EDUCACIÓN PARA UNA DEMOCRACIA CRÍTICA

Jesse Goodman

 

 

Fundándose en el pensamiento de John Dewey y en críticas recientes de la escuela y de la sociedad, este artículo defiende la consideración de la edu­cación como vehículo para una democracia crítica. Desde esta perspecti­va, se contemplan las escuelas como foros de política cultural que reflejan, median y pueden transformar el orden social en el que están inmersas. El artículo examina la relación entre la educación y la democracia crítica, centrándose en la tensión y el equilibrio dialécticos entre los valores de la individualidad y de la comunidad, presentes en el ideal democrático. Al plasmar esta tensión tal como se manifiesta en las escuelas, espero con­templar desde un ángulo nuevo la antigua idea de que las escuelas deben contribuir a mantener y reforzar una forma democrática de vida. En ese proceso, reexaminaré las tentativas precedentes de implantar reformas educativas radicales.

 

Democracia crítica.

 

El concepto de “democracia crítica” procede, sobre todo, de la publica­ción de DEWEY, de 1927: The Public and Its Problems (1954), que examina las relaciones entre la democracia, el estado y lo público (1). La mayoría de los norteamericanos utiliza con fre­cuencia el concepto de “democra­cia”, pero, a menudo, lo da por senta­do. Como observaba DEWEY (1.954:170): “Las palabras ‘sagrado’ y ‘santidad’ se nos vienen rápidamente a la boca cuando se ponen en tela de jui­cio esas cosas [aspectos de nuestro siste­ma político y social]. Atestiguan la aureo­la religiosa que protege las instituciones. Si ‘sagrado’ significa aquello a lo que no hay que acercarse ni debe tocarse, custo­diado mediante precauciones ceremonia­les a cargo de ministros especialmente ungidos al respecto, esas cosas son

sagradas en la vida política contemporá­nea. Como las cuestiones sobrenaturales han ido quedando varados en una playa aislada, los tabúes religiosos se han ido transfiriendo a las instituciones seculares, especialmente las relacionados con el estado nacionalista”.

Esta imagen cosificada de la demo­cracia norteamericana, considerada intrínsecamente buena, se relaciona con la elección de representantes, la fe en la voluntad de la mayoría, el establecimiento de determinadas comprobaciones y equilibrios y la protección del derecho a expresar los puntos de vista de las minorías. Para la mayoría de los ciudadanos, la “democracia” y la “libertad” se equipa­ran al modo habitual de funcionar de nuestras instituciones públicas y priva­das. En el mejor de los casos, se con­sidera que, para que conserve sus vir­tudes, el sistema sólo necesita modifi­caciones menores, como las leyes de derecho al voto o los dictámenes de los tribunales que ponen fuera de la ley la segregación. Quizá, el aspecto más notable de nuestra democracia sea que exige un esfuerzo relativa­mente pequeño del ciudadano medio (p. ej., votar).

DEWEY (1954) cuestionaba la via­bilidad de este concepto, casi nunca discutido, de la democracia. Establecía una drástica distinción entre la demo­cracia como ideal y la democracia como forma de gobierno. Desde la perspectiva de Dewey, todos los esta­dos tienen gobiernos que representan a algunas personas. El problema surge cuando se implantan determinados tipos de fórmulas encaminadas a que el público esté lo más representado posible. Dewey llamaba la atención sobre el hecho de que, en nuestra sociedad, la democracia está relacio­nada con instituciones y ámbitos de pensamiento estrictamente políticos. En consecuencia, se limita a “una práctica especificada de selección de fun­cionarios y a regular su conducta como funcionarios. No es ésta la forma más inspiradora de los distintos significados de la democracia... No obstante, abarca todo lo relevante para la democracia política” (1954: 82). Continuaba pre­guntándose si esta democracia políti­ca es capaz de servir al interés públi­co. En particular, Dewey llamaba la atención sobre el modo en el que, en nuestra sociedad, se han fundido la política, la cultura y la economía. “[La democracia liberal] emancipó las clases [superiores] cuyos intereses específicos representaba, en vez de hacerlo impar­cialmente a todos los seres humanos... La idea de que los hombres sólo son igualmente libres para actuar si se apli­can por igual a todos las mismos normas legales, con independencia de las dife­rencias educativos, de la posesión de capital y del control del medio social que favorece la institución de la propiedad, es un puro absurdo, como han demostra­do los hechos”. (Citado en MANICAS, 1985:141).

Continúa ilustrando de qué modo reducen efectivamente nuestra idea de democracia los poderes económi­cos de la sociedad, protegiendo así los intereses de un número relativa­mente pequeño de ciudadanos, hur­tando esos intereses al escrutinio público.

Así, el temor al gobierno y el deseo de limitar sus actuaciones, por ser hostiles al desarrollo de nuevos agentes de producción y distribución de servicios y bienes de consumo, recibió un poderoso refuerzo. Quizá fuese el movimiento económico el más influyente porque no operaba en nombre del individuo y sus derechos intrínsecos, sino en el de la naturale­za. Las “leyes” económicas de que el trabajo surge de unas necesidades naturales y lleva a la creación de riqueza, de que la abstinencia en el presente en aras del beneficio futuro lleva a la creación de un capital eficaz para producir aún más riqueza, del desarrollo libre del intercambio com­petitivo, plasmado en la ley de la ofer­ta y la demanda, eran leyes “natura­les”. Se presentaban así en oposición a las leyes políticas, consideradas arti­ficiales, hechas por los hombres. La teoría económica del laissez‑faire, basada en la creencia en unas leyes naturales benéficas que implantaban la armonía del beneficio personal y el social, se fundió rápidamente con la doctrina de los derechos naturales. (DEWEY, 1954:90‑91).

Desde la perspectiva de Dewey, la limitación de nuestro concepto de democracia ha resultado muy eficaz para eliminar al público de los auténti­cos procesos democráticos. Sostiene que la elite económica utiliza su con­trol de la cosa pública para garantizar que “la principal función del gobierno sea asegurar los intereses de la propie­dad” (1954:108). Añadía DEWEY (IBID: 108‑109): “Las mismas fuerzas que han establecido las formas del gobierno democrático, el sufragio universal y la elección de los miembros del ejecutivo y los legisladores mediante el voto mayori­tario también han fijado las condiciones que impiden el desarrollo de los ideales sociales y humanos que exigen la utiliza­ción del gobierno como instrumento auténtico de un público inclusivo y frater­nalmente relacionado... El público demo­crático todavía se encuentra en un esta­do en gran parte incipiente y desorgani­zado”.

La mayoría considera la democra­cia como un artefacto (organismos gubernamentales) o como un conjun­to de ritos (observar pasivamente las elecciones o votar), en vez de como un proceso dinámico en el que el público participa activamente a diario y supone un contacto directo.

Durante las dos últimas décadas, diversos teóricos de la política han reiterado y enriquecido la crítica de la democracia liberal que hace Dewey. Por ejemplo, el análisis histórico del discurso político norteamericano de RUSSELL HANSON (1985) pone de manifiesto un significativo cierre del debate político nacional durante este siglo. A medida que se ha ido impo­niendo la estructura subyacente de una economía del consumidor, domi­nada por las corporaciones, se ha ido atrofiando el diálogo significativo sobre el carácter de la democracia norteamericana.

El papel de los regímenes liberales en la conservación y promoción de la acumulación privado de riqueza se ocul­ta tras una fachada de neutralidad admi­nistrativa... [y] se aísla frente a cualquier escrutinio fundamental... Al asumir el estado la responsabilidad de la estabili­dad económica y social, el ideal de una sociedad buena y justa ha sido sustitui­do por un sistema social cibernética y autorregulado. La política ha dado paso a la administración y las discusiones polí­ticas se han reducido a consideraciones de necesidad económica y viabilidad téc­nica. En consecuencia, se ha reducido considerablemente el alcance da la acción colectiva perceptible y permisible, hasta el punto de suprimirse las cuestio­nes verdaderamente éticas y políticas relativas a los fines de esa acción”. (HANSON, 1985:378).

No hace falta ser un científico de la política para descubrir la falta de profundidad del discurso político de nuestra sociedad. Incluso durante las campañas electorales, a menudo se obvian los problemas con los que se enfrenta la sociedad; los candidatos y los partidos políticos se distinguen entre sí por su estilo y por sus solu­ciones técnicas a los problemas admitidos, empaquetadas de forma característica de cada cual. Las soluciones se presentan de manera que puedan consumirse con la misma facilidad que las comidas preparadas en el micro­ondas. El análisis de HANSON (1985) pone de manifiesto cómo los partidos políticos nacionales ya no discuten sobre lo que deba ser la democracia, sino sólo sobre los diversos grupos de intereses a los que conceden su “parte” como consumidores políticos y hasta qué punto.

Varios analistas muestran de qué modo limita la participación plena de la gente la democracia política. Por ejemplo, Harry BRAVERMAN (1974) y otros (BURAWOY, 1979; EDWARDS, 1979; GORDON, EDWARDS Y REICH, 1982; WOOD, 1982) han demostrado que los trabajadores han ido perdien­do progresivamente el control sobre su trabajo, provocando su alienación y el desperdicio de sus talentos. El racismo y el sexismo han contribuido también de forma significativa a la reducción de la democracia en nues­tra sociedad. NANCY BARRETT (1979) examina cómo se concentran las mujeres en determinados tipos de trabajos (p. ej., de carácter adminis­trativo, enfermería, servicio domésti­co, educación), dejando de lado otros campos, como la medicina, la aboga­cía, la política, la empresa o la cons­trucción. Las ocupaciones que suelen englobarse bajo la denominación de “trabajos femeninos” suelen tener sala­rios más bajos, condiciones laborales menos apetecibles, ofrecen menor autonomía ocupacional y son de cate­goría inferior a la de las ocupaciones que se consideran “trabajos masculinos”. En consecuencia, las per­sonas que realizan “trabajos feme­ninos” se encuentran relativamente indefensas en nuestra democracia política actual. Conviene señalar tam­bién que los esfuerzos encaminados a modificar estas circunstancias patriar­cales se han dirigido ante todo a ayu­dar a las mujeres (en su mayoría de raza blanca y de clases económicas alta y media alta) a alcanzar puestos tradicionalmente masculinos, en vez de a reducir las distancias entre las ocupaciones “femeninas” y “mascu­linas”. De modo similar, hoy día se reconoce que, a pesar de lo consegui­do en materia de derechos civiles, las personas de color aún siguen aparta­das en medida importante de los cen­tros de poder político, económico y cultural de nuestra sociedad. En la actualidad, los programas de “acción afirmativa” reciben ataques y, una vez más, en muchas comunidades y cam­pus universitarios, se está poniendo de manifiesto un racismo claro. La mayoría de los esfuerzos para promo­ver la igualdad entre las razas, mediante estructuras y procedimien­tos liberales y democráticos (estrate­gias de cambio progresivo), han fraca­sado (HOCHSCHILD, 1984).

