Funciones de la escuela en la sociedad postindustrial

ÁNGEL PERÉZ GÓMEZ

Definir la función de la institución escolar en las sociedades llamadas postindustriales es una tarea compleja y polémica. En mi opi­nión, para comprender la complejidad de esta sutil, cambiante y omnipresente función conviene distinguir tres aspectos claramente relacionados pero con matices significativamente diferentes: Los procesos de socialización, la función social, y la función educativa de la escuela.

En primer lugar, nadie cuestiona que la escuela como institución social en la que se encuentran grupos de individuos que viven en entornos sociales más amplios ejerce pode­rosos influjos de socialización. La cultura social dominante en el con­texto político y económico al que pertenece la escuela impregna ine­vitablemente los intercambios humanos que se producen en ella (Willis, 1.990). Por tanto, las contra­dicciones que encontramos en las demandas divergentes de aquella cultura social caracterizan también los intercambios humanos dentro de la escuela. Además, los influjos contradictorios entre las exigencias de la vida familiar, la vida econó­mica y la vida política van adop­tando apariencias y formas distin­tas de presentación de manera cada vez más acelerada, de modo que comprender los procesos de socialización en la escuela y en su entorno exige un esfuerzo perma­nente de sensibilidad y análisis (Fernández Enguita 1.990a, 1.990b). Por ejemplo, tanto los docentes como los alumnos y alumnas han asumido valores hegemónicos y contradictorios entre sí que se refieren a estos tres ámbitos de la vida social: exigen­cias de atención, cuidado, ternura y generosidad en su vida familiar; tendencia a la competitividad, al egoísmo, al individualismo, a consi­derar la primacía de la rentabilidad, apariencia y el dinero en el ámbito del trabajo, la economía y el mundo laboral; el convencimiento de la igualdad de todos, al menos en teo­ría y de derecho, ante la ley, la par­ticipación política, el compromiso con el bien común y la tarea colec­tiva en las sociedades democráti­cas (Pérez Gómez, 1.994a). Ahora bien, estas contradicciones y demandas divergentes adoptan en cada época y en la actualidad cada breve espacio de tiempo, formas y matices bien diferentes. La familia ya no puede considerarse el espa­cio homogéneo e inalterable de hace no más de treinta años, la economía está exigiendo nuevos comportamientos, actitudes, cono­cimientos y habilidades bien dife­rentes a las de obediencia y sumi­sión mecánica de la época de las grandes industrias y el trabajo en cadena. La política, por su parte, se ha convertido en breve espacio de tiempo, especialmente en España, en una costosa e inalcanzable empresa de marketing, donde la participación ciudadana se reduce, en general, al compromiso electoral cada cuatro años.

Así pues, el proceso de socializa­ción que las nuevas generaciones soportan tanto en su entorno social como en la escuela cambia y se especializa a la medida y ritmo de las sutiles y aceleradas transforma­ciones sociales. Lo que pone ade­más de manifiesto el análisis del pensamiento contemporáneo, es que la ideología postmoderna que corresponde a la estructura econó­mica del liberalismo radical del mer­cado está transformando de forma acelerada valores y actitudes apa­rentemente bien asentados en las ­sociedades llamadas modernas y occidentales. El absoluto relati­vismo cultural e histórico, la ética pragmática del todo vale, la toleran­cia superficial entendida como ausencia de compromiso y orienta­ción, la competencia salvaje, el individualismo egocéntrico junto al conformismo social, el reinado de las apariencias, de las modas, del tener sobre el ser, la exaltación de lo efímero y cambiante, solamente por el hecho de experimentar el cambio, la obsesión por el con­sumo, son las excrecencias inevita­bles de una forma de concebir las relaciones económicas, que condi­cionan la vida de los seres huma­nos, reguladas exclusivamente por las leyes del mercado. La primacía de la rentabilidad sobre la producti­vidad se impone sutilmente sobre todos los ámbitos de las relaciones humanas (Gil Calvo,1.993).

Cabe insistir al respecto que la revolución electrónica que preside los últimos años del siglo XX parece abrir las ventanas de la his­toria a una forma de ciudad, de configuración del espacio y del tiempo, de las relaciones económi­cas, sociales, políticas, culturales, en definitiva un nuevo tipo de ciu­dadano con hábitos, intereses, for­mas de pensar y sentir, presidida por los intercambios a distancia, por la supresión de las barreras temporales y las fronteras espacia­les. Cada individuo, a través de la pequeña pantalla puede ponerse en comunicación, recorriendo las famosas autopistas de la informa­ción, con los lugares más recóndi­tos, las culturas más exóticas y dis­tantes, las mercancías más extra­ñas, los objetos menos usuales en su medio cercano, las ideas y crea­ciones intelectuales más diferentes y novedosas. Se abre un mundo insospechado de intercambios por la inmediatez de la transmisión de informaciones. El hombre puede habitar ya en la Aldea Global. Como afirma Echevarría (1994) las nuevas generaciones viven ya en Telepolis.

