Revista Fuentes: Facultad de Ciencias de la Educación.

http://www.cica.es/aliens/revfuentes/firma.htm

 

DOS DÉCADAS DE REFORMAS ESCOLARES EN ESPAÑA Y LATINOAMÉRICA: ALGUNAS LECCIONES QUE ES PRECISO APRENDER.

 

Juan M. Escudero Muñoz

Universidad de Murcia.

 

Si no teníamos bastante con la tarea de discutir, reflexionar y hacer los balances oportunos de nuestro trayecto más reciente de reformas y contrarreformas escolares,  el propósito de ampliar la atención a los países de América Latina y el Caribe conlleva una tarea bastante más complicada. Eso no quita, sin embargo, para que sea estimulante  y, desde luego, oportuna y pertinente.

 

Es innegable que tanto aquellos países como nosotros tenemos nuestras peculiaridades y diferencias. Conciernen tanto a la historia social, política y económica como, por supuesto, a las propias tradiciones, culturas y prácticas educativas. Por todo ello, también a una materia tan vulnerable y controvertida como ahora son los cambios y reformas escolares. Es obvio, asimismo, que, pensando en la pluralidad de países latinoamericanos, haya que admitir que esas diferencias no sólo existan entre ellos, sino además dentro de cada uno, sus provincias, regiones o estados federales que forman parte de su organización política y social. Algo similar cabe decir de nuestro país, donde cualquier mirada a las Comunidades Autónomas no tiene demasiadas dificultades en  identificar matices, a veces incluso marcados, que hablan de otro tanto, sea en indicadores de desarrollo social y económico o en los estrictamente educativos.

 

Si fuera cierto que la globalización no sólo es económica sino también un fenómeno relacionado con la práctica totalidad de los órdenes de la vida en que se desenvuelven como pueden los países, las personas, las distintas geografías del planeta, y, cómo no,  las políticas y decisiones más importantes que se están tomando, es de suponer que, aún sobre las diferencias evidentes, haya notables puntos de semejanza en relación con materias de naturaleza diversa. En el caso de la educación, las políticas nacionales e internacionales en lo que afecta a las reformas de finales de siglo, desde luego que los tienen. Las curiosas intersecciones que vienen ocurriendo entre lo global y local,  bien documentadas por tratadistas conocidos de la tan cacareada globalización (Beck, 1998; Held y McGrew, 2003), también tienen sus expresiones en las políticas educativas. Ello está comportando, al tiempo que un abanico considerable de posibilidades, algunos que otros problemas y contradicciones, tal como dentro de este espacio procuraremos ilustrar.

 

El propósito de este texto es ofrecer una mirada panorámica sobre las políticas y resultados de las reformas escolares que se han venido sucediendo en estos dos contextos que son tan lejanos geográficamente como, por razones de todos conocidas, cercanos e incluso familiares; compartimos un sinfín de vínculos históricos y actuales en diversos aspectos, y también en educación. El foco preferente de atención no puede ser en absoluto pretencioso. Resultaría prohibitivo descender a los detalles en cada uno de los países, o pretender una visión de conjunto sobre la totalidad de los respectivos sistemas escolares, desde la educación infantil hasta la universidad. Nos moveremos, pues, en un plano de análisis general y, además, nos limitaremos a los niveles educativos previos a la enseñanza universitaria. Pondremos, todavía más, un énfasis bien merecido en los niveles de la escolaridad obligatoria, pues - todos lo sabemos - es ahí donde la política educativa y las reformas de cualquier país, tanto más si se encuentra en vías de desarrollo, ponen en juego tanto el presente y el futuro nacional como el de ciudadanos y ciudadanas.

 

El trabajo pretende exponer diversos análisis y reflexiones sobre las reformas que han venido acaeciendo desde los ochenta. Es una referencia temporal que merece ser valorado como clave en ambos casos, aún cuando, como ha ocurrido, las condiciones, formas y contenidos del enlace establecido entre el pasado inmediatamente anterior, el presente de las reformas diseñadas y el devenir de las mismas hasta la actualidad sean singulares. Para ello, en un primer punto, se ofrece una caracterización a grandes rasgos de las reformas de las dos últimas décadas, sus contextos de surgimiento y sus desarrollos, incluidos los vaivenes a que nos tienen acostumbrados los políticos encargados de dejar sus propias huellas sobre los sistemas escolares sometiéndolos a reformas tras reformas. En el segundo punto hemos seleccionado algunos indicadores para discutir acerca de los posibles logros o avances, atascos o retrocesos de los cambios previamente descritos. Como no quedaba otra opción que la de tener que seleccionar entre una multitud ahora impresionante de información y estadísticas disponibles, hemos escogido algunos de los que tienen una relación más directa con los grandes reconocimientos y declaraciones de que goza, en principio la educación, sobre todo en la actualidad. Al menos en los informes, proyectos y declaraciones escritas, jamás se le había  dedicado tanto valor, ni se la había incluido en las primeras listas de prioridades. Las tasas de escolarización, la repetición escolar, el rendimiento y sus relaciones con la clase social de los estudiantes, o su pertenencia a poblaciones indígenas, minorías étnicas, inmigrantes, así como los índices de analfabetismo, y, en general, las políticas de compensación y equidad nos permitirán contemplar algunas imágenes positivas, al mismo tiempo que, desgraciadamente, otras mucho más sombrías e inquietantes. Al mismo tiempo que se han realizado esfuerzos innegables en las políticas educativas para extender y realizar el derecho universal a la educación, ese horizonte, incluso cuando expresamente se ha pretendido, queda lejos al día de la fecha. Hasta alarmantemente lejos en algunos de los países, distante no ya de opciones de máximos sino de algunos mínimos de estricta dignidad y justicia social y humana.  Por si ese dato no fuera suficiente, es todavía más inquietante el hecho de que, al mismo tiempo que no se ahorran retóricas a la hora de seguir proclamándolo, algunas de las políticas más recientes, allí y aquí, apuntan, lamentable e increíblemente,  en una dirección contraria. Por la presencia de muchos datos, la educación sigue atada a la condición social, económica y familiar de los alumnos que asisten a ella, y, así las cosas, no sólo no está realizando sus promesas de emancipación y movilidad personal y social, sino que sigue operando como uno de los mecanismos  -no el único, desde luego - a través del cual se reproducen estructuras y condiciones de vida asentadas sobre la desigualdad. En el punto tercero, para terminar, ofreceremos sucintamente algunas de las lecciones que quizás podríamos aprender de los trayectos recorridos.

 

1.    1.     Dos décadas de reformas escolares múltiples y totalizadoras.

 

Contemplado con cierta perspectiva el panorama de las reformas escolares españolas y latinoamericanas desde los ochenta hasta la fecha, es evidente que sus respectivos sistemas educativos han sufrido muchos cambios durante este período de tiempo. Algunos de ellos se han reflejado en logros dignos de consideración. En particular, los que se refieren al acceso y ampliación de la escolaridad y, en estos términos, a la democratización de la educación. Al servicio de esos objetivos se han puesto más recursos financieros que en  décadas anteriores, se han creado infraestructuras, servicios y equipamientos, así como mayores inversiones en personal docente. En todos los países, al menos por término medio, se han incrementado las inversiones, aunque es muy discutible que eso haya mejorado sustancialmente la calidad y equidad de la educación, su redistribución acorde con criterios de justicia social y escolar. También se han modificado otras muchas facetas de los sistemas escolares relativas a su administración, gestión y gobierno. En ese sentido, se han redefinido esquemas tradicionales  de relación, surgidos bajo el Estado del Bienestar ahora declinante, entre los Estados nacionales y las responsabilidades educativas, y se han creado, al menos formalmente, nuevos mecanismos y espacios de participación de las familias y la comunidad en las instituciones públicas. La ola de apertura de los sistemas e instituciones al exterior ha estimulado, al mismo tiempo, una mayor influencia y presencia de entidades privadas e iniciativas particulares en la oferta y provisión de educación.  Como es comprensible, las reformas también han recaído sobre el currículo escolar (finalidades, contenidos, métodos, materiales didácticos, relaciones pedagógicas y sistemas de evaluación), al tiempo que han afectado, no siempre en un sentido positivo, a la profesión docente, además de a otras figuras profesionales y servicios pensados para la evaluación, supervisión, inspección, formación, apoyo y asesoramiento.

 

Es bien cierto, por lo demás, que no todos los cambios educativos sucedidos en ese tiempo para bien o para mal son atribuibles sólo a las reformas diseñadas y aplicadas. Precisamente el período que nos ocupa ha estado presidido por transformaciones impresionantes en todos los órdenes de la vida, desde las relaciones sociales, personales y familiares, hasta otros mucho más estructurales y generales que vienen impactando,  aproximadamente desde el último cuarto del siglo pasado con mayor intensidad, en los esquemas de pensamiento y la cultura, las relaciones económicas y tecnológicas, la explosión de la sociedad de la información y de las comunicaciones, el mundo del trabajo, la política y las relaciones internacionales (Held y McGrew, 2003). Los sistemas escolares de los países desarrollados o en vías de desarrollo se han sentido fuertemente presionados, dirigidos y controlados como no lo habían sido en épocas pasadas por fuerzas sociales, políticas y económicas entre cuyos intereses no predominan, precisamente, ni los propósitos que la modernidad había depositado sobre la escuela y la educación, ni, tampoco, los tiempos y las lógicas que, por lo que sabemos, debieran presidir y orientar el devenir de los sistemas escolares como instituciones fundamentales en la provisión del bien de la educación, ahora todavía más valioso y preciado que antaño.

 

Centrándonos, como se pretende aquí, en las reformas escolares españolas y latinoamericanas, e incluso limitándonos a las relativas a la educación infantil, primaria o básica, secundaria, bachillerato y formación profesional, la pluralidad de los cambios pretendidos, diseñados y realizados ha sido realmente espectacular. Por circunstancias que atañen al legado histórico de las décadas precedentes, por las condiciones sociales, políticas, económicas y propiamente educativas con las que tanto ellos como nosotros abrimos el último tramo del siglo pasado, no sólo han proliferado las reformas. También han ocurrido idas y venidas,  a veces alocadas, de contrarreformas prematuras, con presuntas transiciones hacia nuevos horizontes, a pesar de que los establecidos ni siquiera habían tenido la ocasión de desplegarse debidamente. Resulta imposible dar cuenta aquí con todo lujo de detalle de la diversidad de reformas acaecidas, de los vericuetos por los que han discurrido en cada uno de los países, o dentro de los mismos. Entiendo, con todo, que podemos echar mano de algún  hilo conductor que nos ayude a  componer una cierta visión de conjunto.

 

Me parece que se puede identificar tres aspectos fundamentales para perfilar una caracterización sumaria. Haremos alusión, en primer lugar, a algunos asuntos que formaban parte del legado recibido de las décadas precedentes; en segundo término, dejaremos constancia de la conformación de un cierto contexto y  clima de consensos,  pactos o  concertación social y política que amparó las iniciativas reformistas acometidas en ambas décadas, y, en tercer lugar, describiremos los focos más importantes de los cambios diseñados y, en algunos ámbitos,  aplicados. 

 

1.1 Una referencia a legados recibidos de las décadas anteriores.-

 

Aceptando que las reformas se definen en esencia como proyecciones de futuro,  no suponen nunca un corte drástico con el pasado; son inevitablemente deudoras de la historia. Ya sea porque el pasado es parcialmente valorada como positivo y lo que pretenden es reorientarlo y mejorar algunos de sus legados, ya sea que lo que se intente sea modificarlo profunda y extensamente, adoptando medidas y orientaciones que suponen discontinuidad y ruptura. En los casos que nos ocupan, las reformas escolares tienen la vocación, como veremos,  de acometer cambios intensos, múltiples y profundos en los respectivos sistemas educativos. Cabe advertir que, como es comprensible, se pueden apreciar algunas diferencias dignas de mención entre las españolas y latinoamericanas, tanto en los contenidos y valoraciones del legado del pasado, como en el clima de percepción y expectativas sobre los cambios que fueron gestándose durante algún tiempo, se tradujeron luego en proyectos y fueron progresivamente desplegados por los sistemas, no sin conflictos. Ni que decir tiene que está lejos de mi intención detenerme en un recorrido histórico que exigiría mucho más espacio y dedicación que éste. Un par de referencias pueden ser ilustrativas, sin embargo, para destacar algunos elementos dignos de atención. 