Teniendo en cuenta estas críticas, el concepto de “democracia crítica” no encierra ninguna complejidad intrínse­ca (2). Plantea la visión de una socie­dad ideal (que nunca se realizará del todo, por tanto) y de un proceso mediante el que es posible acercarse a ella. En primer lugar, como dejó claro Dewey, se refiere a un ámbito mucho más amplio que las institucio­nes políticas: “La democracia es más que una forma de gobierno; ante todo, es un modo de vivir en relación, de experiencia conjunta comunicada. La exten­sión en el espacio del número de indivi­duos que participan de un mismo inte­rés, de manera que cada uno tenga que referir su propia acción a la de los demás y tener en cuento la acción de los otros para dar sentido y orientación a la suya, es equivalente a la ruptura de las barreras de clase social, raza y territorio nacional que impiden percibir a los hom­bres todo la importancia de su actividad”. (DEWEY, 1966: 87).

En cuanto forma de vida en rela­ción, a democracia crítica supone una expansión significativa de la participa­ción democrática en los múltiples ámbitos de la vida social en la que interviene el individuo. Cada institu­ción, pública o privada, tendría que organizarse en torno a los valores de dar “voz” a sus miembros para fijar e implantar sus objetivos (p. ej., BARBER, 1984; PATEMAN, 1970). Como tal, implica el compromiso con una distri­bución generalizada del saber y la promoción de las experiencias comu­nicativas. Al establecer los criterios de la democracia, DEWEY (1966: 83) preguntaba: “¿Cuántos y cuán variados son los intereses conscientemente com­partidos? ¿Hasta qué punto es completa y libre la interacción con otras formas de asociación?” Continuaba afirmando que la democracia supone “perfeccio­nar los medios... de comunicación... de manera que el interés verdaderamente compartido por las consecuencias de las actividades interdependientes pueda... orientar la acción” (DEWEY, 1954: 155).

La democracia crítica implica tam­bién un compromiso moral para pro­mover el “bien público” por encima de cualquier derecho individual a acumu­lar privilegios y poder (BARBER, 1984; DAHL, 1982; GRAN, 1983). En este sentido, da gran importancia a los valores de justicia económica y social. En consecuencia, la democracia crítica presupone el desarrollo de las estruc­turas sociales en un contexto sociohistórico. Cuando diversos gru­pos de personas han padecido históri­camente una opresión económica, social, psicológica o todas ellas, tene­mos la responsabilidad de modificar las estructuras sociales vigentes para suprimir las desigualdades preceden­tes, con independencia de que estén motivadas por la clase social, la reli­gión, la herencia étnica, el género o la inclinación sexual.

Conviene señalar que la democra­cia crítica no supone la visión simplis­ta de una sociedad armoniosa y utópi­ca. BENJAMIN BARBER (1984:132) indica que, en una democracia crítica, “el conflicto se resuelve en ausencia de una base independiente, mediante un proce­so participativo de autolegislación próxi­mo y sobre la marcha”. El estudio de MATTHEW CRENSON (1983) sobre una comunidad urbana muestra que un fuerte sentido de comunidad no depende del consenso homogéneo de sus miembros. Al contrario, a menu­do, la participación democrática supo­ne el desacuerdo social cuando los individuos debaten las formas de mejorar las condiciones de su medio ambiente inmediato. Según Crenson, la “bueno vecindad” aparece y se refuerza la participación cuando se manifiestan intereses diversos y, por tanto, surge el conflicto entre los vecinos que se conocen personalmen­te.

Como señala CURTIS VENTRISS (1985), la democracia crítica implica que los ciudadanos se enfrenten con un conjunto de cuestiones básicas: teoría democrática, virtud y responsa­bilidad cívicas, igualdad social, conflic­to y cooperación en el grupo, estruc­tura de la comunidad, organización institucional, derechos individuales, interés público y distribución del poder. En este sentido, la democracia crítica no es un mero conjunto de cambios institucionales, aunque sean de largo alcance. Como decía DEWEY (1954), en su visión de la “gran comu­nidad”, la vida democrática supone la correspondiente transformación de la conciencia humana. En el centro de estos problemas y de esta metamor­fosis psicológica se encuentra la tensión dialéctica que existe en la demo­cracia crítica entre los valores de la individualidad y de la comunidad.

 

INDIVIDUALIDAD Y COMUNIDAD

 

Para mantener la democracia crítica en la sociedad, hace falta mantener también el equilibrio entre los valores de la individualidad y los de la comu­nidad. Por una parte, en la democra­cia crítica, los individuos deben encontrar un apoyo activo a sus esfuerzos para “actualizarse” (MASLOW, 1976). Para cualquier socie­dad que desee promover la libertad y la dignidad humanas, es importante la capacidad del individuo para centrarse en sus deseos, temores, esperanzas, sueños y creatividad, con el fin de “conocerse existencialmente a sí mismo”. Además, la sociedad tiene que dar oportunidades a los individuos para que determinen sus vidas por sí mis­mos. El hecho de que los individuos tengan ocasión de seguir sus propias llamadas interiores, trascender las expectativas típicas y se reconozcan esos logros es signo de una sociedad dinámica y participativa. Por último, en la democracia crítica, se aprecian el carácter único y la expresión per­sonal (p. ej., la religión, la herencia étnica, la raza, el género, la inclinación sexual, los estilos de vida emergentes, las ideas sociales y políticas, las artes creativas y la artesanía) del individuo.

Sin embargo, este valor de la indi­vidualidad debe equilibrarse con el carácter propio de la comunidad. Como dice BARBER (1.984: 100), “la libertad [individual] es un constructo social basado en una forma rara y frágil de mutualidad humana que garantiza a los individuos un espacio que, en otras circunstancias, no tendría en absoluto... La voluntad [humana] carente de impe­dimentos de obstáculos externos no es libre en ningún sentido humano reconoci­ble hasta que esté informado por una finalidad, un sentido, un contexto y una historia. La dirección autónomo sólo brin­da libertad cuando el yo queda emanci­pado del impulso y del apetito aislados, cuando se asocia con la intención y los fines que, por naturaleza, sólo pueden surgir dentro de los límites orientadores de una sociedad y una cultura. La caren­cia de impedimentos... no es libertad, sino falta de raíces, a menos que entendamos por libre la mera ‘carencia de patria’” 

La autodeterminación y actualiza­ción de cada individuo sólo puede realizarse plenamente en una socie­dad justa y humana. Los objetivos individuales deben equilibrarse con los valores de altruismo, cooperación y responsabilidad cívica, así como con unas estructuras sociales que los res­palden.

En las sociedades, la democracia se deforma si la tensión dialéctica entre la individualidad y la comunidad se desequilibra de manera significati­va. Como dice NANCY LESKO (1988; 10), “los individuos tienen que preocu­parse por el dominio público (comuni­dad) y una sociedad justa necesita a unos individuos fuertes y autónomos para mantenerse responsivo, autocrítica y dinámica”. Por ejemplo, si se inclina en la dirección de la individualidad, surge la ideología del individualismo. Esta ideología sostiene que el interés del individuo es el principio esencial en el que se basa la sociedad. Se con­sidera que los individuos autónomos existen antes y con independencia de las estructuras sociales y, en conse­cuencia, son más importantes que los grupos sociales. El individualismo legi­tima una visión de la sociedad como poco más que un nivel en el que los individuos “actúan” para conseguir sus deseos. En su mayor parte, la esfera pública es una abstracción; sólo son reales las aspiraciones per­sonales. Por tanto, es justificable que los individuos manipulen la “sociedad” en su propio beneficio. Naturalmen­te, el individualismo asume que el alma solitaria tenga derecho a toda la prosperidad que pueda relacionarse con sus logros personales. Así, las recompensas sociales (p. ej., econó­micas, categoría social, movilidad social) por los logros del individuo son grandes y las pérdidas por los desvelos de carácter más comunita­rio recaen en quienes no optan por trabajar en beneficio del medro per­sonal. Desde esta perspectiva, la sociedad mejora cuando los indivi­duos gozan de libertad para ir tras sus intereses idiosincrásicos con las mínimas restricciones. Por tanto, el individualismo justifica implícitamente una postura moral favorable al egoís­mo. Como indica ELLEN WOOD

(1972:127), la sociedad individualista “... se caracteriza por la privatización y las relaciones sociales atomistas, que, si no son sinónimos del egoísmo,... siempre amenazan con degenerar hacia él”. Si la sociedad trata de restringir los esfuerzos del individuo, se considera opresora e infame.

