Lectura en la escuela: de la comprensión ficticia
a una ficción para la comprensión
Alejandro Vassiliades*
Con el objeto de compartir algunas reflexiones teóricas y metodológicas acerca de la enseñanza y la evaluación de la comprensión lectora, comencemos en primer lugar esbozando algunas consideraciones acerca del modo en que la lectura fue enseñada en la escuela tradicional, para luego ofrecer una posición alternativa desde los desarrollos actuales de la didáctica de la lengua.
La
escuela moderna enseña a leer, o cuando todo parecido con la realidad es mera
coincidencia
Desde sus comienzos como proyecto moderno
hasta nuestros días, la enseñanza de la lectura ha ocupado un lugar
preponderante en la escuela y en la misión que a ésta fue asignada. Desde los
primeros años de esta institución inventada para formar trabajadores y
ciudadanos hasta nuestros días, cuando miramos con asombro los graves problemas
que aún subsisten en el aprendizaje como lectores de niños y jóvenes que están
terminando la escuela media, la cuestión de la lectura es una de las que ha
estado siempre en el centro de la escena.
Tal como señala Emilia Ferreiro, la forma
en que la escuela alfabetizó se incluyó en un movimiento general de negación de
las diferencias, lo que provocó que se enseñara con un único método con una
única definición de lector y con un único texto privilegiado. La enseñanza de
la lectura se planteó, en un principio, como la adquisición de una técnica: la
técnica de la correcta oralización del texto. Parecía suponerse que, al dominar
esta técnica, aparecería como por arte de magia la lectura expresiva (la cual
supone comprensión como requisito ineludible)
Este divorcio entre la escuela y la
realidad (entendiendo por realidad lo que ocurre en las prácticas sociales del
lenguaje) ha traído dos consecuencias igualmente nefastas desde nuestro punto
de vista. La primera, a la vista, es el peligro de que gran cantidad de niños
no se vean incluidos en la definición única de lector y en el trabajo con el
único método. Sobreviene sin más el fracaso de aquellos niños, el cual, si bien
es generalmente atribuido a ellos, no es más que el fracaso de la escuela en
formar lectores competentes. Fracaso escolar, pero no del niño sino de la
escuela.
La segunda consecuencia, tan grave como la
anterior, es el fracaso que queda implícito de aquellos que obtienen un éxito
relativo en aprender la técnica que enseña la escuela. Éxito relativo porque,
si bien han logrado la “alfabetización” suficiente para permanecer y continuar
en el circuito escolar, no han logrado estar alfabetizados para la vida
ciudadana: para la calle, el periódico, los libros, la literatura, la
computadora, internet, etc. La escuela no termina alfabetizando ni para la vida
ni para el trabajo, y en este sentido falla en su misión central de formar
trabajadores y ciudadanos. Esto es lo que Ferreiro (2001) da en llamar
iletrismo: no se forman lectores en sentido pleno, dado que la escuela no
asegura ni la práctica cotidiana de la lectura, ni el gusto o el placer por la
misma.
Ha sido éste un brevísimo recorrido por la
película acerca de la escuela tradicional enseñando a leer. No parece a esta
altura necesario aclarar que todo parecido con la realidad, si lo ha habido, ha
sido y es mera coincidencia...
¿Es
posible rodar otra película cuyo parecido con la realidad no sea mera
coincidencia?, o acerca del potencial democratizador de montar ficciones
“buenas”
Hasta aquí hemos visto cómo dentro de la
escuela se ha montado una ficción en tanto lo que ocurría en las aulas para
enseñar a los alumnos a leer no poseía casi puntos de contacto con las
prácticas sociales de lectura. Ficción “mala”, en donde no sólo la escuela ha
polarizado con ese negro tipo limusina las ventanas que dan a la realidad, sino
que, además, se ha encargado sistemáticamente de poner la responsabilidad del
fracaso escolar a los niños o al contexto de donde provienen.