El intercambio cultural de ideas, costumbres, hábitos, sentimientos que facilita la red universal de comunicación provoca la relativiza­ción de las tradiciones locales, con sus instituciones y valores así como el mestizaje físico, moral e intelectual. La riqueza y diversidad de ofertas y planteamientos cultura­les que caracteriza la sociedad postmoderna a la vez que puede liberar al individuo de la imposicio­nes locales desemboca, al menos durante un periodo importante de tiempo, en la incertidumbre y la inseguridad de los ciudadanos, que han perdido sus anclajes tradicio­nales sin alumbrar por el momento las nuevas pautas de identidad individual y colectiva. La quiebra de la racionalidad propia de la época moderna no ha engendrado las supuestas luces de la post-moder­nidad. Tal vez sea la penumbra el sino de esta época. (Morin 1993, Finkielkraut, 1992, Pérez Gómez, 1994b)

En este sentido la televisión no es más que el reflejo de la cultura social, el mejor producto a la vez que factor agente de las exigencias de la lógica del mercado donde toda la realidad material o simbó­lica se convierten en potenciales mercancías. Por ello en el medio televisivo debe eliminarse cuanto complique el devenir del juego del mercado. Así, las imágenes apare­cen desprovistas del contexto polí­tico, económico, social o cultural que las convertirían en significan­tes. No es necesario, es más la sig­nificatividad podría amenazar la lógica simple y opaca del intercam­bio mercantil. En palabras de Lipo­vetsky, (1990) se impone el imperio de lo efímero, una cultura que acaba vaciando nuestro interior.

Como consecuencia de la cultura comercial y de su reflejo especta­cular en el medio televisivo es fácil reconocer el empobrecimiento per­sonal y colectivo, el sesgo formal del desarrollo psicológico de los individuos al alimentarse sólo de artificio, de formas sin contenidos, de sensaciones sin reflexiones. El vacío interior y el sinsentido tienden a perpetuarse y a potenciarse, por­que la fascinación generada por los artificios formales impide tomar conciencia de ellos.

Y así, la lógica de espectáculo, de la publicidad, del mercado, va inva­diendo todos los ámbitos de la vida de los ciudadanos, la producción, el trabajo, el consumo, la política y hasta el mundo de sus relaciones sentimentales. Para todos nosotros ya es evidente que las campañas políticas por ejemplo, en el plazo de una década en España se han convertido en mera propaganda publicitaria, donde poco importan los contenidos, los argumentos y las razones, siempre que se envuelvan con el ropaje adecuado de

convicción, seducción y fascina­ción. Como es obvio, el mundo social de la institución escolar se inunda sin lugar a dudas de esta lógica mercantil.

Como consecuencia de la modifica­ción de los intereses, valores e incluso hábitos perceptivos en las nuevas generaciones que habitan la aldea global en la que se enseñorea el medio televisivo, el hábito de la hiperestimulación sensorial, del movimiento acelerado, de los cortes y cambios permanentes de planos y perspectivas, la ruptura de la continuidad narrativa, o la prima­cía de las formas sin contenido, de la narración sin argumento, va desarrollando paralelamente en los individuos de las sociedades indus­triales avanzadas una visión frag­mentada, discontinua y desorgani­zada de la realidad. Las nuevas generaciones corren el riesgo de perderse en la borrachera de estí­mulos sensoriales, en la trama inconexa de multiplicidad de infor­maciones episódicas. El problema no es la carencia de informaciones y datos, sino la dificultad de cons­truir una estructura coherente que organice la dispersa multiplicidad. (Pérez Gómez, 1994)

Por otra parte, es importante com­prender el efecto de inactividad o pasividad que habitualmente pro­duce la televisión en la audiencia, porque la saturación informativa, el bombardeo de noticias, de imáge­nes emotivas sobre los problemas, desgracias e insatisfacciones de los grupos humanos en la sociedad contemporánea no mueve a la acción eficaz, sino en el mejor de los casos a la compasión estática que se satisface con simulacros de intervención. La magnitud de los problemas y situaciones no sólo eximen de responsabilidad sino que a la vez sugieren la ineficacia de cualquier compromiso personal con una realidad tan inabarcable como distante e impersonal. Por esto se ha dicho que la participa­ción que genera la pantalla es tan sólo de carácter emotivo, una parti­cipación sin compromiso, por dele­gación.