De modo semejante, si, en una comunidad dada, predomina el valor de la comunidad, se transforma en la ideología del conformismo social. Esta ideología sostiene que las necesidades de la sociedad en su conjunto son tan importantes que la mera existencia de individuos autónomos constituye una amenaza potencial. La búsqueda del interés personal ‑en realidad, cual­quier desviación del cumplimiento de los objetivos comunes de la sociedad­ se considera como una “vanidad autoindulgente”. Para promover este sentido de finalidad común, se esta­blece una idea uniforme del modo de ver, actuar y pensar que han de observar las personas. La desviación de la norma se considera “no natural” o traicionera. La obediencia pasiva a la autoridad se eleva al nivel de la obligación moral. El conformismo social justifica las prohibiciones de examinar las ideas de forma abierta y crítica, fundadas en que algunas ideas destruyen el entramado social (pre­sentado a menudo en términos nacio­nalistas o religiosos) que mantiene unida la sociedad. En consecuencia, hay que defender el “orden social” (mediante el miedo, la intimidación, el ostracismo e, incluso, la muerte) con­tra las ideas y acciones desviadas. Como muestra MILTON MAYER (1955), cuando el conformismo social tiene éxito, la inmensa mayoría de quienes viven a su sombra está convencida de que su libertad personal exige prote­ger la sociedad de quienes son “dife­rentes”, como en el caso del Nacional Socialismo alemán durante los años 30 y 40.

La búsqueda del equilibrio entre la individualidad y la comunidad es fundamental para establecer una democracia crítica. La idea de que la escuela pueda utilizarse para contri­buir a la implantación de ese ideal democrático en nuestra sociedad debe contemplarse a la luz de nues­tro contexto sociohistórico concre­to; por tanto, es necesario relacionar nuestra exposición anterior con la experiencia norteamericana.

 

EL ASCENSO DEL INDIVIDUALISMO EN LOS ESTADOS UNIDOS

 

Un conjunto de investigaciones histó­ricas, filosóficas, antropológicas, sociológicas y educativas (p. ej., ELSH­TAIN, 1981; HUBER, 1971; LESKO, 1988; LUKES, 1973; SENNETT, 1977; VARENNE, 1977; WOOD, 1972) ha puesto de manifiesto, sin lugar a dudas, el pre­dominio del individualismo en los Estados Unidos. DEWEY (1930:13) señalaba que nuestra sociedad reco­noce con frecuencia la importancia de los valores comunitarios: “No ala­bamos... a los hombres que tienen éxito por su energía implacable y centrada en sí mismos, sino por su amor a las flores, los niños y los perros o su bondad con los parientes ancianos. En todas partes se reprueba a quien preconice sin rode­os un credo de vida egoísta”. Sin embargo, su examen de las institucio­nes sociales y económicas y de los valores culturales que subyacen a nuestras interacciones cotidianas revela “que los rasgos personales más apreciados son la visión clara del benefi­cio personal y la ambición resuelta para garantizarlo a cualquier precio humano. El sentimiento y la simpatía obtendrían la cotización más baja” (DEWEY, 1930:12). Los análisis más recientes indican que los objetivos de la mayo­ría de los norteamericanos se expre­san en términos individualistas. ROBERT BELLAH ET AL. (1985) dicen que, aunque los valores de responsa­bilidad cívica cuenten con gran apre­cio de ciertos sectores de nuestras poblaciones, la inmensa mayoría de nuestra sociedad carece de un “len­guaje” significativo que refleje con cla­ridad el deseo de trabajar por el bien público. El eslogan de la campaña de 1980 del presidente Reagan: “¿Está hoy mejor que hace cuatro años?” ilus­tra esta orientación individualista. CHRISTOPHER LASCH (1978) indica que la preocupación norteamericana por el progreso individual ha aumentado espectacularmente en las últimas décadas, hasta el punto de convertir­se en una “cultura narcisista”. No obs­tante, para apreciar plenamente la influencia del individualismo en nues­tra sociedad, es precisa una visión

general de estos factores que han contribuido a su ascenso.

 

EL PATRIMONIO

Es muy posible que el valor norte­americano sentido con mayor pasión sea la libertad para controlar la propia vida. La iniciativa personal para conse­guir unas metas motivadas de forma privada constituye un tema profunda­mente enraizado en nuestra concien­cia. El estudio de RICHARD HUBER (1971:10‑11) sobre el “éxito norteame­ricano” ilustra los comienzos del indi­vidualismo en este continente: “La idea del éxito fue la fuerza que impulsó a los hombres a construir Norteamérica. En el centro estaba el individuo. Confiado en sus derechos otorgados por Dios, entraba en un mundo libre de oportuni­dades en expansión... En las condiciones norteamericanas,... se desarrolló el ham­bre de riquezas. No se trataba del ham­bre sensual del potentado oriental, sino el apetito moral alimentado por la con­ciencia de que la propia autoestima dependía de los resultados”.

Muchos inmigrantes que se afinca­ron en este continente lo hicieron en nombre de la libertad personal y del derecho a construir su “propio imperio”. En su estudio de los Estados Unidos del siglo XIX, Alexis de Toc­queville señalaba el “individualismo” como lo que consideraba la esencia de la “democracia norteamericana”. Decía que los norteamericanos “no deben nada a nadie, no esperan nada de nadie, adquieren el hábito de considerar­se siempre solos y están dispuestos a imaginarse que su destino está en sus manos. Por tanto, la democracia no sólo hace que cada hombre olvide a sus ante­pasados, sino que oculte a sus descen­dientes y separe de sus contemporáneos de sí mismo. Como el resto de sus con­ciudadanos, está a su lado, pero no los siente; sólo existe... para sí y, si sus parientes siguen con él, puede decirse, en todo caso, que ha perdido su país”. (TOCQUEVILLE, 1948:99).

Los primeros autores norteameri­canos, como Ben Franklin, Walt Whitman y Ralph Waldo Emerson, aplaudieron con frecuencia el desa­rrollo del “yo” por encima de la socie­dad. “Lo unión sólo es perfecta cuando todos los que se unen están aislados... Si un hombre trato de unirse con otros, se... hace de menos.. La unión es ideal en el individualismo real” (EMERSON, 1929:318). La insistencia en la libertad individual, en la independencia de las tradiciones y estructuras sociales del pasado y en la libertad personal sin restricciones enraizó profundamente la ideología del individualismo en nuestro suelo.

 

ECONOMIA CORPORATIVA

Aunque el individualismo está liga­do a nuestro patrimonio nacional, diversos analistas indican que su pre­dominio cristalizó durante el rápido crecimiento del capitalismo industrial en la primera mitad de este siglo. Al tratar de las razones que subyacen al ascenso del individualismo, DEWEY (1930:9) decía: “antropológicamente hablando, estamos viviendo en una cultu­ra del dinero. Predominan su culto y sus ritos”. Como señala STEVEN LUKES (1973: 26): “En los Estados Unidos, en primer lugar, el ‘individualismo’ aplaudió el capitalismo y la democracia liberal. [A principios del siglo XX], se convirtió en un eslogan simbólico de inmensa signifi­cación ideológica, expresando todo lo que, en diversos momentos, ha estado implicado en la filosofía de los derechos naturales, la fe en la libre empresa y el  ‘sueño norteamericano’... presentando un conjunto de afirmaciones universales incompatible con las afirmaciones para­lelas del socialismo y el comunismo del Viejo Mundo”.

El capitalismo corporativo justifi­caba un talante de beneficios persona­les ilimitados con “la proclamación de que la acumulación privada lleva al bie­nestar público” (LUKIES, 1973:30). Determinados industriales, como Andrew Carnegie, John D. Rockefeller y Henry Ford, se convirtieron en héroes, pruebas de que cualquier indi­viduo podía conseguir la grandeza en un “sistema de individualismo que guar­do, protege y estimula la competición” (CLEWS, 1907:1).

Esta estructura corporativa emer­gente modificó drásticamente la natu­raleza del trabajo, enfatizando la espe­cialización, la división del trabajo y la solidificación de las clases económi­cas. Con anterioridad a este desarro­llo, se aceptaba de forma generalizada que la interdependencia y la interrela­ción económica era necesaria para la producción de bienes. Con frecuen­cia, los individuos acababan dominando muchas técnicas diferentes. Sin embargo, con los avances de la indus­tria y la incorporación a la misma, se hizo necesaria la especialización para mantener un nivel competitivo. El tra­bajo se dividió en tareas distintas, de manera que cada trabajador dominara unas técnicas fragmentarias (p. ej., BRAVERMAN, 1974; EDWARDS, 1979; GORDON, EDWARDS Y REICH, 1982). Las relaciones contractuales entre individuos sirvieron de modelo para la nueva sociedad industrial. Estas rela­ciones minimizaban la conexión del sujeto con el pasado y el futuro. Sólo eran importantes las destrezas de un individuo en un momento determina­do. No se consideraba que cada per­sona estuviera esencialmente relacio­nada con un grupo social o con la sociedad en general.

Este talante corporativo justificaba la competición individual como funda­mento ético de la productividad eco­nómica que, a su vez, se justificaba mediante los principios del “darwinis­mo social”. Como señala RICHARD HOFSTADTER (1959:201), esta teoría proponía que los individuos que “ganaran” en un marco social compe­titivo constituían ejemplos de la evo­lución continua de nuestra especie: “La sociedad norteamericana vio su pro­pia imagen en la versión de la selección natural a base de uñas y dientes, por lo que sus grupos dominantes pudieron tea­tralizar esta visión de la competición como algo bueno en sí mismo. La filoso­fía de la supervivencia parecía justificar la implacable rivalidad en los negocios y una política carente de principios. En la medida en que el sueño de la conquista personal y la afirmación individual moti­vaban a la clase media, parecía posible mantener esta filosofía y sus críticos siguieron siendo una minoría”.