 

Con anterioridad a los ochenta, el sistema educativo español se aprestaba a dejar atrás un largo y sombrío período de la historia del país en el que la educación había sufrido severamente los efectos de cuarenta años de dictadura. En una rapidísima ojeada por nuestro siglo XX, si exceptuamos el breve destello de la prometedora política educativa de la II República, drásticamente erradicada por el régimen tras la guerra civil, y, en un tiempo mucho más cercano, la Ley General de 1970, que, en los últimos estertores del régimen, representó la “apertura” de algunas ventanas hacia una cierta modernización de la educación [1], poco había que añorar. Más bien al contrario. Es cierto que gracias a la LGE (1970), se fueron logrando durante los años de su aplicación cotas innegables en el acceso a la educación primaria y obligatoria ampliada hasta los catorces años al menos, y que ahí se sentaron las bases para la explosión posterior de las tasas de matriculación en el bachillerato, así como para otros cambios ocurridos en la formación profesional.  Al filo de la transición democrática, sin embargo, ni la sociedad en su conjunto, que reclamaba cambios importantes en el país y no sólo en educación,  ni las fuerzas sociales y educativas que habrían de tomar en sus manos un buen número de cambios urgentes, tenían motivos para la nostalgia. No estaba en el ambiente,  en ninguno de los órdenes de la vida nacional,  la idea de la continuidad, sino más bien la de ruptura.

 

Además de las hipotecas heredadas, en otro platillo de la balanza de signo diferente, las innovaciones y reformas parciales de los ochenta pudieron contar con el legado favorable de una importante concertación social y política (haremos mención a ello algo más adelante), así como un amplio consenso social en el sentido de que la democracia debía asumir cambios en profundidad de todo el sistema educativo, en todos y cada uno de sus niveles. Corresponde una mención particular a la existencia, al menos durante toda la década de los setenta, de movimientos renovadores extraoficiales, desde las Escuelas de Verano a los Movimientos de Renovación Pedagógica, en los que participaron un buen número de docentes. Sembrando semillas propicias para las reformas posteriores, aunque no siempre llegaran a ser bien aprovechadas. Con un lastre de muchas deficiencias escolares y educativas, pero también con unas bases sociales que reclamaban y apostaban por la democratización de la educación y la mejora de su calidad, la década de los ochenta se iniciaba bajo los augurios de grandes expectativas, el reconocimiento generalizado de cambios necesarios y profundos, una amplia adhesión social y educativa, y promesas bien fundadas en que se acometerían decisiones de diversos signos para recuperar ambiciones educativas que habían sido injusta y atípicamente marginadas durante el franquismo. Nuestra situación era mala mirando hacia dentro, y todavía más penosa, si echábamos una ojeada a los sistemas educativos de países vecinos situados por encima de los Pirineos. Teníamos, pues, todo por ganar, y prácticamente nada que perder. No era, por lo tanto, un mal punto de partida para encarar las reformas pendientes y necesarias. 

 

El legado de la historia educativa de las décadas anteriores  en América Latina tenía sus propias peculiaridades; algunas, con signos más positivos que los nuestros. Otras, sin embargo, ya aparecían cargadas de otras dependencias e hipotecas que marcaron tanto el contenido como el sentido de sus reformas. En términos políticos, al irse coronando los ochenta, la democracia fue restaurándose allí donde en décadas o años anteriores se habían sucedido golpismos que habían convulsionado severamente todos los órdenes de la vida de los países de la región, y en particular  sus sistemas escolares, su educación, así como a no pocos de sus mejores efectivos intelectuales y educativos. La represión y el exilio marcó profundamente los años inmediatamente anteriores, y desde luego que eso suponía un legado perverso, además de un reto difícil de superar. Restauradas las democracias en la zona,  las políticas educativas, tanto de los ochenta como de los noventa, iban a gozar, al menos formalmente,  de un  clima social, político, y hasta económico, más propicio, normalizado en algún sentido y menos convulso.

 

Llama la atención, sin embargo, el tipo de lectura y valoración que diversos analistas latinoamericanos hacen de ese momento en general, y de las reformas educativas en particular que se fueron sucediendo. Así como nosotros teníamos conciencia de que lo que queríamos y nos esperaba iba a ser mucho mejor que lo que dejábamos atrás,  en su caso existía un sentimiento de nostalgia respecto a su historia educativa precedente, hecha excepción, desde luego, de los efectos del golpismo que en unos u otros países había ido apareciendo en períodos particulares.  Algunos añoran una “época dorada” de reformas escolares llevadas a cabo en diferentes países de la zona (Argentina, Brasil, Colombia, Cuba, Perú, Venezuela, El Salvador, etc.). Habían venido ocurriendo desde las décadas de los veinte y treinta hasta prácticamente los sesenta. Coincidiendo con revoluciones sociales y políticas en diversos países, así como con un cierto grado de desarrollo económico y comercial, fueron años en los que pudo hablarse del surgimiento y realización del Estado del Bienestar en un buen número de aquellos países ( Reimers,2000; 2002),  Puiggrós (1999) o Rivero (1999). De ello, como sucede en esos casos, también se benefició la educación y los respectivos sistemas escolares públicos.

 

Los diferentes Estados asumieron un papel importante en la activación de políticas educativas que perseguían la escolarización universal, entendida como un elemento clave para la afirmación de sus respectivas identidades nacionales y el progreso económico y social. Durante ese período se logró una educación primaria de cinco o seis años al menos por término medio en la mayoría de los países, y un fortalecimiento notable de los sistemas públicos de educación, al margen ahora de los  logros efectivamente alcanzados en materia de cantidad, cobertura y calidad de la educación. Fue la época, tal como sostiene Reimers (2002), en la que el ambiente social y político dominante compartía “ideas públicas fuertes” en torno al valor de la educación universal, lo cual era asumido por las agendas políticas y sociales de Estado para impulsar y sostener las escuelas públicas, más allá de los diversos partidos y gobiernos (Puiggrós, 1999).

 

El fuerte deterioro de la vida social, política y cultural que las dictaduras dejaron a las democracias restauradas al filo de los ochenta no sólo supuso la herencia de restañar muchas heridas internas, sino, además, una fuerte dependencia y vulnerabilidad de las propias economías, ahora atenazadas por la deuda externa, los imperativos del ajuste impuestos por los organismos internacionales que bajo el Consenso de Washington iban a participar en la recuperación y el desarrollo “controlado” de la zona (Franco y Saínz, 2001; Franco, 2002). Esas condiciones, por supuesto, condicionaron la agenda de reformas educativas. No es que hubiera datos contundentes para mirar con complacencia los logros efectivos de sus “épocas doradas anteriores” (veremos en otro punto algunos indicadores básicos de escolarización y analfabetismo al respecto). Pero sí que, como puntualiza Puiggrós (1999:1), a pesar de la existencia de claras “disfunciones” en los sistemas escolares latinoamericanos, “no se ponía en peligro la identidad  de los sistemas de educación pública de la mayor parte de los países de la región”. Y es que, en realidad, una de las peores herencias que tanto esas disfunciones internas propiamente educativas, como la inestabilidad política y el derrumbe social provocado por el golpismo y las dictaduras precedentes, fue la de colocar a las recién instauradas democracias bajo la hegemonía del neoliberalismo más implacable. Por extensión, también a las políticas educativas y las reformas que iban a suceder.

 

De manera que, en  nuestro caso, iniciamos las reformas de los ochenta bajo un clima de esperanza, posibilidad y una orientación social y política que asumía la urgencia y el compromiso de que el Estado del Bienestar, aunque con excesivo retraso,  traspasara finalmente nuestras  fronteras. Debía proyectarse sobre diversos planos de la sociedad, la política, el trabajo y empleo, la sanidad o los servicios sociales, así como, desde luego,  la educación. En el de la mayoría de los países latinoamericanos, sus reformas de ese período surgieron, se inspiraron y desarrollaron bajo un contexto de fuerte debilidad del Estado y las instituciones, sobre una dependencia exterior y vulnerabilidad extrema, muy ligada a la camisa de fuerza de la ideología conservadora y su modelo social y económico neoliberal. En el caso español, el Estado de derecho iba a restaurarse fortaleciendo sus compromisos decididos con el progreso social y educativo, así como  el impulso de la economía y la normalización de la política.  Por las razones indicadas, en el contexto latinoamericano se podía hablar, más bien, como lo hace Reimers (2002), del surgimiento de  “Estados impotentes”, con el consiguiente debilitamiento y reducción de lo público. La educación, seguramente, iba a ser una de las perdedoras, atenazada, además, por un notable incremento de la pobreza y las desigualdades (Franco, 2002; Klinsberg, 2002). De ahí que, ahora a agua pasada, los ochenta hayan sido valorados como una década perdida (Rivero, 1999; Reimers, 2000; Torres, 2000), y los noventa, como la consagración del modelo hegemónico neoliberal, cuyos efectos sobre la desigualdad social y la inequidad educativa han sido documentados también en otras latitudes (Tezanos, 2001).

 

 1.2 El impulso de las reformas bajo un clima de concertación social.-

 

Una segunda clave que parece conveniente considerar es la relativa a que tanto aquí como allá las reformas de los ochenta contaron, a pesar de los pesares y con todas las limitaciones que se quiera, con una cierta concertación social y política en torno a la prioridad de impulsar reformas escolares en diversos frentes y al servicio de objetivos legítimos, aunque ambiciosos.

 

Por lo que se refiere a nuestro caso, resulta obligatorio mencionar alguno de los  pactos sociales y políticos, pocos años antes de que se iniciaran las reformas de los ochenta, que sentó algunas bases muy iniciales, pero, con toda seguridad,  importantes. Me estoy refiriendo a los Pactos de la Moncloa (Octubre 1977) [2]. Representaron, en efecto, la mejor muestra de un obligado clima de concertación social y política del que indudablemente se benefició la educación en varios sentidos, pues dejaron establecidas algunas bases ineludibles para poder acometer decisiones inaplazables de naturaleza educativa, además de otras no menos urgentes en diversos ámbitos de la vida nacional. Si a tales pacto se suma ese clima social y educativo al que hemos aludido,  esperanzado y exigente de cambios profundos que comprometían a la recién democracia, se puede sostener que el inicio de nuestras reformas contó con algunas de las condiciones sociales y políticas básicas sin las que habría sido imposible acometer cambios educativos de envergadura como los que se dispusieron, así como, desde luego, para alcanzar algunos logros de los que ahora tenemos constancia.  Puede decirse, además, que ese clima favorable de adhesión social y concertación política se mantuvo durante algunos años en los que se adoptaron medidas estructurales relevantes, aunque, lamentablemente, sufrió fracturas importantes a mediados ya de la década de los noventa, con el Partido Popular, tal como veremos en un punto posterior.

 

En el caso de América Latina también se puede apreciar, asimismo, el reconocimiento de un amplio consenso social y político. Se dio dentro de países y entre ellos, y contó con la influencia y participación de diversos organismos internacionales. Aunque, como dice Gajardo (1999), el despliegue mayor y más decisivo de reformas sucedió en los noventa, vale la pena dejar constancia del mismo, pues, a su manera, ofreció cobertura a los cambios acaecidos en las dos décadas. En ese contexto, las reformas que nos ocupan gozaron de avales internacionales para elaborar informes y proyectos, así como para incrementar recursos financieros de apoyo al desarrollo de los mismos. Habría que citar en concreto contribuciones como las de CEPAL/Unesco, la influencia de los Acuerdos de Jomtien sobre la consideración de la educación como una de las necesidades básicas que había que potenciar, entendida la formación, a su vez, como una puerta de entrada capaz de abrir y desarrollar itinerarios de educación  a lo largo de toda la vida. Hubo, y todavía persisten, diversas iniciativas y programas patrocinados por el Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, además de las sucesivas Conferencias de Ministros de Educación Iberoamericanos que han seguido desarrollándose hasta el día de hoy, en un afán de concertar y coordinar esfuerzos y orientaciones en materia de educación en toda la región. En la fuente citada se puede encontrar un  análisis y valoración pormenorizada de cada una de esas iniciativas, así como las que relata Torres (2000). Como digo, algunos de esos programas están vigentes en la actualidad.

 

Los contenidos de aquella concertación educativa giraron, de una parte, alrededor de diagnósticos compartidos sobre la realidad de los sistemas escolares latinoamericanos.  De otra, sobre una serie de prioridades reconocidas y asumidas, al menos en diversos informes, declaraciones y propuestas. En términos de diagnóstico de la situación, se identificaron una serie de temas como:  la falta de equidad de los sistema educativos, manifiesta en las diferencias entre la escuela pública y privada, así como en las desigualdades educativas de los sujetos según clase social y geografías (medios rurales) de residencia;  la baja calidad de la educación, con índices importantes de repeticiones, absentismo y bajos rendimientos, sobre todo por parte de los alumnos pertenecientes a clases sociales más desfavorecidas; el exceso de centralismo y burocratización de la educación; el deterioro alarmante de las condiciones salariales,  de trabajo y preparación inicial y continuada del profesorado; la fuerte desvinculación entre el currículo escolar y las demandas sociales, o la financiación insuficiente.