Es evidente que todos estos aspec­tos de la cultura contemporánea, postmoderna, así como la omnipre­sencia del medio televisivo (Fetrés, 1994), están presentes en los inter­cambios cotidianos de la vida esco­lar, provocando, sin duda al apren­dizaje de conductas, valores, actitu­des e ideas determinadas. La evo­lución de las formas y mecanismos por los que se reproduce la cultura social en la institución escolar supone un reto constante al pensamiento pedagógico para compren­der tanto los nuevos modos de socialización en la escuela, como las nuevas exigencias que requiere la intervención realmente educa­tiva.

En segundo lugar, la función social de la escuela como servicio público obligatorio y gratuito para todos los ciudadanos hasta los dieciséis años pretende, en principio, com­pensar las deficiencias de los pro­cesos de socialización, tanto en lo que se refiere a las carencias gene­ralizadas de los mismos respecto a diferentes ámbitos del saber, como a las profundas desigualdades que provocan en virtud del origen social y cultural de los diferentes grupos humanos. De esta manera, y con esta pretensión, en las sociedades democráticas occidentales, la escuela ofrece un servicio público y gratuito que se extiende a los rinco­nes más remotos de la población para acercar la cultura pública e intentar paliar con ella, los efectos que las inevitables desigualdades de la economía de mercado ha pro­ducido en los diferentes grupos sociales. Este proceso de compen­sación de las desigualdades de ori­gen supone un instrumento indis­pensable en la pretensión de legiti­mar la legalidad económica y polí­tica de las sociedades actuales. La función compensatoria de la escuela aparece como el último refugio del principio de igualdad de oportunidades, imprescindible para legitimar la estructura y funciona­miento de la economía de libre mercado en las sociedades formal­mente democráticas (Lerena, 1980; Pérez Gómez 1.994a, Fernández Enguita,1990a y 1990b).

Por otra parte, la función social de la escuela, difundiendo los rudi­mentos de la cultura pública a todas las capas de la sociedad supone también un requisito indis­pensable para garantizar la forma­ción del capital humano que requiere el funcionamiento fluido del mercado laboral. A mayor nivel cultural corresponden mayores posibilidades de adaptación flexible a las exigencias cambiantes del mundo de la economía actual. Por tanto, en este sentido, podemos afirmar que la escuela cumple una función social caracterizada por el perfeccionamiento de los procesos espontáneos de socialización, con sus virtudes y contradicciones. De todas formas, no cabe olvidar que la escuela es una conquista social de la era moderna y que tanto en su estructura como en su funciona­miento se encuentra adaptada a las exigencias sociales, políticas y eco­nómicas de aquella época. En vir­tud de dichas exigencias, la escuela se conforma como un espacio desgajado para la transmi­sión de la cultura y del saber que de otra forma no puede llegar a todos los rincones de la sociedad. Nadie nos puede garantizar ya que con el desarrollo actual de la tecno­logía de comunicación de masas en la era postmoderna de la aldea global, perfectamente extendida y omnipresente en los lugares más recónditos, la escuela no deje de ser ya imprescindible para cumplir la función social de preparar el capital humano que requiere la movilidad del mercado laboral. Incluso me interrogo si la función de legitimar la legalidad presente, mediante la aparente garantía del principio de igualdad de oportunidades a través de la escuela pública y el curriculum común, no puede ser sustituida por otras fórmulas de gestión privada y tecnología actual (González Requena,1989,94; Verón,1983).