El individualismo darwiniano animó a la mayoría de nuestra pobla­ción a aceptar sin discusión esta estructura económica: “Si el modelo cultural establece que la sociedad está dividido en dos clases: el grupo de los trabajadores y el grupo de los ejecutivos (incluyendo a los profesionales), de los que el primero es dos veces y media mayor que el segundo, y la ambición principal de los padres del primer grupo consiste en que sus hijos asciendan del segundo, se debe, sin duda, a que la vida norteamericana ofrece unas oportunidades sin igual para que cada individuo prospere según sus virtudes. Si pocos tra­bajadores saben lo que están haciendo o el significado de lo que hacen y aún menos saben en donde para el trabajo de sus manos ‑en la mayor industria de Middletown, quizá la décima parte del 1% del producto se consume en la locali­dad‑, se debe, sin duda, a que hemos perfeccionado de tal manera nuestro sis­tema de distribución que la unidad es todo el país; y si la masa de trabajadores vive con el constante temor de perder su trabajo, se debe, sin duda, a que nuestro espíritu de progreso, manifiesto en el cambio de modas, la invención de máquinas nuevas y la capacidad de pro­ducir en exceso, mantiene todo en movi­miento. Nuestra recompensa de la indus­tria y el ahorro está tan ajustada a la habilidad individual que es lógico y natu­ral que los trabajadores miren al futuro con pavor a los cincuenta o cincuenta y cinco años, cuando quedarán para vestir santos. Todo esto lo damos por descon­tado; lo consideramos como un aspecto inevitable de nuestro sistema social. El hecho de fijarnos en su lado oscuro es una blasfemia contra nuestra religión de la prosperidad.” (DEWEY, 1930: 10‑11).

Aunque se reconociese el “lado oscuro”, se presentaba con frecuencia como un mal necesario. Por ejemplo, ANDREW CARNEGIE (1889), en un famoso artículo de la North American Review, señalaba que algunas personas pagan un precio elevado por vivir en una economía individualista con unas clases económicas rígidamente dividi­das. La competición obliga a los patronos a mantener unos salarios bajos y a despedir a los trabajadores innecesarios. En consecuencia, es fre­cuente la tensión entre el propietario y su mano de obra. A medida que las empresas crecen, patronos y emplea­dos van distanciándose hasta conver­tirse en extraños, desconfiando unos de otros. No obstante, continúa diciendo: “Las ventajas de esta ley [dar­winismo social] son... aún mayores, por­que a esta ley debemos nuestro maravi­lloso desarrollo material... Aunque, a veces, la ley resulte dura para el indivi­duo, para la raza es mejor, porque garantiza la supervivencia del más adap­tado de cada departamento”. (Citado en HUBER, 1971: 69).

Por tanto, el individualismo eco­nómico no sólo es bueno para la sociedad por incrementar la produc­ción de bienes, sino también porque hace avanzar la evolución de nuestra especie. Se ha reducido algo la adula­ción de la competitividad, tan eviden­te durante nuestro crecimiento indus­trial inicial y, como indica HOFSTADTER (1959:202), la clase media acabaría “horrorizándose del principio [darwinis­mo social] que había glorificado, volvien­do la espalda a... la imagen de la brutali­dad competitiva rampante y repudiando al otrora empresario heroico, como expo­liador de la riqueza y la moral de la nación”. Sin embargo, en la época actual de yuppies, del comercio con informaciones confidenciales y del uso flagrante de la influencia política en beneficio personal, es fácil ver por qué señala también HOFSTADTER (1959: 202) que las “críticas del indivi­dualismo darwiniano” han sido relativa­mente ineficaces para modificar la estructura material y política de la sociedad. Permanece intacto el enfo­que de “ganador-perdedor” de los pro­cesos sociales que se refleja en el individualismo.

 

PATRIARCADO

El patriarcado ‑el sistema de pen­samiento y de conducta que sanciona la autoridad masculina sobre las muje­res‑ ha desempeñado también un papel importante en la promoción del individualismo. El patriarcado está inmerso en las relaciones económicas, culturales y psicológicas concretas (dentro de todas las clases, razas y grupos étnicos) que no sólo oprimen, formal e informalmente, a las mujeres, sino también a los hombres que no poseen una racionalidad, una aparien­cia física y un estilo de conducta mas­culinos (HARTMANN:984). Diversos analistas han señalado que el patriar­cado promueve un conjunto de valo­res machistas (p. ej., la competición, el logro individual, la agresividad, la objetividad), despreciando implícita­mente, al mismo tiempo, los presun­tos valores femeninos, como la subje­tividad, la empatía, la preocupación por los demás y la vinculación inter­personal (p. ej., GILLIGAN, 1982; NOD­DINGS, 1984; SPENDER, 1980). Por ejemplo, RUTH HUBBARD (1979) mues­tra de qué modo justifica la superiori­dad de este carácter masculino la teo­ría de la evolución de Darwin. Cita a Darwin de este modo: “Parece que la mujer difiere del hombre en su disposi­ción mental, sobre todo en su mayor ter­nura y menor egoísmo... El hombre es el rival de los demás hombres, disfruta con la competición y esto lleva a la ambición que se transforma con demasiado facili­dad en egoísmo. Estas últimas cualidades parecen constituir su patrimonio natural y desafortunado... [Los hombres han tenido que] defender a sus mujeres, así como a sus hijos, de todo tipo de enemi­gos y de cazar para asegurar la subsis­tencia de todos. Ahora bien, evitar a los enemigos o atacarlos con éxito, capturar animales salvajes y crear armas requiere la ayuda de facultades mentales eleva­das, como la observación, el razonamien­to, la invención y la imaginación... Por tanto, el hombre ha acabado siendo superior a la mujer... [y si los hombres no transmitieran genéticamente algu­nas de sus capacidades mentales a sus hijas, así como a sus hijos] es probable que el hombre se hubiera hecho tan superior a la mujer, en cuanto a su capa­cidad mental, como el pavo real con res­pecto a la pava, en cuanto a su plumaje ornamental”. (Citado en HUBBARD, 1979:19‑20).

El análisis de la comunicación sim­bólica en la sociedad que hace DOROTHY SMITH (1978) muestra cómo el patriarcado ha impedido a las muje­res el acceso equitativo a la creación de nuestra cultura intelectual y moral. La investigación de CAROL GILLIGAN (1982) pone de manifiesto que, si se incluyera la “voz” de las mujeres en nuestra comprensión de la acción ética y de la disposición de la socie­dad, los valores comunitarios (p. ej., el altruismo, la preocupación por los demás, la responsabilidad cívica, la compasión, la conexión humana y la seguridad frente a la violencia) se reflejarían de manera significativamen­te más fuerte que en la actualidad en nuestra sociedad. Como dice Mary Dietz, “las historiadoras feministas han descubierto que las mujeres desarrollan unos estilos de organización característi­cos y generan movimientos de reforma, actúan colectivamente y de manera típi­camente democrática, operan como agi­tadoras a favor del cambio social y se oponen a la corrupción política”. Añade que, para mejorar la sociedad, “haría­mos bien en mirar nuestra historia, nues­tros estilos de organización y nuestras modalidades características de discurso político” (DIETZ, 1985:34). Como la civilización occidental ha estado dominada por una conciencia masculi­na durante varios miles de años (véase, por ejemplo, ELSHTAIN, 1981; JANSSEN-JURREIT, 1980; KELLER, 1985; SMITH, 1978; SPENDER, 1980), no es raro que nuestra concepción de las relaciones sociales refleje un carácter masculino que, a su vez, justifica y favorece el mismo conjunto de valo­res del individualismo.

 

CULTURA POPULAR

El factor final que ha contribuido a establecer firmemente el individualismo como credo social es nuestra cultura popular. ÉMILE DURKHEIM (1933) y diversos analistas más recientes (p. ej., BELLAH y COLS., 1985; GIDDENS, 1971; GIROUX Y SIMON, 1988; VIVAS, 1955) reconocen la función integral que desempeñan el arte, la religión, los temas filosóficos popularizados y otras prácticas culturales en el establecimien­to del “orden moral” de la sociedad mediante el que se declaran “correctos” y “naturales” los valores sociales. Es fácil encontrar ejemplos del modo en que nuestra cultura popular ha abande­rado el individualismo.

HUBER (1971:11) documenta de qué modo el cristianismo, durante nuestro período colonial, “estimuló la acumulación de riqueza” y “trabajó en connivencia con la economía para conse­guir el objetivo del éxito individuar”. La religión popular ayudó a los nortea­mericanos a resolver el dilema entre los valores cristianos que exigen que las personas se preocupen por el bie­nestar de sus vecinos y la llamada del capitalismo a conseguir recompensas individuales mediante la competición activa contra los demás seres huma­nos, asegurando a la gente que su prosperidad era una forma de la “obra de Dios”, ya que su riqueza se utilizaba con buen fin (la construcción de una sociedad cristiana). Desde los años 30, la religión no se utilizó sólo para justificar la acumulación de riqueza, sino también como medio para conseguirla: si creemos de verdad, prosperaremos. Como indica HUBER (1971, p. 332), la fórmula “estar a bien con Dios para progresar” reempla­zó la de “progresar para estar a bien con Dios”. Jim y Tammy Bakker, Jimmy Swaggart, Jerry Falwell y otros telepredicadores han convertido esta interpretación utilitaria de la religión en un “arte escénica” (SMITH y McLA­REN, 1987).

Al surgir el capitalismo industrial, una amoralidad secularizada o “subjeti­vidad radical” (SENNETT, 1977:22) reemplazó el cristianismo como orientación filosófica de las acciones personales de muchos individuos. En el contexto de esta ética individualis­ta, la ambición individual se considera­ba como manifestación de una “perso­nalidad sana” que no hacía falta justifi­car moralmente. El Cómo hacer amigos e influir en la gente de DALE CARNEGIE (1936) se convirtió en el prototipo de todo un género de literatura popular que presumía de ayudar a los indivi­duos a “progresar”. En esta literatura, las destrezas de comunicación y de relación interpersonal no se presen­tan como medios de mejorar la comunicación y la armonía interper­sonal por sí mismas, sino como medios para manipular a los otros con el fin de satisfacer los deseos de uno. Con la proliferación de los manuales y cursos de “psicología pop”, tan de moda en la actualidad, la “supervivencia del más apto” del darwi­nismo social ha sido sustituida por unos aforismos más inocuos, como “Haz lo tuyo”, “Sé el número 1” o la última aportación del ejército: “Sé todo lo que puedes ser”. Sin embargo, el mensaje básico es el mismo: la vida se resume en el éxito y el logro indi­viduales.