 

Entre las prioridades establecidas figuraban: situar la educación bajo la cobertura de políticas de Estado en lugar de proyectos efímeros de los Gobiernos; apostar por la equidad, adoptando medidas de discriminación positiva hacia los colectivos y sujetos socialmente más desfavorecidos y/o pertenecientes a minorías étnicas; mejorar la calidad y los resultados del aprendizaje de los estudiantes; impulsar políticas de descentralización, participación y autonomía; fortalecer las instituciones educativas con mayores márgenes de autonomía y también responsabilidad por los resultados de los estudiantes; abrir las instituciones y la educación a la sociedad, a otros ámbitos institucionales, públicos y privados; establecer modelos de asignación de recursos vinculados al logro de resultados; mejorar las condiciones salariales y la preparación del profesorado, además de atender a la formación de directores escolares; formar para el mundo del trabajo e incorporar las nuevas tecnologías de la información y comunicación.

 

No es difícil apreciar la mano de determinadas organizaciones internacionales, sobre todo en la identificación de las prioridades y medidas que habían de tomarse y en torno a las que se reclamaban consensos y esfuerzos por parte de los Gobiernos de cada uno de los países. Tampoco, desde luego, las condiciones establecidas a cambio de la inversión de apoyos, recursos, asesorías técnicas y “compromisos” en sacar adelante los sistemas escolares, en unos tiempos en que, eso sí, se empezaba a reconocer por doquier el papel estratégico de la educación para hacer frente a los desafíos de la nueva sociedad del conocimiento. Digamos tan sólo de pasada, pues son de sobra conocidos, que los diagnósticos con que aquí contábamos respecto al estado heredado de nuestra educación eran muy similares. Por las circunstancias sociales y políticas de nuestro país, la agenda neoliberal tuvo la amabilidad de contenerse durante algunos años.

 

1.3 El diseño y el despliegue de reformas en  múltiples facetas de los sistemas escolares.-

 

Los primeros años de los ochenta, desde luego toda la década posterior y los pocos años que llevamos  del nuevo siglo, han sido testimonio de un amplio despliegue legislativo en materia de reformas. En España, además de algunos retoques de la LGE (1970) que se realizaron ya durante el Gobierno de la Unión de Centro Democrático -los programas renovados de la EGB, algún intento no consumado de reforma del bachillerato o la LOECE (1980)-  hay que situarse a partir de 1982 para localizar, una vez que el Partido Socialista ganó las elecciones de octubre, el abanico de cambios más relevantes que se iban a desarrollar. A efectos analíticos, en nuestro caso, así como también en el latinoamericano, se pueden identificar tres etapas, o generaciones, que tienen una cierta identidad.

 

1.3.1 El panorama español.

 

La primera de las etapas iría entre las elecciones generales de octubre 1982, que ganó el Partido Socialista, hasta el inicio de los noventa; la segunda, entre la aprobación parlamentaria de la reforma LOGSE (Octubre, 1990) y las elecciones de marzo 1996, ganadas por el Partido Popular. Esta última referencia puede considerarse, a su vez, como el inicio de la tercera de las etapas, que se extiende hasta la aprobación de la LOCE (Diciembre, 2002), el desarrollo de los primeros decretos y la aplicación, durante este mismo curso, de algunas de sus medidas, como los exámenes de septiembre o la repetición de curso en la ESO con más de dos asignaturas pendientes. Como a estas alturas son suficientemente conocidos los detalles, nos limitaremos a resaltar algunos aspectos que, a mi entender, pueden considerarse más sobresalientes.

 

En la primera de las etapas señaladas hay que anotar, en primer lugar, la LRU (1983) y, poco después, la LODE (1985). Ya que aquí nos está interesando al educación previa a la Universidad, tan sólo recordar que la segunda de las leyes mencionadas supuso la expresión legislativa más acorde hasta la fecha de los principios de igualdad, libertad, democracia y participación aplicados al gobierno y la gestión del sistema educativo y del funcionamiento de los centros, incluyendo, entre aspectos más concretos, la elección democrática de los directores escolares. Con un rango menor hay que anotar, también en estos primeros años, la creación de la red de formación permanente del profesorado, los Centros de Profesores (1984), y, en lo que atañe a otros aspectos de la educación, el  diseño y puesta en funcionamiento de diversas experiencias parciales de reforma (la integración de alumnos con necesidades educativas especiales, la integración de las nuevas tecnologías en el currículo, el programa experimental de reforma del bachillerato, así como otro proyecto parecido centrado en el ciclo superior de la entonces vigente EGB). Merecen una atención particular determinados programas que  surgieron en esta etapa y se fueron desarrollando en lo sucesivo como fue la educación compensatoria y la formación de personas adultas. 

        

Estos primeros años fueron propicios a la innovación desde la base (por denominarla de alguna manera), a la circulación de ideas, propuestas y creación de grupos de trabajo, desarrollándose una actividad hasta febril, tendente a la disposición de condiciones y actuaciones para la inminente  reforma más global, con los consiguientes materiales para el debate y diseños del currículo oficial. También hay que anotar, no obstante, que los nuevos responsables de la política educativa tuvieron que hacer frente al tema no menor de los conciertos con la educación privada (el pulso con la iglesia fue bastante duro, y no viene al caso precisar ahora quién salio ganando), así como también los sostenidos con los estudiantes y el profesorado, que recibieron los planes de reforma en curso y venideros con un conjunto de demandas y reivindicaciones sobre las que el gobierno también tuvo que concertar. Por decirlo en breve, los primeros movimiento serios de reforma del sistema educativo, como suele suceder siempre que se pretende acometer cambios importantes que van a recoger de forma desigual la diversidad de fuerzas e intereses en juego, estuvieron preñados de promesas y buenas expectativas. Simultáneamente, también hicieron acto de presencia los conflictos, el corporativismo, y otras urgencias más cotidianas que hay que afrontar, habitualmente más difíciles y delicadas todavía que lo que suele ser el diagnóstico de la situación y el establecimiento de finalidades o grandes principios.

 

La segunda generación o etapa de reformas partió de la aprobación de la Ley General de Ordenación del Sistema Educativo (LOGSE) en octubre de 19990, que fue aprobada en el Parlamento por todos los grupos parlamentarios a excepción del correspondiente al Partido Popular. Tras los años anteriores de reformas experimentales, proyectos parciales, reorganización del sistema educativo de acuerdo con los principios antes señalados, esta ley suponía coronar e integrar legislativamente hablando un proyecto de reforma global del sistema. Supuso, así,  la reordenación de la escolaridad (educación infantil, primaria, secundaria obligatoria, bachillerato, formación de grado medio y superior). En estos términos, la educación obligatoria se vería ampliada de catorce años a dieciséis al menos, la educación preescolar lograba una identidad propia y una valoración bien merecida, tal como se quiso transmitir al concebirla como educación infantil de 0 a 5 años, aunque no fuera incluida bajo la categoría de la educación obligatoria.

 

La reforma prestó una atención inexcusable al diseño del  currículo de estas etapas educativas, así como también al modelo de desarrollo del mismo, tanto por la administración central y autonómica,  como por los centros escolares. Los objetivos, contenidos, metodologías y evaluación se acogieron a los principios y valores de una escuela y educación democrática y de calidad, así como a concepciones respecto a lo que había que enseñar y las metodologías para facilitar el aprendizaje de los estudiantes que estaban en línea, más o menos, con las teorías y experiencias más reconocidas y actuales. Ejes como el de una enseñanza para la comprensión, el desarrollo de hábitos y estrategias de aprendizaje, el trabajo cooperativo, la atención a la diversidad y una enseñanza comprehensiva, conciliable con la presencia paulatina de la optatividad a partir de la secundaria obligatoria, fueron algunas de los más relevantes, divulgados y reconocidos. También, desde luego, contestados por determinados contexto y sujetos.  También se diseñó un nuevo currículo para los dos niveles de la formación profesional, que quedó conectada de una manera más congruente con la educación secundaria obligatoria y el bachillerato. A su vez, y primero en claves de diseño, y, sucesivamente, en todo lo que se refiere a su desarrollo, se idearon y fueron poniendo en marcha,   programas con medidas extraordinarias para atender a la diversidad, es decir, a los estudiantes con dificultades para seguir el ritmo ordinario de aprendizaje. Hay que citar en ese sentido los Programas de Diversificación Cunicular, así como, para alumnos con todavía mayores dificultades en el seguimiento de la escolaridad regular de la ESO, hasta el punto de no lograr a cierta edad la titulación correspondiente, se dispusieron y aplicaron los programas denominados de Garantía Social.

 

Como decía, la LOGSE también comportaba un modelo desconocido hasta la fecha para desarrollo del currículo oficial, sustentado sobre una concepción del profesorado y los centros que, al menos en teoría, les definía no como meros ejecutores de los diseños de la administración, sino como agentes con protagonismo y responsabilidad en la reelaboración de los mismos a través de los Proyectos Educativos de Centro, Proyectos Curriculares de Etapa y Programaciones Generales Anuales. El modelo más descentralizado de política educativa y de desarrollo del currículo planteado comportaba, además, la transferencia de diversas competencias hacia las Comunidades Autónomas, a las que se les reconocía sus propios márgenes de actuación tanto en materia curricular como en otras relacionadas con la administración y gestión de la educación. (El proceso de transferencias culminó, para todas las CCAA, ya en la década de los noventa.)

 

El desarrollo legislativo del marco de la LOGSE, y la aparición, ya a finales de esta etapa, de la LOPEGCE (1995), representó, seguramente, el desarrollo más notable de la nueva reforma por parte de las administraciones educativas. Además, con la toma de contacto de la misma con la realidad de los centros y el profesorado, se pudo apreciar que, en un sentido, poco a poco iban llegando a los centros y aulas las ideas, las propuestas y ciertos materiales de apoyo, muy heterogéneos en calidad y cantidad. En otro, que iban surgían algunos de los problemas que siempre acompañan al tránsito difícil de la teoría a los diseños, y de estos a las prácticas, así como también algunos otros adicionales, achacables a veces a un celo reglamentista por parte de la administración, o, en otros asuntos (por ejemplo la formación inicial del profesorado de secundaria), a omisiones flagrantes y difíciles de entender. La implementación de la reforma coincidió con un mal momento de las arcas públicas, así como también con el surgimiento de un clima de mayor conflictividad social y política en el país. A todo ello había que añadir una resaca derivada de los conflictos surgidos en los últimos ochenta, y otros que fueron surgiendo en la puesta en práctica de los cambios diseñados. Como poco después reconocía la administración en ciertos análisis que precedieron a la LOPEGCE (1995), era preciso hacer frente a ciertas “disfunciones” que habían ido surgiendo en los primeros desarrollo de la LOGSE, que reclamaba nuevos impulsos para avanzar en su puesta en práctica progresiva. También se reconocía que por la emergencia de nuevas condiciones sociales y políticas, que no apuntaban precisamente en una línea de fortalecimiento y credibilidad de la educación pública, había que adoptar algunas medidas no ya estructurales sino más cualitativas. De hecho, la última ley de esta etapa, la de 1995, procuró acogerse al paraguas de la calidad, aunque, eso sí, bajo una perspectiva de profundización en la equidad y la asunción de compromisos a favor de la lucha contra las desigualdades, adoptando para ello las  medidas de discriminación positiva que fueran pertinentes  con los sujetos y zonas más necesitadas. Se quedó en el tintero, como lamentaba hace un instante, un cambio que llevaba pendiente desde hacía muchos años: la formación inicial del profesorado de educación secundaria, aunque la administración socialista se marchó con una especie de nuevo proyecto  en sustitución del obsoleto CAP. Así como no se habían ahorrado declaraciones a favor del nuevo papel del profesorado, y se diseñaron nuevos planes de estudio para la formación de Maestros de acuerdo con los planteamientos de la LOGSE, la formación del profesorado que tendría que hacerse cargo de uno de los buques insignia, la ESO, y desde luego el de toda la secundaria y formación profesional, seguía increíblemente pendiente.

 

La tercera de las etapas que estamos repasando corresponde, como decía, a los años que van desde la llegada al gobierno de la nación del Partido Popular en marzo de 1996 hasta la fecha. No cabe duda de que ha sido un tiempo de cambios de rumbo. Sobre ello se ha producido un amplio debate nacional en el que han salido a la luz controversias de calado, intereses y grupos de presión poderosos, mediáticos incluidos, así como la voluntad política decidida por parte del Partido Popular para la aplicación de “su política educativa”. Lo que, desde luego, terminó por suponer una fractura en el cierto clima de consenso y concertación precedente.