Desde mi punto de vista, pueden señalarse
aquí dos fallas importantes de índole didáctica. La primera tiene que ver con
que no se ejerce una adecuada vigilancia epistemológica (Bronckart y
Schneuwly, 1996) con respecto a las
prácticas sociales de referencia, que deben ser tenidas en cuenta junto al
corpus de saberes científicos a la hora de efectuar las transformaciones
necesarias para configurar el contenido a enseñar. La segunda falla tiene que
ver con una excesiva centración en el alumno. La didáctica debería correr esta
mirada y volverla sobre los tres componentes del triángulo didáctico
(docente-alumno-contenido) y de allí teorizar sobre lo que ocurre en el aula
sin perder de vista el ejercicio de la adecuada vigilancia epistemológica a la
que antes aludíamos.
El cuidar que lo que ocurre en el aula
tenga consistencia con lo que tiene lugar fuera de ella como prácticas sociales
de lectura implica desmontar aquella ficción “mala” (desconectada de la
realidad) y comenzar a imaginar ficciones “buenas” (destinadas a provocar
prácticas que guarden correspondencia con las prácticas de referencia en un
lugar donde éstas prácticas no tienen lugar) Y el montaje de estas buenas
ficciones adquiere un profundo sentido democratizador en tanto se potencian las
posibilidades de formar lectores en sentido pleno, y por ende buenos ciudadanos
con capacidad de reflexionar críticamente sobre la realidad que los circunda.
Es en este sentido que el ejercicio de una adecuada vigilancia epistemológica
contribuye, desde mi punto de vista, a dar una respuesta sustentable desde el
punto de vista teórico didáctico al problema del fracaso escolar.
La pregunta que ineludiblemente se presenta
a continuación es ¿cómo hacer que la lectura conserve en la escuela el mismo
sentido que posee fuera de ella? Un camino posible parece ser la organización
de proyectos que, además de perseguir los objetivos de la enseñanza o
propósitos didácticos, deben también tener sentido desde el punto de vista del
alumno. Es decir, las actividades que se le propongan al alumno deben perseguir
un objetivo que para él sea conocido y significativo: leer cuentos para luego
recopilarlos en una antología, leer para informarse sobre un tema de actualidad
o de interés, leer para luego producir un artículo de opinión sobre lo que se
ha leído, leer por el sólo hecho del placer de leer, etc.
Se trata entonces de que la lectura no se
aparte de esa práctica social que se quiere comunicar. Para ello se vuelve
imprescindible que los alumnos se encuentren con una situación que deben resolver
por sí mismos, lo cual puede ocurrir a partir de que el maestro no explicite el
modo en que él la resolvería y “devuelva” (tal el concepto de “devolución” de
Brousseau, 1993) el problema al alumno. Esto permite que se movilice en él su
deseo de aprender independientemente del deseo del maestro, en el marco de lo
que Brousseau da en llamar “situaciones adidácticas” (Brousseau, 1993)
Sin embargo, si bien la organización por
proyectos puede resultar importante, es sólo un primer paso, una puesta en
escena de esta otra ficción que queremos montar. En mi opinión, se vuelve
imprescindible considerar dos ingredientes más para dicho montaje: el trabajo
de los alumnos como lectores y el rol (importantísimo) del docente.
Detengámonos en cada uno de ellos.
Se vuelve necesario abandonar la idea de
que aprender a leer implica incorporar un mecanismo o un conjunto de
habilidades divisible en sus partes componentes, donde el lector es ajeno al
texto que lee y donde su papel se reduce a extraer el sentido de aquél. Así
parece haberse entendido a la lectura durante muchos años en nuestras escuelas,
y ya hemos analizado al principio del artículo algunas consecuencias nefastas
de dicha concepción.
Por el contrario, adoptar una concepción de
lectura como proceso interactivo y transaccional (Dubois, 1989) implica asumir
que los chicos construyen el sentido del texto que leen a partir de su
interacción con el mismo, lo cual resulta fuertemente coherente con lo que
ocurre en las prácticas sociales de nosotros los adultos como lectores.