Nuestras artes, formas de entre­tenimiento y literatura populares han apoyado este valor del logro indivi­dual. la preeminencia del individuo que “destaca” sobre los grupos y fuer­zas sociales constituye un argumento convencional de los medios impresos y visuales. Las imágenes de los “super­héroes” llenan las páginas de la litera­tura y el cine populares. Los protago­nistas populares contemporáneos (p. ej., deportistas, presentadores, políti­cos) son quienes se distinguen indivi­dualmente de los demás. Los telefil­mes como “Ricos y famosos” o “Dinas­tía” nos inducen a creer que la gran­deza de nuestra sociedad estriba en las oportunidades de conseguir poder y riqueza que brinda a los individuos.

 

LAS PARADOJAS DEL INDIVIDUALISMO

Una serie de paradojas forma parte del individualismo norteameri­cano. Aunque dé una imagen de auto­nomía y exclusividad del individuo, en la medida en que esta ideología ha reflejado y contribuido a mantener una economía corporativa, ha estimu­lado un estado de conformismo social. Como indicaba DEWEY (1930:36): “Los Estados Unidos han pasado firmemente... a una situación de predominio de las empresas. La influen­cia que ejercen las compañías en la determinación de las actividades indus­triales y económicas es, a la vez, causa y símbolo de la tendencia ti la combinación de todos los aspectos de la vida. Las aso­ciaciones, organizados de forma rígida o laxa, definen cada vez más las oportunidades, las opciones y los acciones de los individuos”.

Sigue diciendo que, aunque este “predominio empresarial” nos lleve a asociarnos con los demás, estas sociedades carecen del sentido de una auténtica comunidad. Trabajamos unos al lado de otros, día a día, pero pocos sentimos una auténtica cone­xión entre nosotros. Al mismo tiem­po, estas instituciones empresariales son indiferentes (o antagónicas) con respecto a la individualidad de quienes trabajan en ellas. “El crecimiento del ámbito empresarial se restringe de forma arbitraria. En consecuencia, sirve para limitar la individualidad, para impo­nerle cargas, para confundirla y sumer­girla. En vez de incorporarla una forma ordenada y segura de vida, la excluye... Un individualismo económico de motivos y metas subyace a nuestros mecanismos empresariales actuales y ninguna al individuo”. (DEWEY, 1930:58‑59).

Dado que, en esta estructura empresarial, sólo unos pocos indivi­duos pueden manifestar realmente sus pensamientos, valores o realiza­ciones artísticas, la inmensa mayoría queda amontonada en una uniformi­dad pasiva. “He ahí, pues, la paradoja del evangelio del individualismo... No podemos imaginar un comentario más amargo... que el de que [el individualis­mo] subordina la única individualidad creativo ‑la de la mente‑ al mantenimien­to de un régimen que da a unos pocos la oportunidad de mostrarse agudos en la gestión de los asuntos monetarios”. (DEWEY, 1930:91).

A medida que ha ido creciendo el capitalismo empresarial, ha absorbido muchas áreas de la vida social para ajustarla a un modelo relativamente reducido de relaciones de mercado. Hoy día, como en la época de Dewey, gran parte de nuestra vida se refleja en metáforas económicas de trabajar, comprar, vender y poseer. Aunque hagamos gala de nuestra capacidad de escoger entre abundantes bienes comerciales, nuestros deseos están canalizados en un marco relativamen­te reducido hasta el punto de identifi­carnos, ante todo, como “consumido­res” (véanse, p. ej.: ADLER, 1977; EWEN, 1976; WARD, WACKMAN Y WARTELLA, 1977). STUART EWEN ( 1976:214‑215) dice: “En los años inmediatamente posteriores a la II Gue­rra Mundial,... la inyección de vínculos empresariales en los intersticios de la existencia fue alterando y tratando de normalizar con firmeza la percepción corriente de la vida diaria. Aunque anun­ciaban un mundo de libertades y oportu­nidades sin precedentes, las empresas... estaban generando una forma de exis­tencia cada vez más reglamentado y autoritaria. Si la cultura del consumidor era una parodia del deseo popular de autodeterminación y de una comunidad significativa, sus entrañas ponían de manifiesto la creciente normalización de... lo que había que consumir y experi­mentar”.

A medida que nuestra personali­dad se alinea con las necesidades de nuestra economía empresarial, nues­tra “individualidad” se reduce, en parte, a escoger la marca de cerveza o de cigarrillos que “nos destaca frente a la gente”. DEWEY (1930) atacaba la ideología del individualismo por sus poderes míticos. Aunque crean una imagen poderosa de la mujer o el hombre solitario que construye a su gusto la mayor parte de su vida, las sociedades basadas en el individualis­mo dan, en realidad, pocas oportuni­dades para que las personas manifies­ten esta individualidad. El hecho de que, en las sociedades empresariales avanzadas, como los Estados Unidos, el individualismo y el conformismo social coexistan como elementos del mismo orden social constituye una paradoja significativa.

Otra paradoja inmersa en el indi­vidualismo de Norteamérica estriba en el mito de que da oportunidad a todas las personas para “hacerse a sí mismas”. RICHARD SENNETT Y JONAT­HAN COBB (1972) sostienen que, como, en nuestra sociedad, el éxito se presenta como el resultado de lo que hace cada uno (en vez de reflejar una distribución desigual de poder y de privilegios, según la clase social, la raza y el género de cada cual), la autoestima de la mayoría de las per­sonas que implícita e insidiosamente recortada. Dado que, en nuestra cul­tura, la “movilidad hacia arriba” se pre­senta como la regla y no como la excepción, el fracaso del sujeto se conecta tácitamente con sus defectos personales y no con las desigualdades de clase social, raza o género. No cabe duda de que la “realización perso­nal” es más fácil para quienes ya gozan de privilegios en nuestra sociedad que para los que han nacido no blancos, de clase trabajadora, homosexuales, minusválidos o mujeres. No obstante, el individualismo reduce nuestra con­ciencia de la realidad de los privilegios y del poder sociales, haciendo más difícil la comprensión de nosotros mismos y nuestro crecimiento.

La última paradoja del individualis­mo es que, aunque promueve la idea de que podemos determinar nuestro destino, su énfasis en las soluciones individualistas a los problemas socia­les nos impide hacerlo. Muchas perso­nas se sienten deshumanizadas en sus contactos con las instituciones socia­les (p. ej., escuelas, centros de traba­jo, centros comerciales, organismos estatales). Como respuesta, abando­nan los ámbitos públicos y dedican sus energías a proyectos muy perso­nales. CLARK MOUSTAKAS (1961:25) pinta un cuadro bastante desagradable de lo que les sucede a muchos en nuestra sociedad: “El individuo ya no tiene un sentido íntimo de relación con la comida que come, la ropa que lleva o el refugio que lo alberga. Ya no participa directamente en la creación y la produc­ción de los elementos vitales que necesi­ta su familia y su comunidad. Ya no hace cosas con sus manos ni nacidas de los deseos de su corazón. El hombre moder­no no disfruta de la camaradería, el apoyo y la protección de sus vecinos. Se le han cortado los vínculos con los grupos primarias y con la familia y los parientes. Vive en una comunidad urbana o subur­bana impersonal en la que no se encuen­tra con los otros como personas reales, sino de acuerdo con unas reglas de con­ducta y unas formas de comportamiento preestablecidas. Lucha para adquirir lo último en comodidades, ventajas y modas. Trabajo en una sociedad mecani­zada, en la que, ante todo, es un consu­midor, sin contacto directo y personal alguno con la creación. El hombre moderno anhela la comunión con su compañero y con otros aspectos de la vida y la naturaleza”.

A pesar de este deseo de comu­nión, la “impersonalidad” de nuestras instituciones y estructuras sociales importantes se da por supuesta con frecuencia. A medida que aumenta nuestra desconfianza y nuestro recha­zo de los ámbitos públicos de la vida, quedamos cada vez más aislados; empezamos a creer que “lo que es” no puede transformarse (véanse, p. ej.: LASCH, 1978; SENNETT, 1977). Aun­que muchos de nosotros sepamos intuitivamente que “falta algo”, las estrategias individualistas nos impiden trabajar colectivamente para cons­truir un orden social alternativo y tomar el control de nuestro mutuo destino.

 

RESUMEN

Esta descripción resumida sitúa el individualismo en lo más profundo de la trama política y social de nuestra sociedad. Nuestro patrimonio cultu­ral, nuestra estructura económica, nuestro sistema de patriarcado y nuestra cultura de masas contribuyen a la implantación del individualismo como nuestra ideología nacional. Aunque esta ideología se presenta como fuente de liberación personal, impide a la mayoría de los individuos y de muchas maneras un genuino conocimiento de sí mismos y un auténtico poder sobre sus vidas. Al fomentar la percepción de la oposi­ción esencial entre el progreso perso­nal y el compromiso con el bien público, el individualismo reduce las posibilidades de una verdadera demo­cracia.

Aunque en nuestra sociedad reina el individualismo, es fundamental que llamemos también la atención sobre el hecho de que no se trata de una ideología omnipresente. Como señala HERVÉ VARENNE (1977), del mismo modo que la libertad individual hunde sus raíces en la cultura norteamerica­na, también están enraizados en ella el sentido de buena vecindad, la preocu­pación cívica y el deseo de contribuir al propio grupo social. Aunque el valor social de la comunidad no se sienta en nuestra sociedad con tanta fuerza como otros valores, es posible percatarse de su presencia. En nues­tra historia, ha habido períodos en los que las personas han defendido con fuerza el establecimiento de un carácter comunitario más patente en nuestra sociedad. El movimiento sin­dical de los años 30, las actividades pro derechos civiles que comenza­ron en los 5O, el movimiento pacifis­ta de los 60 y, más cerca de nuestros días, el movimiento feminista no son sino algunos ejemplos de los esfuer­zos realizados para reducir el poder del individualismo en nuestra socie­dad. Conviene evitar considerar monolítica la sociedad. En cualquier época, hay individuos y grupos de personas que trabajan consciente­mente para construir una sociedad más equilibrada.