 

Entre otros muchos, yo mismo me he ocupado del tema (Escudero, 2002). Si pretendiéramos recordar tan sólo aquí algunos de los asuntos más relevantes, podríamos resumirlos en: una clara apuesta a favor de la liberalización, entiéndase privatización de la educación (el lema de incrementar la libertad de elección surgió en boca de la Ministra Aguirre al día siguiente de llegar al Ministerio), un afán intervencionista en materia de currículo (quizás el tema de las Humanidades fue el contenido y síntoma más visible), una práctica irresponsable de deslegitimación de la educación pública y las reforma, que se hallaba  en una fase crucial de aplicación (tal era el caso de la ESO), un cultivo y explotación del malestar social y docente, así como, por cerrar una primera lista, su apuesta por una calidad de corte empresarial. No fue tan notable el intento que se pudo apreciar en las medidas, por lo demás efímeras, adoptadas a propósito de calidad bajo los auspicios del modelo de Gestión de Calidad Total, cuanto el trasfondo ideológico y gerencial cuyas orejas fácilmente se podía empezar a apreciar, ya en aquellos primeros movimientos.

 

La reforma como tal de esta etapa ha sido, desde luego, la recientemente aprobada LOCE (2002). No es éste el momento para una caracterización precisa. Sería reiterar sobre lo ampliamente divulgado, jaleado y, sólo en determinados sectores, seriamente debatido y cuestionado. Baste, pues, decir que, al menos a mi entender, se trata de una verdadera contrarreforma: se puede ver con más claridad aquello en contra de lo que se está que aquello que, bien reconocido el estado de la educación, se estable con sólidos fundamentos para avanzar en materia de mejora de la educación, de calidad. En realidad, uno de los aspectos contra el que no se pronuncia sustantivamente es la idea políticamente correcta y, en cierto sentido forzosa, de mantener las coberturas de la educación en los tramos de la obligatoriedad. A partir de ahí, aunque sea simplificando bastante la cuestión, abundan más las oposiciones que las afirmaciones defendibles en este tiempos. En materia de currículo, a la comprehensividad de la etapa obligatoria y común, se le contrapone la apuesta inequívoca por la separación de estudiantes según criterios de rendimiento, esfuerzo y mérito; la diversidad como una vía que garantice la equidad es contestada por la oferta de “oportunidades” para que quienes sean capaces, tengan interés y motivación para seguir un currículo de primera categoría, y, otro diferente, para aquellos estudiantes que no cuenten con estos dones. Una concepción de los contenidos, los objetivos, la enseñanza  y el aprendizaje basada en la comprensión, el desarrollo de estrategias de trabajo y el cultivo de valores ciudadanos, ha quedado contrapuesta al rigor y el academicismo, asumiendo que, en realidad, el factor más decisivo, y casi único, que más influye en el aprendizaje escolar es el esfuerzo particular que cada uno de los estudiantes esté dispuesto a poner en el empeño. La presunta connivencia del sistema y el profesorado con la pedagogía facilota, la promoción automática y la falta de exigencia de las evaluaciones, va a quedar contrapesada por una mayor insistencia en el deber, la repetición de cursos y la instauración de mecanismos de evaluación más exigentes y frecuentes. Por su parte, la autonomía de los centros –no podía faltar en un esquema neoliberal y conservador de política educativa acorde con los tiempos – se convertirá no tanto en un espacio donde reflexionar y elaborar institucionalmente un currículo que mejore la enseñanza y los aprendizajes, sino en un excelente marco para que las iniciativas privadas se puedan mover todavía con mayor soltura y, además, contando  con mayores recursos. Y la formación del profesorado ha ido entrando en una etapa de saturación de actividades, y de pérdida de sustancia y coherencia al mismo tiempo (Escudero, 2003b). En esta etapa, por añadidura, la transferencia de recursos públicos hacia la privada concertada todavía se incrementó, tal como lo muestran los datos de los últimos años (OECD, 2003)..

 

Además de que la LOCE quebró ese pacto de concertación y consenso inaugurado, como vimos, con los Pactos de la Moncloa (1977), y que se mantuvo dentro de  márgenes razonables (no siempre ideales, es cierto) hasta este tercera generación, esta reforma se pude definir más como un cambio consistente en “renuncias” que como una apuesta seria y razonable a favor de la profundización en una mejor educación para todas las capas sociales en su conjunto.  Al mirar con cierta perspectiva estas tres etapas, se puede decir, en suma,  que iniciamos bastante bien el camino, que en medio aparecieron problemas importantes, seguramente no afrontados como hubiera sido debido, y eso fue acumulando alguna que otra factura pendiente de cobro.  En el último tramo no sólo se ha alterado el camino, sino que, en la opinión de bastantes sectores,  se han redefinido sus destinos. Existen dudas más que razonables acerca de que, en lugar de avances en la educación del país, de ese modo se esté abriendo un período de retrocesos. Construir algunos avances en educación, incluso cuando son modestos, lleva su tiempo; derribarlos cuesta bastante menos. 

 

1.3.2 El panorama de América Latina y el Caribe.-

 

En los países latinoamericanos también se han identificado tres generaciones de reformas, tal como lo hacen, por ejemplo, Reimers (2000) y Martinic (2001). La primera correspondería a los ochenta, la segunda a los noventa, y entre los años finales de esa década y la actualidad podría hablarse de la tercera.

 

Como indicamos antes, las reformas latinoamericanas de los ochenta estuvieron marcadas, de una parte, por el retorno de la democracia y, de otra, como no podía ser de otra manera, por el incremento de la demanda social de educación. Eso supuso, como veremos en el segundo punto,  un ascenso considerable de las tasas brutas de escolarización, sobre todo en la educación primaria, y también en la secundaria. No se puede pasar por alto, como también se indicó más arriba, que las políticas sociales y educativas adoptadas estuvieron enmarcadas y condicionadas por el denominado consenso de Washington. Además de la consiguiente inversión externa e interna, eso supuso una reducción del aparato público de la administración, la disminución o redistribución de recursos financieros según criterios liberalizadores, el retraimiento de las políticas públicas. Un caldo de cultivo en el que crecieron, seguramente,  lamentables contradicciones entre los compromisos formales oficialmente declarados de mejora del acceso y la cobertura, impulso de la calidad y equidad, especialmente de la educación básica, y el curso efectivo de los acontecimientos. La adopción de esquemas de política neoliberal, prácticamente generalizados en la región si se exceptúan casos particulares como el de Cuba, supuso una cierta atenuación de inercias burocráticas heredadas, pero también la multiplicación de centros de poder con la consiguiente descoordinación y sus efectos amplificadores de las fracturas de la desigualdad. En su conjunto, se adoptaron diferentes medidas destinadas a recomponer los vínculos y compromisos de los sistemas educativos con el exterior (gobierno, sociedad, familias, sectores privados), y, al mismo tiempo, se tomaron iniciativas relacionadas con la cobertura, cambios del currículo, impulso de algunas políticas de compensación educativa, e inicio de planes de mejora de la formación docente y sus retribuciones.

 

Parece que fue en los noventa cuando, al socaire de los pactos de concertación nacional antes mencionados en diferentes países, refrendados e impulsados por las sucesivas reuniones de los Ministros Iberoamericanos de Educación y diferentes  organismos internacionales, se fueron concretando Informes Nacionales, Marcos legislativos de reformas y Estrategias de concertación en la casi totalidad de los países de la región (Gajardo, 1999). Cabe enunciar como algunas muestras representativas el Pacto Federal Educativo en Argentina (1993) bajo los auspicios de la “educación argentina en la sociedad del conocimiento”; la Ley General de Educación de Colombia (1994), con el lema de Colombia: al filo de la oportunidad; en Chile (1994), la LOCE (estatuto docente, ampliación de jornada escolar y reforma del currículo), liderada por la Comisión Nacional de Modernización de la Educación y el eje de La educación en Chile de cara al siglo XXI;  en la República Dominicana la Nueva Ley General de Educación (1992), patrocinada por la Secretaría de Educación, la Asociación de Profesores y Empresarios sobre la base de una consulta nacional y acuerdos institucionales, o en México, por finalizar aquí una relación que podría ser más amplia, la Ley General de Educación (1993), que se diseño sobre el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica entre el Gobierno Federal y los Gobiernos Estatales, componiendo el Programa de Desarrollo Educativo 1995-2000.

 

Tres proyectos internacionales como han sido el Proyecto Principal de Educación (PPE), impulsado y coordinado por la UNESCO y centrado en el acceso universal a la educación en primaria, la eliminación del analfabetismo y la mejora de la calidad y equidad educativa; la Educación para Todos, inspirado en los acuerdos de Jomtien (1990), con el respaldo  y seguimiento de la misma UNESCO, UNICEF, PNUD y Banco Mundial, que sigue desarrollándose sobre las mismas prioridades que el anterior y, además, pretende ampliar la cobertura y calidad de la educación secundaria y universitaria, con una perspectiva temporal del 2015, y el Plan de Acceso a la Educación para el año 2010, concertado en la cumbre de Miami (1994), han propiciado un abanico considerable  de reformas. En el Anexo I hemos recogido una relación de las mismas de acuerdo con Gajardo (1999) y Torres (2000).

 

Los focos de las políticas de reforma y las estrategias adoptadas han sido básicamente similares a los nuestros. Así lo considera Carnoy (2001), o Tedesco (1994), quienes consideran que los cambios acometidos se han proyectado sobre las estructuras y condiciones de acceso a la educación, la reforma del currículo, el impulso de diversas iniciativas innovadoras (Escuela Nueva en Colombia, plan de las 900 Escuelas de Chile, entre otros muchos), formación y condiciones de trabajo del profesorado, descentralización de la educación y establecimiento de nuevas alianzas con sectores empresariales, iniciativas privadas, el impulso de políticas de seguimiento y evaluación de la educación (es ilustrativo en este sentido el Laboratorio Iberoamericano de Educación), la adopción de esquemas de responsabilidad y rendición de cuentas por parte de los centros y el profesorado, donde, en ciertos países, se establecen hasta medidas de pago por desempeño docente.

 

Los balances que se pueden encontrar en diversas fuentes sobre estas dos décadas de reformas latinoamericanas no son siempre coincidentes. Los hay que ponen más el acento sobre los esfuerzos considerables que se han hecho dentro de muchos países por impulsar una educación mejor y más equitativa, sobre todo con la ayuda internacional más “humanitaria”, aunque los resultados todavía son reducidos (UNESCO-Oreal, 2000). Los hay, asimismo, que, sin cuestionar una apreciación como esa, ofrecen una valoración más amplia y menos indulgente. Entre las denuncias más extendidas, se encuentran las que apuntan hacia la lamentable confluencia entre los aparatos de las respectivas administraciones, donde las corruptelas o el corporativismo no han estado ausentes,  y la aplicación despiadada del modelo neoliberal, impuesto principalmente por el Banco Mundial o el BID. Tanto es así que, por ejemplo, Reimers (2002) valora la década de los ochenta no sólo como una etapa perdida, sino también como un tiempo en el que se difuminaron las “ideas públicas” sobre la educación, al margen de que en las alturas se enunciaran excelsas declaraciones de principio. Los sistemas escolares, como también apunta Martinic (2001), fueron sometidos a un nuevo esquema de relaciones con el exterior (gobiernos, organismos internacionales, etc), y eso dejó las primeras huellas de una descentralización ambigua, tal como sugeríamos más arriba. Las reformas de los noventa centraron la atención preferente sobre el diseño interno de la educación (con una mezcla de políticas de calidad y equidad nada fáciles de conciliar, especialmente en aquellas latitudes, y una obsesión con el incremento de las  responsabilización de los centros, racionalización y rendición de cuentas), lo que habría significado, hechas algunas excepciones de proyectos o experiencias aislados, una “popurrí” de ideas y políticas muy considerable (Reimers, 2002). La transición al nuevo siglo, dejando al lado el valor indudable de algunos de los proyectos como los mencionados más arriba, está suponiendo incluso una profundización en la agenda neoliberal. Se aprecia no cierta nitidez en situar el foco sobre  el interior de las instituciones y la profesión docente,  lo que parece difícil de armonizar con la persistencia de un modelo de desarrollo que es social y educativamente explosivo, incapaz de resolver problemas tan de fondo como los afectan al deterioro creciente que se está dando en el desempleo, la pobreza, la situación crítica de amplios sectores de la infancia, la inseguridad o la desestructuración de las familias de las clases más marginales y desfavorecidas. Informes sobre inequidad como el elaborado por Biblioteca Digital de la Iniciativa Iberoamericana de Capital Social, Etica y Desarrollo, Klinsberg (2002), o Universidad de los Trabajadores de América Latina Emilio Masperó (2003) dibujan un panorama que puede ser considerado hasta inquietante. Nos haremos eco de algunos de sus datos algo más adelante.