Permitir la posibilidad de que los niños hagan suposiciones sobre lo que leen,
planteen dudas que les van surgiendo, se apoyen en ilustraciones para captar el
sentido del texto, anticipen el tema que va a tratar un capítulo a partir de su
título, etc. no es más que brindar oportunidades para que lo que ocurra en el
aula se vaya pareciendo cada vez más a lo que tiene lugar puertas afuera de la
escuela, a lo que nos pasa a cada uno de nosotros como lectores.
El significado ya no está, entonces, en el
texto, sino que se va construyendo a través del esfuerzo de interpretación de
los niños lectores. Se vuelve importante entonces no descartar ninguna
interpretación del texto a priori sino utilizar la oportunidad para pedir
justificaciones a los niños acerca del sentido que van construyendo. Resulta
vital también permitir que desarrollen estrategias de lectura que los adultos
utilizamos al leer: muestreo, anticipaciones, predicciones, inferencias,
autocontrol de la propia lectura (Goodman, 1990 y Kaufman, 1998)
La posibilidad de ir construyendo el
significado de lo que se lee en interacción con el texto implica la necesidad
de brindar oportunidades para que entren en juego los conocimientos previos de
los alumnos lectores. La construcción de sentido también es posible gracias a
la información no visual (Smith, 1983) que los niños poseen y de la que han ido
apropiándose de su experiencia como lectores y del contacto que han tenido con
los significados (y significantes) presentes en el texto.
Decir que el significado se va construyendo
en interacción con el texto implica abandonar definitivamente la idea de
comenzar por lo más simple e ir dirigiéndose progresivamente hacia lo más complejo,
o comenzar por la lectura mecánica dejando la comprensión para más adelante.
Eso nada tiene que ver con las prácticas sociales de lectura. Tampoco tiene
nada que ver con dichas prácticas presentarles a los alumnos textos
simplificados, porciones de textos reales sin el portador, o todo material
tendiente a reducir la complejidad de dichos textos. Por el contrario, se
vuelve importante no perder de vista que la lectura como proceso interactivo
debe ser abordada en toda su globalidad, indisolubilidad y complejidad. Y que,
frente a ese texto complejo, el significado no será construido de una vez y
para siempre sino, tal como postula la teoría piagetiana, por aproximaciones
sucesivas al objeto de conocimiento. En definitiva, es también lo que nos ocurre
a los adultos cuando abordamos un texto.
Claro que para que los alumnos se enfrenten
a textos reales y para que desarrollen estrategias y actividades para
abordarlos en toda su complejidad, de modo tal de ir construyendo
progresivamente su significado, es imprescindible que haya un docente que, a
modo de director de la escena, intervenga para asegurar que las condiciones
didácticas que podrían facilitar estos aprendizajes, tengan lugar. Detengámonos
entonces en quien tiene tamaña responsabilidad.
Cuando el director de la ficción entra en
escena: las intervenciones del docente para que la película salga bein parecida
a la realidad
Que los niños lectores interactúen con el
texto que leen no debe llevar a pensar que el docente no tiene cabida en esta
ficción “buena”. Muy por el contrario, y coherentemente con un modelo didáctico
que toma aportes de la teoría psicogenética, la intervención del docente se
vuelve fundamental: por un lado, porque hay diversas cuestiones que debe
controlar para que la escuela siga cumpliendo su misión y porque son parte de
su responsabilidad al frente de la clase; por otro lado, porque hay diversas
intervenciones que se vuelven necesarias para que justamente los alumnos se
hagan cargo del problema de la construcción del sentido de lo que están
leyendo. Veamos estas dos cuestiones más detenidamente.