 

Individualismo y escuela

 

Los norteamericanos contemporáne­os pasan gran parte de sus vidas en instituciones formales que existen fuera de las estructuras familiares. Incluso una parte importante de nues­tro tiempo de ocio transcurre en organizaciones formales (p. ej., Boy y Girl Scouts, Lions Club). Podemos con­siderar las instituciones como “mun­dos” en sí mismas. Como afirman PETER BERGER y THOMAs LUCKMANN (1967:59), “por su mismo existencia, las instituciones controlan la conducta humana fijando pautas de conducto que la controlan en una dirección frente a otras muchas teóricamente posibles”. Como puede esperarse, las institucio­nes reflejan y, hasta cierto punto, median los valores y las relaciones sociales de una sociedad.

Una de las instituciones más importantes de una sociedad indus­trializada como la nuestra es la escue­la. Las escuelas enseñan a los niños cuestiones relacionadas con la socie­dad mediante materias como las cien­cias sociales, las ciencias naturales y la literatura. Sin embargo, la forma y la estructura de las escuelas también enseñan a los niños los valores y las estructuras y costumbres sociales. Dada esta situación, las escuelas desempeñan un papel importante en el mantenimiento y promoción del individualismo en los Estados Unidos.

En la mayoría de las escuelas, el individualismo se refleja y alimenta mediante su estructura de organiza­ción y el contenido y la forma curri­culares. Casi sin excepción, las escue­las asumen que el aprendizaje es una experiencia individual. La “individuali­zación de la enseñanza” constituye un objetivo educativo muy popular. En los últimos años ha habido diversos programas elaborados para las escue­las que “individualizan” de forma siste­mática el aprendizaje en el aula (TAL­MADGE, 1975). El PLAN (Program for Learning in Accordance with Needs) es representativo de este popular siste­ma de enseñanza. “El elemento básico del PLAN es la U.E.A. (‘Unidad de ense­ñanza y aprendizaje’), que incluye los objetivos instructivos relacionados con las actividades de aprendizaje recomenda­dos y los tests de criterio. El sistema de orientación utiliza los datos sobre los alumnos y se basa en un banco de UU.EE.AA. Para recomendar un progra­ma individualizado de estudios (P.EE.) para cada alumno. El REE. Está individualizado de acuerdo con el número y el tipo de actividades que tenga que reali­zar el alumno. En el PLAN se utiliza un programa informática para recoger infor­mación relativa al progreso y rendimien­to de los alumnos desde terminales insta­ladas en las escuelas que participan en él. Esta información se procesa con el fin de entregarla adecuadamente dispuesta a los alumnos y a los profesores y se almacena para mantener los registros personales de los alumnos y utilizarla en la gestión del sistema... El desarrollo del PLAN no se ha basado en ninguna teoría concreto del aprendizaje ni de la ense­ñanza, sino en la convicción de que un programa educativo debe considerar al alumno individual y sus necesidades como base de un sistema educativo com­pleto”. (FLANAGAN, SHANNER, BRUDNER y MARKER, 1975:136‑139).

Aunque no todas las escuelas han adoptado una forma tan extrema de enseñanza individualizada, la mayoría desarrolla unas prácticas similares. Los alumnos pasan la mayor parte de su jornada escolar trabajando en pupitres individuales, dispuestos en filas de a uno, respondiendo pregun­tas y resolviendo problemas en el cuaderno de trabajo de cada uno, rellenando tests de forma individual y haciendo preguntas relacionadas con las dudas que se les plantean indivi­dualmente al tratar de realizar las tareas marcadas (GOODLAD, 1984; SARASON, 1982). En este sentido, la enseñanza individualizada tiene poco que ver con el desarrollo de la indivi­dualidad de los alumnos. Es decir, no responde al estilo de aprendizaje exclusivo de cada niño, no da “voz” a la base personal de saber que cada alumno lleva a la escuela ni promueve de forma consciente la originalidad, creatividad, pensamiento y eficacia de cada niño. En cambio, la educación individualizada suele referirse a un diseño instructivo que separa el aprendizaje de cada niño del de sus compañeros y los evalúa individual­mente según su grado de dominio de un currículo normalizado (CARLSON, 1982).

Este aprendizaje aislado sirve de apoyo a un medio de aprendizaje competitivo. En la mayoría de las aulas, son pocas las actividades que requieren un aprendizaje cooperativo. Las aportaciones o ideas de los compañeros no suelen considerarse importantes para el aprendizaje de cada uno. Es muy raro que los alum­nos tengan la sensación de estar estu­diando o explorando “juntos”, como clase o grupo, una materia. Debido a las diferencias existentes entre los currículos de los alumnos de la clase, según su rendimiento, cada niño es muy consciente de su “categoría” indi­vidual dentro de la clase (OAKES, 1985). JULES HENRY (1956) indica que, en la mayoría de las escuelas, el éxito de un alumno está intrínsecamente relacionado con el fracaso de otro. En consecuencia, los alumnos aprenden a trabajar dentro de una atmósfera de adversarios; se les enseña que lo único importante en la escuela es su propio rendimiento.

El individualismo se refleja tam­bién en la forma y el contenido del currículo de la mayoría de las escue­las. Ciertas asignaturas, como la histo­ria, suelen presentar una visión de la vida en la que sólo participan unos pocos individuos (por regla general, hombres blancos y poderosos) (ANYON, 1979). En la mayoría de las escuelas, el saber está dividido en “destrezas” que se enseñan fuera de un contexto intelectual. Se enfatizan determinadas destrezas, como la lec­tura, la escritura y la aritmética, por encima de los contenidos esenciales, el pensamiento reflexivo o el talento artístico (GOODLAD, 1984). En conse­cuencia, la educación adopta una orientación restringida, utilitaria. A menudo, una materia se divide en segmentos u “objetivos” que se ense­ñan y someten a examen por separa­do. No se contempla el saber como algo que se cree e integre subjetiva­mente, sino como algo que existe fuera de la mente humana y sólo puede comprenderse poniéndolo a prueba en un ambiente controlado. Esta forma de ver el saber, que LUKES (1973: 10) llama “individualismo metodo­lógico”, ha servido de principio orien­tador de nuestra conceptuación de la forma de tratar el saber en nuestras escuelas.

Como han documentado muchos autores (p. ej.: APPLE, 1979, 1986; CALLAHAN, 1962; GIROUX Y PENNA, 1977; HAUBRICH, 1971), las escuelas han adoptado el sistema burocrático de organización propio de las empresas. En medida importante, las escue­las están estructuradas de manera que promuevan una división de traba­jo en un sistema jerárquico. Los directores gestionan los edificios y el personal; los maestros y profesores enseñan los contenidos curriculares; los psicólogos administran tests a los niños; los maestros de educación especial enseñan a niños con necesi­dades especiales; los trabajadores sociales se ocupan de los problemas emocionales y familiares de los niños en la medida en que se relacionen con el rendimiento de los alumnos en las escuelas, y los alumnos “consumen” el saber escolar cuando realizan las tare­as que se les encargan. Además, los maestros y profesores trabajan en clases segregadas y no suelen tener ocasión de comunicarse o participar en las decisiones educativas con sus colegas. Como señala SEYMOUR SARA­SON (1982), a menudo, los maestros y profesores mencionan este aislamien­to profesional como un aspecto cen­tral de su experiencia de trabajo.

El individualismo se refleja tam­bién en la mayoría de las escuelas mediante la adopción de una política “oficial” de relativismo moral. Aunque hay unos sistemas sutiles evidentes de control social del saber y los valores escolares “aceptables” (véanse, p. ej.: ANYON, 1979; APPLE, 1986; McLAREN, 1986; POPKEWITZ, 1987), las escuelas se presentan como instituciones “neu­trales”, en las que se otorga un valor igual a todas las creencias. Hay quie­nes defienden que las escuelas no ten­gan competencia alguna para ayudar a los niños a determinar lo que está bien y lo que está mal. La escuela debería limitarse a enseñar las destre­zas y la información cultural básica que necesiten los niños para competir en la sociedad. Desde esta perspecti­va, la educación promueve la supre­macía de la opinión individual sobre la lucha para establecer un conjunto de valores para promover el bien común.

Al hacerse hincapié en la competi­ción, el rendimiento individual, las destrezas utilitarias, la atomización del saber, la división del trabajo y el relativismo moral oficial, el individua­lismo se convierte en el fundamento de la enseñanza escolar de nuestra sociedad. De este modo, el individua­lismo se inocula persuasivamente en la conciencia de nuestros niños. Es decir, las prácticas escolares tradicio­nales adoptan una cualidad que las convierte en “lugares comunes” y, por tanto, no facilitan su análisis (SARASON, 1982). Como en la sociedad, el indivi­dualismo en el que se basan las escue­las se traduce con frecuencia en una estructura de organización y curricu­lar que, paradójicamente, acaba pro­moviendo el conformismo social. En realidad, aunque estén aislados entre sí, los niños hacen todos los días exactamente el mismo tipo de traba­jo, estudian los mismos contenidos y se espera que aprendan de forma similar y al ritmo marcado. Además, a menudo, las normas sobre la forma de vestir limitan el tipo de ropa que puedan llevar los alumnos y la censura controla lo que pueden decir los estudiantes en la mayoría de las escuelas. En este sentido, las escuelas individualistas contribuyen a la aliena­ción de docentes y alumnos con res­pecto a sí mismos como individuos, a los demás con quienes trabajan y al trabajo que desarrollan (p. ej., GREE­NE, 1973; MACDONALD Y ZARET, 1975; PINAR, 1975). No obstante, como en la sociedad, hay docentes y escuelas que trabajan conscientemente para conseguir una educación más equili­brada y orientada a la comunidad para los niños (véanse, p. ej.: GOODMAN, 1987, 1988; KLEINFELD, 1979; KUZMIC, 1988; LEIN, 1975; MAYHEW Y EDWARDS, 1966; TEITLEBAUM, 1987; WU, 1988).