 

En síntesis, es innegable que en el período que estamos analizando se han producido múltiples cambios aquí y allá. Diversas reformas escolares y educativas se han hecho eco de los mismos, habiendo asumido la pretensión de retocar, en algunos casos sustantivamente, tanto el acceso a la educación como la provisión de la misma. Se han retocado estructuras escolares, los contenidos y métodos del currículo y la enseñanza, diversos aspectos de la condición y el trabajo docente, y se han dispuesto nuevos y más recursos humanos y materiales para ofrecer más y mejor educación, prestando, además, una atención digna de mención a las minorías y grupos más desheredados social y culturalmente hablando. Además de todo eso, de unas u otras maneras, se han alterado de forma importante los esquemas de gobierno y gestión de los sistemas y las instituciones. El equilibrio de fuerzas sobre el que se ha asentado esta especie de “reconversión” de los sistemas escolares y la educación es sumamente complejo y difícil de mantener. En realidad, aunque son legítimos los propósitos de reducir las burocracias educativas, aumentar la participación y la democratización de los sistemas e instituciones, estos buenos objetivos tienden a quedar cercenados por el predominio de una lógica económica y eficientista creciente, en la que la excelencia de oasis particulares, la liberalización y privatización de la educación, están primando sobre la equidad y justicia social y educativa. Tanto los países latinoamericanos como nosotros partíamos de una historia algo diferente. Allá, el Estado del Bienestar en materia educativa casi había hecho acto de presencia, aunque formalmente se lo proclamara como inspirador de las políticas y, a estas alturas, pueda constituir hasta un objeto de añoranza. Aquí, desde luego una parte importante de esos elementos nos era del todo ajena por los largos años de la dictadura. Sólo en su última etapa se empezó a crear algunas condiciones para la universalización de la educación primaria y su progresiva extensión a otros niveles escolares. Allá, la entrada en las reformas del último quinto del siglo quedó en manos de fuertes dependencias externas en lo económico, bajo los efectos implacables del nuevo  (des)orden mundial. Es muy dudoso que para aquellos males fueran los más idóneos tales remedios. La nuestra, que tuvo unos primeros años de expansión educativa muy notable (algo más de una década), orientada además por una política social y educativa de corte social demócrata, no fue capaz de resistir la envestida, desde mediados de los noventa, de la “obligada convergencia” con el credo conservador y al tiempo neoliberal. En qué se puedan apreciar los efectos de unas y otras reformas, es una buena cuestión.  Ofreceremos al respecto algunos indicadores en el punto siguiente. 

 

2.1 Qué han dado de sí las reformas escolares de las dos últimas décadas: una muestra de indicadores.

 

Para hacer balances de las reformas escolares, sólo podemos fiarnos parcialmente de sus intenciones y propósitos declarados. Es común a estas alturas afirmar que están saturadas de retóricas y de incongruencias, tal como, en nuestro caso, han analizado recientemente (Rodríguez Diéguez, 2001; Bolívar y Rodríguez Diéguez, 2003). Cuando toman decisiones de carácter estructural, no siempre existe congruencia entre las mismas y los buenos principios a los que presuntamente obedecen. Además, los cambios estructurales que puedan ser valorados como positivos, democráticos, tendentes a universalizar y democratizar la educación, no son suficientes a menos que vayan acompañados de  las transformaciones culturales que son precisas para mejorar efectiva y equitativamente la educación de un país (Escudero, 2002).

 

Son múltiples los indicadores de los que habría que dar cuenta para elaborar un juicio empíricamente fundamentado. Y, además, es evidente que también procede evitar cualquier comparación lineal, pues, como hemos visto, nuestras reformas y las  latinoamericanas surgieron, se diseñaron y desarrollaron en contextos diferentes, en condiciones dispares y con la compañía de fuerzas también distintas.  Sobre el tema de los indicadores existe, desde hace algunos años, el debate correspondiente, así como advertencias sensatas acerca de la interpretación de uno y otros (Carnoy, 2001). Algunos estudios de amplio espectro como el de UNESCO-OREAL (2000) han utilizado un marco conceptual en el que identifican diferentes dimensiones: desde las relativas a los contextos sociales, económicos y demográficos de los países, hasta las que conciernen a la inversión en recursos materiales y humanos, o desde las que recogen diversas características de los sistemas escolares (acceso, cobertura y participación; funcionamiento y eficiencia interna; equidad en las oportunidades educativas), hasta las que, en términos de resultados, incluyen los logros académicos y el impacto social de la educación. Son conocidos, asimismo, los sucesivos informes panorámicos y  comparativos que la OECD viene ofreciendo -puede verse concretamente el último  (OECD, 2003)-  donde se recoge y estudia comparativamente una selección de países cuyos sistemas escolares son fotografiados respecto a una amplia serie de indicadores.

 

Por comprensibles limitaciones de espacio, en este caso la muestra de indicadores y datos habrá de ser reducida y selectiva. Nos limitaremos a recoger algunas cifras relacionadas con estos tres aspectos: en primer lugar, la cobertura, el acceso y las tasas de escolarización, en segundo término el rendimiento escolar, y, en tercero, la educación compensatoria, pues suele ser una de las puntas de lanza a favor de las políticas de equidad. Tomando cada una de ellas como referencia, estableceremos algunos enlaces, más bien episódicos, con otros elementos que puedan facilitar una comprensión mejor del devenir y los resultados de las reformas que nos ocupan. Ya que no es nuestro propósito entrar en comparaciones directas que serían indebidas, en primer lugar presentaremos algunos datos pertenecientes al sistema educativo español, y después ofreceremos los de los  países latinoamericanos. Para descargar el texto de un exceso de tablas o gráficas, intercalaremos tan sólo algunas de ellas, y remitiremos al Anexo II en el que hemos recogido otras que pueden ser  de interés.

 

2.1 Algunos de los indicadores de las reformas españolas.-.

 

 Tasas de escolarización.-

 

Contemplando este indicador en un determinado período de reformas, se puede responder con cierta precisión a la cuestión de hasta qué punto los sistemas escolares han satisfecho o no la pretensión de una escolarización más o menos universal, en qué tramos del sistema y con qué grado de participación de las diferentes clases sociales, grupos y sujetos. Observando algunos de los datos disponibles sobre nuestro caso, es manifiesto que los esfuerzos y logros alcanzados desde la década de los ochen ta, e incluso algo antes, son muy dignos de mención y valoración positiva. En efecto, si observamos la figura nº 1 que se recoge a continuación, podemos apreciar algunas cifras ilustrativas.

 

Figura, nº 1. Fuente: MEC, 2002

 

Según la gráfica anterior, durante los años indicados se consolidó la escolarización universal entre los cuatro años y algo más de los catorce, concretamente en el curso 1995-96. En realidad, esa era una cota prácticamente alcanzada ya desde 1987-88. A mediados de los noventa, la escolarización de sujetos de quince años alcanzó el 90%, y la de dieciséis se situaba en torno al 80%, mientras que los niños y niñas de tres años contaban con una tasa del 60%. Y, si comparamos estos índices con otros anteriores, en concreto del curso 1975-76 (ver la tabla que se adjunta en el Anexo II), que es precisamente el año de la transición democrática, el acceso y años de escolarización se fue extendiendo tanto hacia arriba como hacia abajo. Entonces, tras la LGE (1970) se había logrado una cobertura del 100% para el intervalo que iba desde los seis a los doce años. Los referidos  Pactos de la Moncloa y las reformas sucesivas de los ochenta ampliaron, en efecto, la cobertura. Si completamos, a su vez,  datos de años posteriores, entre 1993-94 y el 2002-03 (estimado este último), se puede constar que se ha seguido una tendencia que ha provisto escolarización universal desde los tres años de edad hasta el intervalo catorce-dieciocho, en este caso sobre la cota del 90%, si se suman la educación secundaria y la formación profesional.  Durante ese período de tiempo fue cuando la inversión en educación fue más alta, logrando su nivel más elevado en 1993, donde se alcanzó el porcentaje del 6% sobre el PIB. A partir de ese momento, como se puede observar en OECD (2003), la tasa de inversión ha ido disminuyendo, estando ahora por debajo de la media de los países respecto a los que dicho informe ofrece documentación.  Alrededor de las décadas que nos ocupan, también el salario del profesorado experimentó un incremento digno de mención. En otra tabla que también puede observarse en el  Anexo II, se observa un incremento muy notable desde 1965 hasta 1993. Entonces, todavía en plena dictadura, el salario de distintas categorías docentes estaba por debajo del PIB por habitante, mientras que a principios de los noventa, en plena fase de expansión del sistema y aplicación de las reformas, el sueldo de los maestros suponía un 211.5% superior a la misma referencia anterior, el del profesorado de formación profesional un 248.8%, y el de catedráticos de secundaria casi un 300%

 

Las grandes cifras ocultan siempre matices concretos que pueden ser relevantes en relación con ciertos criterios. De modo que la universalización de la educación, aún cuando en términos generales pareciera plenamente lograda, no ha seguido un tempo similar en los distintos territorios, Comunidades Autónomas por ejemplo, ni tampoco acoge por igual a todos los estudiantes, sea cual fuere su clase social y familiar de pertenencia. El último informe del Consejo Escolar del Estado, por ejemplo, llama la atención a Andalucía y Ceuta sobre sus bajas tasas de escolarización en educación infantil, plenamente logradas, incluso hace años, en otras Comunidades del país que alcanzaron ese objetivo incluso hace ya algunos años. Y, desde luego, hay datos que siguen poniendo de manifiesto que la presencia en los diferentes tramos del sistema educativo, desde la educación infantil hasta la universitaria, está desigualmente distribuida según la clase social. En una tabla adjunta, también en el Anexo al que venimos remitiendo, pueden verse cifras ilustrativas sobre el particular. Así y todo, nuestros avances en materia de acceso han sido realmente apreciables, y de ello hemos de dejar constancia. Cualquiera puede objetar que los indicadores contemplados sólo permiten hablar de cantidad de escolarización. Es cierto. También lo es, no obstante, que una cosa es que no darse por satisfechos con el acceso y permanencia, y otra, bien diferente, despreciar o minimizar un indicador como éste. Aunque no sea suficiente como muestra de participación efectiva en una buena educación, es imprescindible para poder lograrla.

 

Los rendimientos escolares.

 

Un foco sobre el que hay que poner la atención para no quedarse tan sólo en el acceso y cantidad de educación es el que se refiere a los logros académicos de los estudiantes. Son una muestra, en definitiva, de la participación en la educación, de las oportunidades traducidas en aprendizajes, de la eficacia del sistema y, de modo indirecto, también de su eficiencia. Sus manifestaciones más negativas son los índices de fracaso, de abandono, la no obtención de la titulación en la edad teórica correspondiente, que está estrechamente asociado con porcentajes de repetición. Cada uno de estos aspectos requeriría aclaraciones y alguna discusión, pero eso nos desviarían ahora del tema central de este apartado. Dada, a su vez,  la proliferación de datos al respecto, nos limitaremos a seleccionar algunos que pueden resultar ilustrativos. 

 

En relación con los cursos quinto y sexto de la EGB y Educación Primaria, comparando la repetición en la serie 1987/88, 1991/92 y 1995/96, se puede apreciar la existencia de dientes de sierra en esos años, con un nivel en torno al 7% en el primero de ellos, una subida hasta el 17% en el segundo de la serie,  y un descenso alrededor del 5% en el último (ver tabla correspondientes del Anexo). Curiosamente es el curso 1991-92, uno de los primeros de la implantación de la LOGSE, aunque todavía no en esos cursos, cuanto la punta de la repetición se eleva sensiblemente, cayendo cuatro años más tarde hasta el nivel más bajo. El dato puede ser objeto de diversas interpretaciones. Alguna de ellas podría apuntar a que, en tiempos de reformas parciales de ciertos tramos de la escolaridad, pueden generarse efectos colaterales y no deseables sobre otros que todavía no están siendo modificados, aún cuando  su funcionamiento ya lo estaría exigiendo (ver sobre el particular Carnoy, 2001).

 

Algo parecido podría significar la gráfica que recoge los índices de abandono en la Formación Profesional según la edad de los estudiantes, desde los quince a los diecinueve, y tomando como referencias los cursos 1985 y 1995: primero se aprecian índices más bajos, en medio de la serie, un incremento, y al final un descenso apreciable, tal como revela la gráfica que recoge estos datos en el mismo Anexo II.) Parecería como que durante los tiempos de aplicación de una reforma se dan desajustes en los sistemas que, a medida que éstos las van digiriendo, tienden a reducirse, al menos en indicadores como éstos.  

 

Pero, acercándonos a fechas más recientes cuyos datos permiten una mejor perspectiva, se pueden observar otros como los que se proponen en la tabla siguiente (figura nº 2). Se refieren a una serie comparativa de los cursos 1994/95 y  1999/2000, e informan de dos momentos cruciales de la escolaridad obligatoria. Se han elaborado sintéticamente a partir de las cifras ofrecidas por el MEC (2002) , e indican los porcentajes de estudiantes que en cada uno de esos cursos terminan la escolaridad en la edad que teóricamente les correspondería.