En tercer lugar la función educativa de la escuela. A medida que se profundiza en el aspecto singular de la tarea educativa, aquello que la diferencia de la mera actividad de socialización o reproducción de las costumbres y valores hegemó­nicos, propia de otras instancias de socialización, aparece con más cla­ridad, el carácter de doble media­ción de la escuela, o mediación reflexiva. Si la escuela pretende ejercer una función educativa no será simplemente por el cumpli­miento más perfecto y complejo de los procesos de socialización (pri­mera mediación), sino por su inten­ción sustantiva de ofrecer a las futuras generaciones la posibilidad de cuestionar la validez antropoló­gica de aquellos influjos sociales, reconocer y elaborar alternativas y tomar decisiones relativamente autónomas. Con esta intención educativa, la escuela ha de ofrecer no sólo el contraste entre diferentes procesos de socialización sufridos por los propios alumnos de un mismo centro o grupo de aula, sino de experiencias distantes y culturas lejanas en el espacio y en el tiempo, así como el bagaje del conocimiento público que constitu­yen las artes, las ciencias, los saberes populares... (segunda mediación). Solamente podremos decir que la actividad de la escuela es educativa, cuando todo este conjunto de materiales, experien­cias y elaboraciones simbólicas sirva para que cada individuo reconstruya conscientemente su pensamiento y actuación, a través de un largo proceso de descentra­ción y reflexión crítica sobre la pro­pia experiencia y la comunicación ajena. El esquema tradicional de transmisión y aprendizaje de conte­nidos de la cultura puede que no provoque en absoluto la recons­trucción de los modos de pensar y sentir de los estudiantes, sino sólo el adorno académico externo, que solo se utiliza para resolver con relativo éxito las demandas y exigencias de la tarea escolar. A este proceso yo no me atrevería a lla­mar educativo, con otros matices y otras características es parte del mismo proceso socializador (Pérez Gómez 1994c).

La función educativa de la escuela requiere autonomía e independen­cia intelectual, y se caracteriza pre­cisamente por el análisis crítico de los mismos procesos e influjos socializadores incluso legitimados democráticamente (Liston y Zeich­ner,1993; Pérez Gómez,1993). Es por tanto una tarea siempre inaca­bada y emergente, por cuanto que la evolución social de las pautas de interacción económica y cultural produce la aparición de nuevos mecanismos y procedimientos de socialización que, a su vez, requie­ren nuevos procesos de análisis crítico, descentración y reflexión. La función educativa de la escuela, así considerada, establece inevita­blemente un movimiento de con­traste y contradicción con los influ­jos socializadores del medio y de la propia escuela como institución social. Más que nunca, en la actua­lidad, y como consecuencia del poderoso y sutil influjo de los omni­presentes medios de comunicación de masas la función educativa se ha de ejercer cuestionando la bon­dad antropológica de aquellos influ­jos culturales, con más decisión cuanto más inapreciables y asumi­dos sean, que conforman el esce­nario y la trama del desarrollo indi­vidual y colectivo.

Resumiendo, pienso que la escuela en las sociedades postindustriales, cumple este complejo y contradic­torio conjunto de funciones. Ahora bien solamente desarrollará una tarea realmente educativa cuando sea capaz de promover y facilitar la emergencia del pensamiento autó­nomo, cuando provoque la recons­trucción de las formas de pensar, sentir Y actuar que cada individuo ha desarrollado a través de sus intercambios espontáneos con su entorno cultural.

REFERENCIAS:

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FERNANDEZ  ENGÜITA,M. (1990a): La cara oculta de la escuela. Madrid: Siglo XXI FERNANDEZ ENCUITA, M. (1990b): La escuela a examen. Madrid: Eudema

FERRES,J. (1.994): Televisión y Educación. Barcelona: Paidás.

FINKIELKRAUT,A. (1.990): La derrota del pensamiento. Barcelona: Anagrama

GIL CALVO,E. (1.993): Futuro incierto. Barcelona:Anagrama

GONZALEZ REQUENA,J. (1.989): El espectáculo informativo. Madrid: Akal

GONZALEZ REQUENA,J. (1.994): El texto televisivo. Signos. Abril­Junio, 4-13

LERENA,C. (1980): Escuela, ideo­logía y clases sociales en España. Barcelona:Ariel

LIPOVETSKY,G. (1990): El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas. Bar­celona: Anagrama

LISTON, D. Y ZEICHNER, K. (1993): Formación del profesorado y condicones sociales de escolari­zación. Madrid: Morata

MORIN,E. (1.993): Desde las rui­nas del pensamiento socialista. El Mundo. 24 de Abril.

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PÉREZ GÓMEZ, A. I. (1994b) La cultura escolar en la sociedad post­moderna. Cuaderno de Pedagogía.

PÉREZ GÓMEZ, A. I. (1994c) El aprendizaje escolar: de la didáctica operativa a la reconstrucció de la cultura, en el aula, en Gimeno J. y Pérez Gómez A: Comprender y transformar la enseñanza. Morata Madrid. Tercera Ed.

VERON, E. (1983). Construir el acontecimiento. Buenos Aires: Gedisa.

WILLIS, P.(1990) Common Culture. Open University Press.

*Catedrático de Didáctica y Orga­nización Escolar Universidad de Málaga