 

La democracia crítica y la refor­ma educativa radical

 

Como decía DEWEY (1966:97), “la con­cepción de la educación como proceso y función sociales carece de un significado definido hasta que se defina el tipo de sociedad en la que pensamos”. A los efectos de este artículo, he tratado de desarrollar la imagen de la democra­cia crítica para dar forma al tipo de sociedad por la que creo que debe­mos luchar. Necesitamos unas prácti­cas educativas que preparen a los niños para una sociedad en la que los ciudadanos sean intelectualmente conscientes del mundo que los rodea, capaces de adoptar un papel activo en la promoción de la democracia en todas las esferas de la vida social, se animen a desarrollar su individualidad única y no sólo muestren una preocu­pación vital por su propio bienestar, sino también por el de todas las per­sonas (así como de todas las demás especies de animales y vegetales) que viven en nuestro planeta. La paradoja de que el individualismo y la confor­midad social coexistan dentro del mismo orden económico y social de nuestra sociedad dificulta el desarro­llo de las estrategias adecuadas para su transformación.

En pocas palabras, la educación de los niños, por sí sola, no puede pro­ducir el tipo de modificaciones nece­sarias para transformar nuestra socie­dad de una democracia política liberal en una democracia crítica. Ciertos analistas políticos, como BENJAMIN BARBER (1984), HARRY BOYTE (1980, 1984) y GUY GRAN (1983), muestran distintas estrategias, en diversas esfe­ras de la sociedad, que pueden contri­buir a acercarnos a la democracia crí­tica. Como señala BARBER (1984), la tarea fundamental de quienes estén interesados por establecer una democracia crítica consiste en inventar procedimientos, organizaciones y for­mas de ciudadanía que contribuyan al juicio político, el intercambio demo­crático, la deliberación y la acción pública. Más adelante, harán falta cam­bios fundamentales en todas nuestras instituciones económicas y sociales para construir una sociedad crítica­mente democrática. No obstante, la clave de la transformación de la socie­dad radica en la transformación de la conciencia de sus ciudadanos y espe­cialmente de los niños. Como soste­nía DEWEY (1922:127‑128), los niños “aún no están tan sujetos al impacto pleno de las costumbres establecidas”; en consecuencia, “el principal medio de... una rectificación social continua con­siste en utilizar las oportunidades de educar a los jóvenes para modificar los tipos prevalecientes de pensamiento y deseo”. Es esencial que se considere la educación de los niños como el núcleo de la actividad democrática antes de que se produzcan los cam­bios en otras esferas de la sociedad, durante cualesquiera cambios que se efectúen en estas esferas y después de que se hayan modificado fundamental­mente las instituciones sociales y eco­nómicas.

Por tanto, al construir una demo­cracia crítica, no cabe duda de la necesidad de una reforma escolar radical. Al mismo tiempo, como men­cionamos antes, la reforma educativa no puede afrontarse fuera de un con­texto social, político y cultural con­creto. En consecuencia, la reforma de la enseñanza para fomentar la demo­cracia crítica en los Estados Unidos tiene que afrontar nuestro apego nacional al individualismo.

El análisis de ELIZABETH CAGAN (1978) señala que muchas propuestas de “reforma escolar radical” no consi­guen hacerse cargo en grado suficien­te de la tensión dialéctica entre los valores sociales de la individualidad y de la comunidad. La respuesta de muchos reformadores radicales al autoritarismo y la reglamentación excesiva de las escuelas tradicionales ha sido incompleta o mal orientada; ha recaído en el mismo individualismo que domina la ideología norteameri­cana y que impide la aparición de for­mas de estructuras sociales más democráticas. Como señalan BEATRICE GROSS y RONALD GROSS (1969, p. 14), en su libro: Radical School Reform, “en las relaciones sociales, ‘radical’ significa libertario: una afirmación de la autono­mía del individuo contra las exigencias del sistema”. Por ejemplo, en muchos ambientes educativos alternativos, sólo se hace hincapié en atender los intereses y las necesidades de cada niño. A. S. NEILL (1977:114), un heral­do de la reforma radical de la educa­ción, articula con toda claridad esta orientación: “Debemos permitir que el niño sea egoísta ‑intransigente‑ y libre para seguir sus intereses de niño durante su infancia. Cuando chocan el interés individual del niño con sus intereses sociales, debe otorgarse preferencia a los intereses individuales... Creo que cual­quier imposición de la autoridad es una equivocación. El niño no debe hacer nada hasta que llegue a la opinión ‑su opinión‑ de que haya que hacerlo.

Para muchos educadores radicales, cualquier restricción (salvo las que se establezcan en situaciones en las que esté en juego la seguridad de los niños) sobre las ideas o la conducto de un alumno debe considerarse enemigo del desarrollo personal y la libertad”.

Según esta orientación, muchas personas interesadas por la reforma radical de la enseñanza consideran anatema la idea de que los maestros y profesores tengan derecho a influir de forma deliberada sobre los valores de los niños. Como señala ALLEN GRAU­BARD (1972: p. 222), “Como reacción contra el autoritarismo y contra unas asignaturas aburridas, estériles, simplo­nas y, con frecuencia, propagandísticas, algunas personas de las escuelas nuevas llevan su afirmación de la libertad hasta el extremo de no interferir nunca con los niños, no afirmar nunca valores ni priori­dades, dado que, de ese modo, es muy posible que influyamos en los jóvenes, y condenar las ideas de autoridad y la idea de la importancia de la asignatura: ‘lo importante es el proceso de aprendizaje’”.

Al revisar la bibliografía sobre la reforma radical de la escuela, sorprende la insistencia en la libertad personal y la falta de atención presta­ da a la necesidad de educar a los niños de un modo que desarrolle su compasión, su altruismo, su coopera­ción, su responsabilidad cívica y el compromiso para trabajar a favor del bienestar general de nuestro planeta (GRAUBARD, 1972; GROSS Y GROSS, 1969; SILBERMAN, 1973). En cambio, a menudo, se pone el acento en el rechazo simplista de lo “malo” (como el saber formal, las técnicas, la autori­dad o la estructura) y en ensalzar lo “bueno” (la libertad individual, la crea­tividad o la toma de decisiones). Al situar la libertad en un contexto estrictamente antiautoritario, muchos proponentes de la reforma radical de la escuela proyectan un plan y una estructura educativos que se adapta perfectamente a la ideología indivi­dualista que predomina en nuestra sociedad y la justifica.

La idea de que los niños no nece­sitan la intervención consciente de los adultos en relación con los valores sociales y la interacción social surge de la presunción sentimental y pro­blemática de que los niños (si se los deja solos) acaban preocupándose “naturalmente” del bienestar de los demás y del mundo que los rodea. En cambio, yo creo igualmente probable, e incluso más, que las formas extre­mas de “libertad personal”, se traduz­can en posturas antisociales y egoístas entre los niños. La verdadera indivi­dualidad de los niños (en vez de su autoindulgencia) sólo puede crecer en el seno de una estructura comunitaria en la que esa comunidad imponga res­tricciones a los individuos y espere algo de ellos. Como decía DEWEY (1922), los seres humanos no son “naturalmente” buenos ni malos, inteli­gentes ni estúpidos, éticos ni amora­les. En cuanto individuos, las personas experimentan, a lo largo de sus días, impulsos contradictorios para actuar y sentir de infinitas maneras. Aunque Dewey rechazaba la idea conductista de que los seres humanos sean “crea­dos” por experiencias externas, reco­nocía las relaciones interactivas que existen entre los individuos y su medio. Desde la perspectiva de Dewey, las estructuras sociales (sobre todo nuestro sistema escolar) son fundamentales para el desarrollo de los tipos de personas y de socie­dad en los que nos convirtamos.

CAGAN (1979) indica que sólo debemos tratar de influir en los valo­res y la personalidad de los niños si hay razones urgentes. El impacto del individualismo, en cuanto ideología nacional, en nuestra sociedad y en los niños nos brinda esas razones urgen­tes. Para que el sistema escolar de los Estados Unidos promueva la demo­cracia crítica, es preciso reconfigurar deliberadamente su organización y sus prácticas para cultivar una perspectiva “conexionista” entre los administrado­res, los docentes y los estudiantes. Me refiero a una perspectiva que sitúe en el centro del proceso educa­tivo la conexión de uno con las vidas de todos los seres humanos y demás seres vivos de nuestro planeta (2). Los niños necesitan unas experiencias educativas claras y consistentes que enfaticen los vínculos y las responsa­bilidades sociales que los ciudadanos deben manifestar en unas sociedades democráticas auténticas. Los fines del aprendizaje que se comuniquen a los estudiantes deben estar arropados por unas expresiones que pongan de manifiesto nuestra preocupación por el bien colectivo, en vez del mero “conseguir un empleo” o “vencer a Japón”. Los niños de nuestras escuelas deben llegar a comprender de qué modo está interconectada la vida en este planeta y hasta qué punto es interdependiente y que, en realidad, cuando cuidamos de los demás, esta­mos cuidándonos a nosotros mismos. Es muy difícil que la insistencia en la libertad personal y en la liberación de los niños de la autoridad adulta, patente en muchas reformas radicales de la escuela, sirva para instruir sufi­cientemente a los alumnos para ayu­darles a desarrollar esta perspectiva conexionista.