 

 

Figura, nº 2: Elaboración propia a partir de Fuente MEC, 2002

 

Entre el año inicial de referencia y el más actual, el porcentaje nacional medio de  estudiantes que terminan la educación primaria a la edad de doce años ha pasado del 79.7% al  87.5%, prácticamente ocho puntos por encima que lo que ocurría a mediados de los noventa. Cabría deducir que el sistema, en ese tramo, ha mejorado su funcionamiento y eficacia, aunque todavía existe un trecho nada despreciable si tomamos en cuenta el lugar y la significación que el final de esa etapa tiene tanto en sí misma como para la siguiente. Hay que atender,  a su vez, al dato que habla de la existencia de diferencias al respecto según Comunidades Autónomas. En el extremo superior se encuentra Navarra  (92.1%), casi cinco punto por encima de la media nacional,  mientras en el nivel más bajo se halla Canarias (80.7), que casi está a ocho por debajo de la misma. Una distancia, desde luego, notable. El dato bruto exigiría incorporar y valorar los respectivos puntos de partida, pero es significativo a efectos de lo que aquí nos interesa. Contamos desde hace años con más educación universal, pero los logros deseables no se alcanzaban en esa fecha satisfactoriamente, y las diferencias según territorios eran acusadas, ya en ese año de la escolaridad.  Si nos fijamos, a su vez, en las cifras relacionadas con la ESO,  concretamente el porcentaje de alumnos que a los quince años está en cuarto, que sería el curso teórico que por edad les correspondería, los índices que aparecen  invitan a un análisis todavía más matizado en relación con lo que ha supuesto la  ampliación de la escolaridad obligatoria.

 

Marchesi (2003), al analizar y valorar datos también del MEC referidos al año 1999, cifra en el 76.4% el porcentaje de estudiantes que alcanzan los objetivos de la educación obligatoria. Al compararlos con los que terminaban 2º de BUP y 2º de la Formación Profesional de 1989, que serían el nivel equiparable, concluye que el fracaso ha pasado del 37% al 23.6% en el período de diez años, y estima que, siguiendo esa tendencia, estaría en torno al 21% para el 2002. Pero, si prestamos atención a los datos aquí recogidos de la misma fuente oficial, en este caso relacionados con la “escolarización regular” y no sólo con el porcentaje de los que se titulan (que pueden hacerlo por varías vías enjuiciables desde diversos puntos de vista y cada uno con distinto valor, caso por ejemplo de los programas de diversificación curricular), la imagen es menos positiva. En efecto, la media nacional, según nuestra tabla, se sitúa en el 63.9%, lo que hace deducir que el 36.1% de los estudiantes se hallan en una situación que puede ser de repetición, abandono o derivación hacia alguna de las medidas contempladas para atender extraordinariamente la diversidad (por ejemplo Programas de Garantía Social, y quizás en algunos extremos, hasta los Programas de Diversificación Curricular). Es verdad que estas medidas suponen opciones teórica y prácticamente valiosas en muchos casos. En realidad, sin embargo, no dejan de representar un síntoma, por lo menos controvertido, del funcionamiento interno del sistema en el tramo educativo al que se refieren (Escudero, 2003a).

 

Como también aparece en la tabla que se comenta, el 14.5% de ese desfase sería atribuible al recorrido de los sujetos por la Educación Primaria, al que añadiría por su parte la ESO  el 21.6% restante. Y, como también se indica en la misma tabla, la situación es diferente en el caso de Navarra (72.2%) de alumnos que están en el curso teórico correspondiente, y Canarias, donde sólo estarían en el mismo nivel un 58.0%. Todavía muchos más bajos son los porcentajes de Ceuta (50.1%) y Melilla (43.5%). En estas dos últimas comunidades, como es bien conocido, la diversidad cultural dentro de los centros y cursos es muy elevada, con una presencia de alumnos de cultura magrebí muy elevada, y unos porcentajes altos en los programas de compensación. De manera que, seguramente, nuestro sistema educativo incluso ha mejorado en relación con el pasado reciente las tasas de circulación regular y titulación en el tramo de la educación obligatoria, sobre todo al ser ampliado, pero todavía muestra índices realmente insatisfactorios, sobre todo en la ESO. En esta etapa, otras cifras menos oficiales sobre titulación, pero más pegadas a casos y centros concretos, están resultando todavía más elevadas, tal como revelan algunos estudios en curso que estamos acometiendo en la Comunidad murciana y otras del territorio nacional.  

 

 A lo largo de esas décadas, especialmente en la de los noventa, se han ido recabando y elaborando diversos datos sobre el rendimiento, tanto de la Educación Primaria como del Bachillerato, nacionales, por parte del INCE principalmente, y otros que han aparecido en estudios internacionales, entre los que destaca PISA (2001). No podemos entrar en detalles al respecto, pero se pueden apuntar algunas apreciaciones que dirigen la atención, en primer lugar, sobre el hecho de que el rendimiento de los alumnos de primaria, tal como puso de manifiesto la evaluación del INCE (1999) sobre el particular, indican que el rendimiento ha ido mejorando respecto a 1995, tanto en conocimiento del medio, como en lengua y literatura castellana y matemáticas. En el Informe PISA (2001) nuestros resultados quedan en todas las materias (lengua, matemáticas y ciencias) por debajo de la media de los países comparados, pero, al mismo tiempo, por encima de otros países cuyo nivel de desarrollo social, económico y educativo es superior al nuestro. Tiana (2002), por ejemplo, ha esgrimido estos datos para poner de manifiesto que el curso de las reformas hasta la LOCE no iba tan desencaminado como los promotores de ésta han tratado de enarbolar, o, al menos, no en los términos aducidos, a los que imputa un manifiesto sesgo ideológico. En concreto, el argumento tan esgrimido según el cual el sistema LOGSE era excesivamente complaciente con la “pedagogía del no esfuerzo”, y que eso se traducía en todo tipo de promociones faltas de fundamento y rigor, se aviene mal con algunos indicadores como los que se puede observar en una tabla (figura nº 3) como la que adjuntamos, referida a la repetición en educación secundaria entre 1987/88 y 1995/96.

 

 

Figura nº 3

 

Como puede verse, tanto en la formación profesional como en el bachillerato experimental y las enseñanzas medias reformadas, se experimentó un incremento muy acusado de los índices de repetición. En todo caso, además de las diversas explicaciones que cabría esgrimir, es bastante menor que el que, en esos mismos años, se podía apreciar en el antiguo BUP y COU. A su vez, si se observa otra tabla sobre tasas de abandono en BUP entre los años 1985 y 1995 (ver también en el Anexo II), se puede apreciar que el movimiento de reformas que estaba ocurriendo en el sistema podría tener alguna parte de responsabilidad en el descenso paulatino de los índices a que nos estamos refiriendo: el índice de abandono, que suponía un 30% acumulado en los distintos cursos de 1985/86, fue descendiendo hasta alrededor del 20% en los años sucesivos hasta el último curso referido.

 

A mi entender, por lo tanto, el rendimiento de nuestro sistema durante esos años no era peor que en épocas precedentes en esos niveles (en otro momento, Escudero (2002) recogí algunas cifras de los años sesenta que eran escandalosas), aunque, por supuesto, los niveles de repetición y de abandono estaban lejos de ser satisfactorios. Y todavía menos si, como se pone de manifiesto en la Evaluación de la Educación Secundaria del 2000 (MEC, 2002), se sigue observando que nuestro sistema propicia logros diferentes según el nivel de estudios de los padres (en matemáticas, por ejemplo, los sin estudio o primarios incompletos obtienen un valor de 33, a siete puntos por debajo de la media (40), mientras los de padres universitarios medios o superiores obtienen 47, precisamente siete puntos por encima. Tema éste en el que abundan todo tipo de estudios sobre el particular, incluido el de Marchesi (2003) que acabamos de citar. Nuestro sistema escolar ha hecho esfuerzos más que notables en escolarización, pero sigue arrastrando índices de “irregularidad” en las trayectorias de los alumnos que pertenecen a los sectores más desfavorecidos. Por lo visto, no tiene claro qué   y cómo hacer para contrapesar con mayor solvencia la influencia de factores correspondientes al nivel social, laboral y cultural de las familias. Veremos con mayor claridad todavía el grado en que lo que acabamos de indicar se apreciar en los Programas de Garantía Social y su distribución social.

 

Algunas caras de las políticas compensatorias  

 

La compensación educativa ha ocupado, desde los sesenta, un lugar propio en las políticas de reforma, para afrontar, justamente, las condiciones sociales, culturales y personales desiguales con que los sujetos más desfavorecidos acceden y permanecen, cuando lo hacen, en los sistemas escolares. En nuestro país se desarrolló más tarde, sobre todo entre los ochenta y noventa (Grañeras y otros, 1997), habiendo experimentado, a su vez, los vaivenes de las reformas que han ido discurriendo en este período. En unos casos se han reducido, mientras que en otros momentos parecen haberse convertido en una salida de emergencia de la que puede haberse abusado en ocasiones. En la actualidad, además de actuaciones particulares como las que van destinadas a aulas hospitalarias o alumnos itinerantes, la población gitana e inmigrante concentra su atención más específica. Aquí, entendiéndo la compensación en un sentido más lato, nos va a servir para hacer referencia a algunos datos sobre analfabetismo (oficialmente suele codificarse fuera de la categoría compensatoria y del sistema regular), sobre programas como los de diversificación curricular y garantía social, así como, desde luego, sobre la presencia de alumnos de cultura gitana e inmigrantes en el sistema y su participación en la educación.   

 

La práctica reducción del analfabetismo, al menos tal como es definido y computado en la fuente que se cita en el pié de la gráfica siguiente, muestra los avances positivos logrados en esta materia. (Véase la figura nº 4)

 

Figura 4

 

 

No cabe duda de que éste es un indicador de mínimos en relación con la formación. Lo que sucede es que, si contamos con la historia de la que venimos, representaba una seria asignatura pendiente no hace muchos años.  Si tomamos como referencia el intervalo 25-29 de edad, que al filo de la transición podía tener entre cinco y nueve años, y por consiguiente pudo beneficiarse de los primeros desarrollos de la LGE (1970), el índice de analfabetismo se cifraba en torno al 2%, que ha ido descendiendo casi hasta desaparecer en los intervalos inferiores. El dato, que tampoco es para tocar campanas, resulta significativo, sin embargo, si se contempla, tal como aparece en la gráfica, la distribución del analfabetismo a partir de los tramos superiores a cuarenta años y más. Era impresionante, como puede verse en la tabla, entre la población de mayores de cincuenta años. De modo que, quizás,  no es tan importante el dato como muestra del desarrollo educativo de la población española –el porcentaje de sujetos con bachillerato es muy bajo en comparación con países de la OECD- sino como expresión de los avances en un tema históricamente heredado como éste. Con toda seguridad, el Plan de Educación de Personas Adultas, una de las medidas iniciadas en la década de los ochenta, pudo representar una contribución importante para ofrecerle, como se hizo, una respuesta bastante satisfactoria, además, naturalmente, del incremento tan considerable que experimentaron nuestras tasas de escolarización según vimos más arriba.

 

Merecen una atención propia los referidos Programas de Diversificación Curricular, así como, todavía más, los de Garantía Social. Vaya por delante, tal como manifesté en otro momento (Escudero, 2002), que esta suerte de “segundas oportunidades” no sólo dan muestras de una cierta flexibilidad del sistema, sino también el intento de que bastantes alumnos, que no han logrado, o no se les ha propiciado, un curso escolar “regular”, cuenten con otras opciones como éstas, cada una de ellas, por lo demás, diferentes. También, como he sostenidos hace poco (Escudero, 2003), el recurso a los mismos habla de políticas de hechos consumados, siendo especialmente severo el caso de los de Garantía Social. Se trata de acomodos “especiales” para sujetos desconectados de la corriente principal, expuestos a diversas vulnerabilidades.

 

Si nos fijamos en algunas de las cifras disponibles, podemos asentar sobre ellas algunas apreciaciones más concretas. En lo que se refiere a los Programas de Diversificación Curricular –una medida alternativa contemplada para aquellos alumnos que en el segundo tramo de la ESO tienen dificultades de seguir el currículo ordinario, pero que son valorados con capacidad y disposición de lograr la titulación en la etapa- la tabla siguiente (figura nº 5) ofrece una imagen de las cifras por Comunidades en el año 1995-96.)

 

Figura, nº 5

 

Se trata de un programa de indudable interés, aunque sobre el mismo las cifras actualizadas y pormenorizadas (porcentaje corriente de alumnos atendidos, índices de titulación y su trayecto sucesivo por el sitema escolar) o son inexistentes o muy difíciles de obtener. De hecho, en la página del MEC sobre series estadísticas del 2002 no se encuentra información al respecto, así como tampoco en los Informes más recientes del Consejo Escolar del Estado. En estudios en fase de realización en la Comunidad de Murcia, por ejemplo, el porcentaje medio de alumnos de diversificación por centros giraba, en el curso 2001/02, alrededor del 10%. 

