993): “El alumnado. La evaluación como actividad crítica de aprendizaje”. Cuadernos de Pedagogía, 219, 28‑32.

 

Angulo, F.; Contreras, J. y Santos, M.A. (1991): Evaluación educativa y democratización de la sociedad”. Cuadernos de Pedagogía, 195, 74‑79.

 

Fullan, M. y Hargreaves, A. (1992): What’s worth fighting for in your school? Working toget­her for improvement. Milton Keynes, Open Uni­versity Press.

 

Martínez Bonafé, A. (1992): “De la evaluación del alumnado a la evaluación del centro”. Aula de Innovación Educativa, 6, 52‑59.

 

Muguerza, J. (1990): Desde la perplejidad (Ensa­yos sobre la ética, la razón y el diálogo). Madrid, Fondo de Cultura Económica.

 

Stenhouse, L. (1987): La investigación como base de la enseñanza. Madrid, Morata.

 

Zeichner, K. (1987): “Enseñanza reflexiva y experiencias de aula en la formación del profeso­rado”. Revista de Educación, 282, 161‑189.