La reforma radical de la escuela en pro de la democracia crítica prevé el papel activo de los docentes para construir el tipo de educación necesa­rio. Tienen que crear conscientemen­te ritos y estructuras, elaborar los contenidos curriculares y las activida­des de enseñanza y actuar con una autoridad razonada con el fin de fomentar esta perspectiva conexionis­ta por medio de la escolarización de nuestros niños. Como mencionamos antes, nuestra cultura de masas y nuestro sistema económico no enfati­zan los valores y acciones comunita­rios ante la población general. Nues­tros valores culturales influyen con facilidad sobre los jóvenes y, en con­secuencia, tienen dificultad para anteponer el bien común a sus deseos inmediatos. Los docentes deben con­trapesar vigorosamente la preocupa­ción de la sociedad por conseguir los deseos personales de cada uno. La perspectiva conexionista de los jóve­nes no puede madurar en un contex­to en el que estén ausentes la autori­dad y la responsabilidad de los maes­tros y profesores.

Por supuesto, aunque defendamos una mayor autoridad del maestro o profesor con el fin de desarrollar la perspectiva conexionista de los niños, es importante evitar el refuerzo del conformismo social (véase, al respec­tO, CAGAN, 1979). Por ejemplo, algu­nas escuelas que hacen gran hincapié en el valor de la comunidad (como en la Unión Soviética, China o las de reli­giones fundamentalistas) han estable­cido prácticas que, de hecho, pro­mueven el conformismo social (véan­se, p. ej., BRONFENBRENNER, 1970; KES­SEN, 1975; PESHKIN, 1986; YESIPOV Y GONCHAROV, 1947). Las escuelas que exigen una obediencia ciega y una aquiescencia pasiva a la autoridad adulta en todo momento, equiparan el patriotismo con el valor de la comunidad, crean personajes de culto, como José Stalin, Mao Dong o Jesucristo, a quienes hay que reve­renciar ciegamente, insisten en la memorización al pie de la letra y en las respuestas “correctas” incluso a las cuestiones morales y conceden un valor tan fuerte a la solidaridad del grupo que acaba “silenciando” a quien no esté de acuerdo, mediante la inti­midación, educan más para el confor­mismo social que para la comunidad. Los intentos de influir en los valores de los niños, orientándolos en un sen­tido conexionista, sólo serán verdade­ramente eficaces y democráticos si se llevan a cabo en una atmósfera en la que los niños puedan examinar y expresar con libertad sus conviccio­nes sin temor a intimidaciones ni expulsiones. También es necesario un ambiente en el que los niños escu­chen con atención y sentido crítico la exposición de las convicciones de sus compañeros y maestros.

 

Conclusión y consecuencias

 

Este artículo invita a considerar la educación con un vehículo para pro­mover la democracia crítica en nues­tra sociedad. En este sentido, se indi­ca que los educadores tienen que conceptuar este objetivo en el marco de la tensión dialéctica que existe entre los valores sociales de la indivi­dualidad y la comunidad. Asimismo, se señala que la reforma educativa a favor de una democracia crítica en los Estados Unidos debe centrarse en cultivar en los niños una perspectiva conexionista para contrapesar el indi­vidualismo que domina nuestra socie­dad. Las prácticas pedagógicas deben contribuir a impulsar a los niños hacia los valores de vinculación, preocupa­ción y responsabilidad sociales. Al mismo tiempo, los educadores deben evitar las prácticas que reduzcan la autonomía moral e intelectual de los alumnos. El enfoque tradicional de la reforma radical de la escuela, que hace hincapié en la “libertad individual”, carece de la visión necesaria para construir o mantener una sociedad compasiva, justa y democrática. Si bien el establecimiento de este marco conceptual constituye un primer paso obligado, no es suficiente. Tenemos que comenzar a poner en marcha las acciones que nos ayuden a establecer esta “pedagogía conexionista”. Como dice ROGER SIMON (19883), “el paso de la retórica visionaria a la realidad de la clase, de la crítica curricular a la posi­bilidad pedagógica no suele ser directo, pero sabemos que la renuncio a ese viaje supone posponer el estudio serio de ‘lo que hay que hacer’”. Aunque, por razones de espacio, no podamos una revisión completa de esta cuestión, sí podemos exponer algunas orientacio­nes al respecto.

En primer lugar, conviene recor­dar que la “educación conexionista” para promover la democracia crítica se sitúa en una oposición fundamental con respecto a las pautas ideológicas y estructuras institucionales predomi­nantes en la vida norteamericana, en especial durante la “restauración con­servadora” de nuestros días (SHOR, 1986). Como indica BARBARA FINKELS­TEIN (1984:280‑281): “Por primera vez en la historia de la reforma escolar, parece que una conciencia profunda­mente materialista prevalece sobre cual­quier otra consideración... Da la sensa­ción de que los reformadores contempo­ráneos están procurando revocar la misión tradicional de la enseñanza públi­co ‑impulsar una ciudadanía crítica y comprometido que estimule el... funcio­namiento de... la democracia‑... Los nor­teamericanos parecen dispuestos a prac­ticar una cirugía ideológica en sus escue­los públicas, apartándolas por completo del destino de la justicia social y... la democracia e injertándolas en el marco de los intereses empresariales, industria­les, militares y culturales”.

A consecuencia de este impulso conservador, los educadores que deseen desarrollar unas prácticas que promuevan una perspectiva conexio­nista tienen que considerar su trabajo como un elemento más de un movi­miento social y político más general... Aunque cada docente pueda actuar en su propia clase, tenemos que esta­blecer coaliciones de educadores que trabajen unidos a favor de la demo­cracia crítica. Tres ejemplos de este tipo de coaliciones son el Institute for Democracy in Education (véase WOOD, 1986), el Democratic Schools Collabora­tive (véase BERLAK, 1985) y un grupo de maestros que trabajan en el siste­ma escolar público de Milwaukee. Estas organizaciones reúnen a maes­tros, profesores de enseñanza media, administradores, profesores universitarios y otras personas interesadas para poner en común ideas y prácti­cas con el fin de promover conductas y actitudes democráticas en las escue­las. Patrocinan seminarios, congresos, boletines y revistas como Democracy and Education, Democratic Schools y Rethinking Schools. Además, como la mera escolarización de los niños no puede transformar de por sí nuestra conciencia social, conviene que esta­blezcamos relaciones con ciudadanos ajenos al medio educativo, para que el esfuerzo de democratización de nues­tra sociedad cuente con una base más amplia. Es preciso trabajar con organi­zaciones de mujeres, sindicatos, aso­ciaciones de consumidores, organiza­ciones comunitarias y grupos ecolo­gistas para ayudarles a situar sus pre­ocupaciones en un marco democráti­co crítico (BARBER, 1984; BOYTE, 1980, 1984; GRAN, 1983). Sólo trabajando unidos podemos hacer realidad la democracia crítica.

Además de constituir coaliciones activas, tenemos que centrarnos más directamente en los tipos de estrate­gias pedagógicas que desarrollan los educadores y en los problemas que afrontan cuando tratan de promover la democracia crítica. A este respecto, hay informes que contribuyen a divul­gar una idea bastante clara de lo que hay que hacer: la exposición de MAGDA LEWIS y ROGER SIMON (1986) sobre el modo de interferir el patriar­cado en el libre intercambio de ideas en su seminario de alumnos gradua­dos, los desvelos de ANN BERLAK (1988) para conseguir que sus alum­nos universitarios de primer ciclo se preocuparan más por la situación de las personas oprimidas, el informe de JO ANN SHAHEEN (1988) acerca de cómo consiguió que los alumnos ele­mentales de su escuela afrontaran diversas cuestiones de justicia y de equidad como elementos del sistema disciplinario de la escuela.

Los informes de investigación sobre las escuelas democráticas (p. ej., KUZMIC, 1988; WU, 1988) pueden ayudar a clarificar los problemas y las posibilidades de la promoción de la democracia crítica mediante la prácti­ca educativa. Por desgracia, son exce­sivamente pocos los trabajos publica­dos al respecto. Philip WEXLER (1987:228‑229) y sus colaboradores señalan que el tipo de pedagogía que necesitamos no puede “teorizarse en la universidad y trasladarse con éxito al aula, con un efecto que trasciendo lo simbólico... Para que sea auténtica, las demandas del cambio deben proceder de voces que emanen de la vida subjeti­va y de la acción y los movimientos colec­tivos”. Como dicen STANLEY ARONO­WITZ y HENRY GIROUX (1985:154), debemos trascender la crítica educati­va hasta un “lenguaje de posibilidad”. Este lenguaje emergente sólo logrará su mayor impacto si se basa en la vida de personas reales que participan en luchas reales. Aunque los análisis con­ceptuales, como el presentado en este trabajo, son fundamentales para ayudarnos a establecer el fundamento de la acción, hemos de reconocer el carácter indispensable de las aporta­ciones que se derivan de los esfuer­zos pedagógicos nuestros y de los demás.

 

Notas

 

(1) Señala PETER MANICAS (1985) que quizá Dewey sea el filósofo más interpretado –y mal entendido- de nuestra época moderna. Su obra se ha caracterizado como nostálgica  e irrelevante (MILLS, 1969), situada en la corriente principal de la democracia pluralista y liberal (Damico, 1978; MILLS, 1969; NOVACK, 1975), una forma humanista de marxismo (HOOK, 1966), Un reflejo del imperialismo intelectual de los Estados Unidos (CORNFORTH, 1955; WELLS, 1954) e inserta en la mejor tradición del anarquismo (Manicas, 1985). Tal como la contemplamos en este contexto, su filosofía política se sitúa en el centro de la democracia crítica.

          (2) En la sociedad moderna, el desarrollo del concepto de la democracia crítica y el establecimiento de la misma presentan muchas complejidades. Sin embargo, en el marco de este proyecto concreto, no se incluye la exposición de estas complejidades y cuestiones. A este respecto, se anima el lector a que examine diversos trabajos del campo de la teoría política (p. Ej., BARBER, 1984; CRENSON, 1983; DHAL, 1982; GRAN, 1983; PATERMAN, 1970).

 

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