 

Sobre los Programas de Garantía Social, diseñados para acoger a los alumnos cuyas trayectoria escolar es todavía menos satisfactoria y llegan a cierta edad sin posibilidades estimadas de titularse, hay más información, que es digna de atención. En la tabla que se ofrece (figura, nº 6) aparecen los datos correspondientes a los cursos 1997/98, por Comunidades Autónomas.                                            

                  

Figura ,nº 6

 

Si la suma total de alumnos de garantía social era la que figura en la tabla anterior, los datos que ofrece el Ministerio correspondientes al curso (estimado) 2002/2003 arroja una cifra que representa algo más del 300% repecto al curso 97/98. Concretamente, 43.548 alumnos. Además, algunos datos locales como los que recogí en Escudero (2002), o los que aparecen con carácter más general Marchesi (2003) sobre la distribución de los que asisten a este programa según el contexto socio-cultural, manifiestan una fuerte dependencia del nivel más bajo de la población (71.8%), y 13.3% para el medio-bajo. Entre los dos niveles superiores, medio alto y alto, suman un 14.9. Se trata, desde luego, de una muestra de segundas oportunidades que, para muchos de ellos, representarán la oportunidad de obtener algunos recursos formativos que facilitarán su transición al mundo del trabajo. En caso contrario, su vulnerabilidad social, laboral y personal sería, con toda seguridad, todavía más acusada. También significa, por desgracia, un incremento impresionante de estudiantes en los que concurren su pertenencia a los sectores sociales, económicos y culturales más desfavorecidos (con la correspondiente merca del capital social y cultural más valorado por la escuela) y la incapacidad del sistema para garantizarlas el tipo de educación que por principio también a ellos les correspondería en el momento oportuno. Un sistema que ha sido tan justo como el nuestro en las entradas, y también en la permancia dentro del mismo con de la totalidad de los sujetos en edad de escolarización obligatoria, parece que no sabe, o no quiere, hacerles justicia en el tipo de educación y aprendizajes que, de hecho, llegan a obtener.

 

Para comentarios similares dan pié algunos de los datos disponibles en relación con la población gitana, su escolarización y logros. En el gráfico siguiente puede verse (figura nº 7).

 

Figura, nº 7

 

Esas cifras, que persisten en ofrecernos una realidad perenne difícil del alterar,  son las que permiten comprender, además, que los alumnos de cultura gitana sean quienes estén llenando los programas propios de compensación. En la actualidad, y desde hace algunos años, a ese colectivo hay que sumar el de los inmigrantes, tal como se ofrece en otra tabla que se adjunta en el Anexo II.

 

En relación, finalmente, con la población inmigrante, en el sistema español abundan  los datos que ponen de manifiesto que a partir del curso 1991-92 su presencia en el sistema ha ido en aumento. La tabla siguiente así lo documenta (figura nº 8).

 

 

Figura, nº 8

 

Es más, en los años más cercanos a la actualidad, el ascenso de las cifran de alumnos inmigrantes se ha ido duplicando y hasta triplicando, llegando, en el curso corriente, nada menos que a la cifra de algo más de cuatrocientos mil. Un estudio reciente sobre el problema, que ha sido elaborado por el Defensor del Pueblo (2003), con datos referidos al curso 2001/02 pone de manifiesto, además de otros muchos indicadores, su desigual distribución entre la educación pública y la privada concertada. Según sus estimaciones, en la primera está escolarizado algo más del 80%, mientras que en la segunda sólo lo hacen algo menos del 20%. Y eso, sin computar el tipo de inmigración, su cultura y nivel socioeconómico, habida cuenta de que un número de los alumnos incluidos bajo la categoría de inmigrantes procede de la UE, con características sociales y familiares extremadamente diferentes a las de otros colectivos. 

 

Los datos ofrecidos en este último apartado, en especial los relativos a la garantía social, la población gitana y la inmigración, son más que suficientes para sostener dos apreciaciones de signo bien diferente. Una, que el sistema educativo español ha realizado esfuerzos dignos de consideración en lo que atañe a la ampliación de la escolaridad y la oferta de una amplia cobertura a toda la población, así como también mejoras apreciables en los aprendizajes de los estudiantes, sobre todo si comparamos estas décadas con otras precedentes. Dos, que a medida que nos hemos acercado a la actualidad, la mayor cantidad de escolarización, e incluso los índices de calidad que también contamos con ellos, no sólo no han sido suficientes para paliar factores socio-familiares y culturales de ciertos colectivos de estudiantes, sino que se han ido incrementando “salidas” de emergencia que invitan a la reflexión  sobre a quiénes y de qué manera está sirviendo nuestro sistema escolar. La presión de bolsas de “escolarización irregular”, que también afecta a alumnos de la misma cultura mayoritaria, la persistencia del problema de los que pertenecen a la cultura gitana, y el multiculturalismo emergente que corresponde en particular a la inmigración más desfavorecida y forzosa, plantean muchos interrogantes sobre el presente y el futuro de la reforma en curso, la LOCE. Haremos algún comentario adicional antes de terminar.

 

2.2 Algunos indicadores de la Educación en América Latina y el Caribe.

 

Sin que esto suponga pasar por alto las peculiaridades ya reconocidas, seguiremos un esquema similar para ofrecer algunos de los indicadores sobre los que queremos llamar la atención.

 

Tasas de escolaridad.-

 

Como se puede observar en la tabla siguiente (figura, nº 9), las tasas de escolarización, especialmente en primaria, han mejorado sensiblemente, en concreto durante las dos décadas que nos ocupan. Son, sin embargo, bastante más bajas en la educación secundaria y terciaria, aún a finales de los noventa.

 

 

Figura nº 9

 

El aumento porcentual desde los sesenta y setenta fue apreciable -se venía de tasas muy bajas de los cincuenta -llegando en los ochenta y noventa a los niveles más altos. En la actualidad, merced a que, en efecto, se ha incremento la inversión y la cobertura, el acceso es prácticamente universal, tal como se sostiene en fuentes autorizadas de la región (Gajardo, 1999; UNESCO Oreal, 2000; Klinsber, 2003). Al mismo tiempos se reconoce, sin embargo, que en este caso sí que el mero acceso no representa un indicador válido de la pretendida universalización de la educación en la región.  De modo que, si se analiza el número de años que por término medio permanecen en la escolaridad los alumnos de diferentes países, la imagen resultante es mucho menos positiva que lo que la apreciación anterior podría dar a entender. Así se muestra en la tabla siguiente (figura nº 10).

 

 

Figura nº 10

 

Podemos precisar algo más esa realidad al considerar otros datos que relacionan el porcentaje de sujetos entre 20 y 24 años que han logrado nueve y doce años de escolaridad en relación con el nivel educativo de sus padres, tal como aparece en la tabla siguiente (figura nº 11).

 

 

FUENTE: CEPAL (1997) Panorama Social de América Latina.

Figura, nº 11

 

Aunque en los noventa se han incrementado los porcentajes de una escolarización de nueve y doce años, las diferencias son muy notables entre las áreas urbanas y rurales –éstas con tasas realmente bajas – así como en razón del nivel educativo de los padres. Aquellos sujetos cuyos padres cuentan con trece o más años de estudio tienen, en relación con nueve años de escolaridad, más del doble que si sus progenitores tan sólo  tuvieron entre cero y cinco años en los ochenta; en la década siguiente, persisten  treinta puntos de diferencia. Si se observa la fila correspondiente a doce años de escolaridad, la fractura de la desigualdad todavía es mayor según la misma variable de años de estudio del padre. En los noventa, las diferencias, como se puede observar, alcanzaban casi los sesenta puntos.

 

A partir de datos como esos y otros similares, distintos analistas latinoamericanos (Reimers, 2000; 2002; Puiggrós, 1999; Rivero, 1999; Klinsber, 2002) sostienen reiteradamente que, a pesar de avances notables en el acceso a la educación primaria, el transcurso y el destino  de los alumnos está muy condicionado por factores geográficos relativos a los diferentes países y dentro de los mismos (población urbana y rural), así como por los niveles de recursos y el capital cultural de las familias. Las prioridades educativas de la universalización y equidad, reconocidas y propuestas por las políticas de reforma acometidas, coexisten con una realidad en la que las oportunidades educativas parecen muy desiguales. A fin de cuentas, lo que sucede es que la educación discurre de hecho por  una doble red pública y privada, e, incluso dentro de ésta última, cabría identificar, por lo menos,  una tercera, que es la sustentada sobre lo rural. Se puede observar lo que decimos en diferentes indicadores. El número de horas anuales, por ejemplo, es uno que resulta indicativo. Como se recoge en la Biblioteca Digital de la Iniciativa Interamericana de Capital Social, Etica y Desarrollo (IICSED),  mientras en la privada se ofrecen, por término medio, 1200 horas anuales, en la pública urbana se reducen, también en promedio, a unas 800, y, en las escuelas rurales, a 400 horas. Asimismo, según la misma fuente, aunque el salario docente experimentó algunas mejoras en las décadas referidas, persisten diferencias sustantivas entre el de un maestro o profesor que trabaje en la privada o en la pública. El primeo puede llegar a ganar hasta cinco o diez veces más que el segundo. El profesorado recibe un salario que,  si se exceptúa el caso cubano por razones de todos conocidas, es inferior al percibido por profesionales técnicos de un nivel equiparable de formación, lo que incide en que los jóvenes que optan por la profesión sean lo que, en términos generales, cuentas con los expedientes más bajos entre los que aspiran a la enseñanza terciaria, y eso afecta negativamente su preparación docente (Reimers, 2000). Así, en algunos países citados a título ilustrativo por el mismo autor, porcentajes importantes de docentes no cuentan con la titulación requerida por ley: un 46% en Bolivia, un 30% en Brasil, un 10% en Colombia, un 40% en Paraguay, o un 26% en Perú.

Aunque la entrada en el sistema educativo y la estancia dentro del mismo durante algunos años iniciales parece una meta prácticamente conseguida, el trayecto que siguen los alumnos por dentro del mismo (también fuera) es muy desigual. Se pueden identificar, en realidad, dos circuitos de escolaridad bien diferenciados como se denuncia en el Documento antes referido de la IICSED. Uno de ellos está construido sobre una vinculación muy estrecha entre los sectores sociales con más recursos, las familias de mayor capital cultural y el acceso a centros de una aceptable calidad, incluso de excelencia. El otro, que corresponde fundamentalmente a la enseñanza pública, sufre severas restricciones de recursos y materiales pedagógicos, equipamientos e infraestructuras, problemas relativos al salario y preparación docente, así como a la  duplicidad de las jornadas laborales, y, como decíamos más arriba, ofrece un número de horas anuales de clase significativamente menores, además de un absentismo que afecta,  sobre todo en zonas rurales, tanto al profesorado como a los niños (Klinsberg, 2002). No es de extrañar, por todo ello, que la educación esté perdiendo muchas de sus posibilidades para contribuir a la movilidad y el desarrollo social, pues son muy fuertes las condiciones sociales y económicas de desigualdad y pobreza que la siguen atenazando, y contribuyendo a que, por ese círculo vicioso tan ampliamente documentado, la escuela sea un reflejo casi fatal de un patrón de fuertes desigualdades sociales y económicas, al mismo tiempo que contribuye a mantenerlas y reproducirlas. Aunque cargadas de buenos propósitos y prioridades, las reformas de estas décadas han convertido los imperativos del Consenso de Washington y la ideología neoliberal en estructuras y circuitos escolares que, en relación con los temas señalados,  agravan algunos de los problemas heredados de las décadas precedentes (Puiggrós, 1999; Rivero, 1999; Reimers, 2000; 2002).  

Los rendimientos escolares.

 

La presentación de algunos datos relativos a los logros académicos de los estudiantes nos puede permitir una idea todavía más precisa de la incidencia que una realidad como la que acabamos de describir tiene sobre la participación efectiva en la educación, durante cuánto tiempo y con qué tipo de resultados. La totalidad de las fuentes que venimos utilizando coinciden básicamente en una apreciación de conjunto como ésta: los esfuerzos en inversión han sido apreciables, y también el incremento de las tasas de acceso a la educación. A partir de ahí, los niveles bajos de rendimiento, los índices altos de repetición y abandono, y la dependencia de todo ello respecto a factores geográficos como los citados y los niveles desiguales de renta y capital cultural de las familias y clases sociales, conforman una realidad que no permite concluir que las reformas emprendidas hayan contribuido, ni mucho menos, a remediar los problemas tan bien identificados en los diagnósticos de los primeros ochenta.