Entre las cuestiones que deben ser
controladas por el docente, además de las responsabilidades que le impone el
rol (pensar la clase, el tipo de actividades que los niños van a hacer, etc.),
también está, por ejemplo, la selección de lo que los chicos van a leer
(independientemente de que la actividad luego por ejemplo consista en leer para
decidir si ese texto forma parte de la biblioteca del aula) Esto tiene que ver
con la misión que tiene la escuela en cuanto a poner a disposición de los
chicos un abanico de autores y textos que, probablemente, no conozcan. Al no
ser lectores experimentados ni tan conocedores de la literatura como para dejar
en sus manos tales decisiones. Por ello es que este aspecto de la situación
didáctica debería ser definitivamente controlada por el maestro.
Sin embargo, y refiriéndonos ahora al
contrato didáctico como aquella distribución de atribuciones entre el maestro y
los alumnos en relación al contenido (en este caso la lectura), hay
determinadas cuestiones a las que es necesario prestar mucha atención.
En efecto, podría decirse que las
consideraciones sobre el contrato didáctico están estrechamente vinculadas al
control de la transposición didáctica de aquellas prácticas sociales de
referencia (que en la didáctica de la lengua ocupan el lugar del saber sabio)
al saber a enseñar. Mirar el contrato
didáctico es cuidar de qué manera se distribuyen las responsabilidades para que
la ficción “buena” tenga lugar dentro del aula y para que la película salga
bien parecida a la realidad. Analicemos en qué sentido esto podría ser así.
Los alumnos deben conservar el derecho de
hacer todas las interpretaciones que les parezcan pertinentes al interactuar
con el texto. Deben también tener la posibilidad de justificar la forma en que
le han dado sentido o lo han ido entendiendo, sin que dicha interpretación sea
refutada (o convalidada) a priori por el docente. Como ya antes hemos
adelantado, resulta importante que el maestro no se arrogue en un principio a
decir cuál es la respuesta correcta y de este modo quitarles aquella
posibilidad a los alumnos.
Los niños también deben tener derechos
vinculados a una serie de decisiones que seguramente tendrán que tomar como
lectores en el marco del proyecto en el que están trabajando: decidir la
incorporación de un cuento a la biblioteca, seleccionar artículos de un
periódico en relación a un tema determinado, elegir el guión de una obra de
teatro para luego representarla, etcétera. Éstos son propósitos relevantes para
ellos y deben estar tan presentes como los propósitos didácticos del docente,
tal como analizábamos párrafos más arriba.
Debe también haber lugar para que, tal como
ocurre puertas afuera de la escuela, los niños puedan intercambiar con sus
compañeros lectores puntos de vista acerca del significado del texto. También
para que se planteen nuevos interrogantes, para que lean por sí mismos y en
silencio, para que arriesguen hipótesis, etcétera.
Los niños deben tener también derecho a
buscar en el texto pistas para sus interpretaciones, búsqueda en la que será
constantemente importante la utilización de la información no visual que poseen
así como las estrategias de lectura a las que antes hicimos rápida alusión. Que
los alumnos puedan ir autocontrolando las interpretaciones que van elaborando y
de este modo avanzar en la construcción de significado resulta posible si el
docente devuelve el problema de dicha construcción a los alumnos y se abstiene
de dar su punto de vista.
En todas sus intervenciones y abstenciones
(que entendemos como una forma de intervención en tanto devolución del
problema), podríamos decir que el rol del docente no tiene que ver con enseñar
a leer sino con ayudar a leer, es decir, propiciar que los niños
hagan el “trabajo de lector” que venimos describiendo hace algunos párrafos.
Como buen director de obra, el docente
tiene entonces una responsabilidad principal para que, a través de sus
intervenciones, la ficción que se pretende montar en el aula sea una película
parecida a la realidad. Y cuidar que el trabajo en clase no se salga de los
carriles de buena ficción implica, como decíamos, propiciar ese “trabajo de
lector”: posibilitar a través de preguntas que los niños transiten el mismo
camino que un lector competente transita cuando lee: detenerse en el nombre del
texto, del autor, prestar atención a los indicadores más fácilmente visibles
(títulos, dibujos, gráficos); alentar a los intercambios entre los niños lectores
cuando, por ejemplo, surge alguna discrepancia; estimular el uso de estrategias
de lectura y a al uso de la información no visual para construir el significado
del texto, etc.
En cuanto a la evaluación de las
interpretaciones, parece imprescindible que las sucesivas devoluciones del
problema por parte del docente vayan acompañadas de una retención de la
institucionalización. Es decir, que el maestro no se reserve la primera palabra
(antes de las intervenciones de los chicos) sino la última. Como afirma Delia
Lerner, “el docente sigue teniendo la última palabra, pero es importante que
sea la última y no la primera, que el juicio de validez del docente sea emitido
una vez que los alumnos hayan tenido oportunidad de validar por sí mismos sus
interpretaciones, de elaborar argumentos y de buscar indicios para verificar o
rechazar las diferentes interpretaciones producidas en el aula” (Lerner,
1996b:18)
El maestro comparte así el control de la
validez de las diferentes interpretaciones con sus alumnos, quienes se ven
entonces estimulados a intentar justificarlas. Cuando el docente considere que
esta delegación provisoria de la evaluación ha cumplido ya su función o cuando
se hayan agotado las discusiones en torno a las diferentes interpretaciones, podrá
recuperarla.
A lo largo de este artículo hemos intentado
compartir algunas reflexiones críticas acerca del modo en que tradicionalmente
se ha intentado enseñar a leer para luego realizar algunas consideraciones
desde la didáctica de la lengua que podrían potenciar una mejor comprensión
lectora en los alumnos.
Comprensión lectora para la que
tradicionalmente la escuela no enseñó ni preparó, haciendo fracasar
explícitamente a enormes cantidades de niños que transitaron por ella.
Comprensión que, nos atreveríamos a decir, no fue real en términos de propiciar
mejores competencias lectoras entre quienes lograban tener éxito en la escuela.
Éxito relativo porque, como hemos visto, finalmente los alumnos terminaban por
lo general sin estar alfabetizados para el trabajo y la vida ciudadana. Tal el
fenómeno de iletrismo al que hemos hecho referencia y tal entonces el status
“ficticio” de la comprensión que parecían alcanzar quienes lograban no fracasar
en la escuela. Comprensión ficticia en una escuela con ventanas polarizadas
hacia el afuera y cuyos puntos de contacto con la realidad, si los había, eran
mera coincidencia. Comprensión ficticia inmersa entonces en una ficción “mala”.
El concepto de ficción, eje de nuestro
trabajo, ha sido tratado con cierto énfasis a lo largo del mismo, en tanto
entendemos que permite explicar la importancia de algunos aportes de la
didáctica de la lengua y la necesidad de entenderlos de manera relacionada.
También este concepto pretende ilustrar la posibilidad de potenciar mejores
aprendizajes si se modifican algunos aspectos de la situación didáctica en el
aula. En definitiva, si a la ficción “mala” la reemplazamos por una “buena”, lo
más parecida posible a la realidad: es aquí donde la película puede volverse
más exitosa en términos de aprendizaje para sus actores/alumnos/lectores.
Por último, el concepto de ficción ha
servido también para intentar ofrecer un punto de vista posible acerca de la
responsabilidad enorme de la enseñanza y de la didáctica en general en el
fracaso de la escuela en la formación de lectores competentes. Responsabilidad
que no puede ser eludida en tanto se trata de uno de los aspectos cruciales en
la formación de los futuros trabajadores y ciudadanos. En este sentido, pensar
en ficciones buenas dentro de aulas con vidrios despolarizados puede ser un
camino posible para comenzar a afrontar semejante desafío para la enseñanza.
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* Licenciado en Ciencias de la
Educación (Universidad de Buenos Aires) Cursa estudios de posgrado en la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales – Sede Argentina. Docente de
Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana y de Política y
Legislación de la Educación (Universidad Nacional de La Plata) Docente de
Sociología y Política Educativa (Universidad del Salvador)