 

En los estudios internacionales en lo que han participado algunos de los países de la zona (TIMSS, 1992; en otros más específicos como el del BID, 1996, o la serie de los realizados por la OECDE, además de otros propios de algunos de los países cuyos sistemas han experimentado una política reformista más activa) ponen de manifiesto, una y otra vez, que los niveles de aprendizaje son comparativamente bajos. En concreto, el documento del IICSED ya citado recoge datos que muestran que América Latina obtiene logros académicos que son más bajos que los de otros países de desarrollo similar, tal como se puede apreciar en la tabla siguiente (figura nº 12).

 

   Figura, nº 12       

 

Asimismo, si atendemos a cuál es el curso escolar al que logran llegar los alumnos, tomando en consideración además el nivel de ingreso de las familias, Reimers (2000) nos ofrece una tabal como la siguiente que ha tomado de CEPAL. (figura nº 13)

 

 

     Figura, nº 13

 

Estos datos revelan, una vez más, que a lo largo de los noventa se han ido logrando mejoras en la permanencia y disfrute de la educación para todas las capas sociales, pero que las marcas diferenciales atribuibles a la condición geográfica de residencia y los niveles diferenciales de ingreso funcionan como fuertes determinantes de los destinos escolares de los alumnos. Todavía se puede apreciar con mayor claridad si recogemos algunas cifras disponibles en las que además se comparan datos de rendimiento entre los centros públicos y los privados. La gráfica siguiente está tomada de Franco (2002) (ver figura nº 14)

 

Figura, nº 14

 

Los datos corresponden a una evaluación realizada en 1997 por el organismo que aparece al pié de la gráfica en los países relacionados. Como puede apreciarse, además, Cuba es el único país que se situaba por encima de los privados en lenguaje, y con bastantes puntos de diferencia, aunque, junto con todos los demás públicos, los rendimientos en matemáticas se encuentran por debajo. En ese mismo sentido, la existencia del doble circuito (habría que hablar incluso de un tercero o cuarto, como decíamos antes) se nota bien en alguno de los países como Chile. En este país se han realizado reformas importantes, incluso agresivas (Carnoy, 2001), en las décadas analizadas. Una vez más el documento de IICSED nos suministra una referencia ilustrativa de algunos de sus efectos (ver figura, nº 15)

 

 

Figura nº 15

Tanto en matemáticas como en español, las diferencias entre las tres redes allí conformadas son apreciables, y pueden interpretarse como el resultado de políticas de liberalización, por más que como se aprecia en ciertos análisis (Carnoy, 2001), al aplicarse esas medidas, los sectores más desfavorecidos se han beneficiado más de la educación que antes. Lo que no se atreve a aventurar es qué es lo que habría sucedido si se hubieran diseñado políticas menos privatizadoras y se hubiera apostado con mayor decisión todavía por políticas de equidad.

 

Tal como indicamos en su momento, una de las características de este período se refiere  al incremento de las tasas de escolarización que también han alcanzado a la educación secundaria, aunque en menor medida que en primaria. Un breve vistazo a esta etapa y sus repercusiones para quienes asisten a ella reitera el argumento fundamental que venimos comentando. Puede verse en las tasas de titulación que logran alcanzar sus estudiantes según sean o no pobres.  (Ver figura nº 16)

 

 

 

Figura, nº 16

 

La gráfica anterior está tomada de una fuente que venimos citando, IICSED, y muestra con claridad que los alumnos procedentes de los sectores más desfavorecidos que consiguen alcanzar el nivel de secundaria tienen tres veces menos posibilidades de titularse que los demás. Y es que la pobreza sigue impactando casi fatalmente sobre el fracaso, repeticiones y deserciones escolares, tal como lo atestiguan fuentes diferentes. Los más pobres tienen menos y peor enseñanza y, de ese modo, menos posibilidades de participar efectivamente en la educación. De modo que, en los países de América del Sur comparados con los del Caribe y Centroamérica, mientras los estudiantes que pertenecen a los estratos más altos de la población logran completar el 5º grado un 93% y 83% respectivamente, los de niveles más bajos sólo lo hacen en un 63% y 32%.

 

Estos datos todavía aparecen más inquietantes si se contemplan algunos datos como los ofrecidos por la Universidad de los Trabajadores de América Latina Emilio Masperó (2003), o los que documenta Klinsberg (2002). La pobreza crece, habiendo alcanzado en toda la región una cota como el 44% en promedio. Al especificarla por algunos países, la imagen es como sigue: 75% en Guatemala, 73% en Honduras, 68% en Nicaragua; 55% en El Salvador. Una muestra singular pero lamentablemente indicativa de los efectos que el nuevo (des)orden interno y externo está provocando en algún país como Argentina, la recoge el mismo autor como se muestra en la tabla siguiente   

 

ARGENTINA:  Pobreza e indigencia

Años 1998 y 2002

 

Octubre de 1998

Mayo de 2002

Incidencia de la pobreza

 

32.6%

51.4%

Población pobre

 

11.219.000

18.219.000

Población indigente

 

3.242.000

7.777.000

Incidencia de la pobreza en menores de 18 años

46.8%

66.6%

Incidencia de la indigencia en menores de l8 años

15.4%

33.1%

Menores de 18 años pobres

 

5.771.000

8.319.000

Menores de 18 años indigentes

 

1.898.000

4.138.000

Cantidad de personas que ingresan a la pobreza por día

2.404

20.577

Cantidad de personas que ingresan a la indigencia por día

1.461

16.493

Figura nº 17

 

Fuente:  Presidencia de la Nación, Consejo Nacional de Coordinación de políticas, Sociales, Sistema de Información, Evaluación y Monitoreo de Programas Sociales, SIEMPRO (www.siempro.gov.ar/default2./htm). 2002. (Figura nº 17)

 

No es extraño, por lo tanto, que, aún cuando las tasas oficiales de deserción y repetición se hayan ido reducido a lo largo de las dos décadas de reformas en cuestión –así se pone de manifiesto en fuentes como UNESCO-OREAL (2000)- la deserción escolar, o el desertor de nuevo cuño como lo califica Puiggrós (1999) en este país, haya ido adquiriendo una fisonomía muy peculiar y variopinta. Concretamente, la que se refiere al no abandono “real”, aunque sí a una presencia tan llamativa como la que reflejan estas situaciones, documentadas por dicha referencia: chicos que asisten de manera regular y siguen el ritmo escolar; chicos que asisten pero tienen problemas en seguir la enseñanza; los que asisten pero han perdido la conexión, el ritmo y el vínculo del aprendizaje; niños o jóvenes que abandonaron el aula pero vuelven irregularmente; los repetidores propiamente dichos; quienes ya no van a la escuela a instruirse pero sí a comer; otros que no la abandonan del todo pero asisten a ella para jugar, cuando no a traficar con diversas mercancías, incluida la droga; chicos que no abandonan  pero tan sólo acuden para acompañar a sus hermanos, llevar comida a casa, demandar atención sanitaria o similares; y los que desertan completamente de la escuela. El panorama no necesita comentarios adicionales. No sólo muestra la vulnerabilidad e impotencia de la escuela respecto a condiciones sociales, económicas y familiares que rayan la indignidad humana, sino también los cursos por los que pueden discurrir los acontecimientos cuando las políticas nacionales e internacionales pasan por encima de  los imperativos morales de un desarrollo con rostro humano, basado en la equidad y la justicia respecto a algunas necesidades tan básicas como la educación, además, obviamente, de otras, si cabe, todavía más elementales. Cuando una parte de los niños, cuyos índices de pobreza son todavía superiores a los de la población adulta ( Klinsberg, 2002), los márgenes de liberación y movilidad social que le quedan a la educación respecto a ellos terminan siendo muy escasos, casi inexistentes. Las escuelas públicas desmanteladas, a las que además asisten altas cifras de alumnos aquejados de pobreza extrema, desnutrición, desintegración familiar y hasta inseguridad, -los porcentajes de los niños que se ven obligados a trabajar antes de los quince años son impresionantes- quedan severamente debilitadas para garantizar unos mínimos de formación y capacidades con las que vivir dignamente, no ya en el futuro sino incluso en el presente.  Franco y Saínz (2001), y Franco (2002) han puesto bien de manifiesto, por lo demás, de qué manera el desarrollo económico y los nuevos esquemas de producción y trabajo han ido elevando progresivamente el listón de los años de escolaridad requeridos para tener alguna posibilidad de no caer en el nivel de pobreza más aguda. Así, por lo tanto, las fracturas de la desigualdad no harán sino crecer, con todas las secuelas personales, comunitarias y sociales que puedan derivarse.

 

Las políticas de compensación educativa.

 

Por desgracia, en un amplio número de países latinoamericanos, la compensación no tendría tanto sentido para atender a poblaciones minoritarias que se encuentra en desventaja social y escolar cuanto, más bien, para afrontar las medidas que serían precisas, y urgentes, para superar las enormes brechas de desigualdad de las que nos estamos haciendo eco. No debiera verse, entonces, como una medida extraordinaria y minoritaria, sino como una reacción generalizada, y, seguramente, no sólo por parte del sistema escolar.

 

Es justo reconocer, con todo, que también en esta materia se han promovido diversos proyectos (puede verse una muestra en Gajardo, 1999; Torres, 2000; Reimers, 2000; 2002), y que en algunas materias se han obtenido avances que no se deben silenciar.  Es el caso, por ejemplo, de la lucha contra el analfabetismo, y su superación en algunos sentidos, tal como se recoge en la tabla siguiente.(Ver figura, nº 18)

Analfabetismo (% de la población de 15 años o mayor / selección de países)

País

1970

1980

1985

1990

Argentina

7,4

6,1

5,2

4,7

Bolivia

36,8

 

27,5

22,5

Brasil

33,8

25,5

21,5

18,9

Colombia

19,2

12,2

15,3

13,3

Ecuador

25,8

16,5

17,0

14,2

Guatemala

54,0

44,2

48,1

44,9

México

25,8

16,0

15,3

12,4

Paraguay

19,9

12,3

11,7

9,9

Rep. Dominicana

33,0

31,4

19,6

16,7

Uruguay

6,1

5,0

4,3

3,8

Venezuela

23,5

15,3

14,3

11,9

 

Figura nº 18.Fuente: A. Puiggrós, 1999

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la totalidad de países latinoamericanos se ha dado un amplio despliegue de proyectos centrados en la equidad, generalmente en el marco de programas vinculados a los organismos previamente citados. Desde luego que, sin desconocer logros dignos de consideración, les queda mucho camino que recorrer. Esta afirmación se justifica, entre otros datos, si atendemos a una variable a la que todavía no hemos hecho referencia y que no podríamos terminar este punto sin hacerlo. Concretamente,  la relativa a minorías étnicas o poblaciones indígenas. De Klinsberg, (2002) una vez más, hemos seleccionado la gráfica siguiente (Figura nº 19)

 

Figura nº 19

 

Como puede verse en los países seleccionados, también la pertenencia a grupos étnicos determinados aparece como una variable que marca diferencias y desigualdades en lo que se refiere a su educación.  Podríamos seguir con otras ilustraciones, por ejemplo, la que a su vez se refiere a la presencia de la mujer en la educación; cuando se cruza esta condición con clase social y minoría indígena, los resultados abundan en la idea de que las desigualdades profundas lo son todavía en mayor medida para la mujer. En conjunto, por lo tanto, un panorama con algunos claros y todavía demasiados nubarrones.

 

3. Lecciones y cuentas pendientes.-

 

En los dos puntos anteriores hemos pasado revista a un amplio abanico de reformas escolares españolas y latinoamericanas, y hemos tratado de responder a la cuestión de qué es lo que nos han aportado seleccionando y comentando algunos indicadores, en particular relacionados con el acceso y permanencia en la educación, los logros académicos y diversas manifestaciones que se refieren a problemas importantes de la participación efectiva en la educación, así como algunos aspectos relacionados con la compensación educativa. A pesar de haber expuesto una muestra relativamente amplia de datos referidos de diversos indicadores, hemos tenido que dejar fuera de la revisión otros muchos que merecerían ser expuestos y comentados.

 

En concreto, habría sido conveniente prestar mayor atención al profesorado, desde su extracción social, prácticas culturales y formación inicial y permanente, hasta sus condiciones de trabajo (allá reiteradamente definidas como una profesión mal formada y peor pagada), el pulso de esta profesión en aspectos tales como su mayor o menor grado de moral, identidad e identificación con su cometido social y educativo, así como las políticas y realizadas que atañen a su formación y desarrollo profesional. Asimismo, cifras como las presentadas dejan fuera una parte importante del currículo que de hecho se ofrece y crea en los centros a través de los procesos de enseñanza y aprendizaje, o la incidencia sobre el mismo de la nueva, o vieja, condición cultural, social y tecnológica que envuelve y penetra en lo que ocurre dentro de la educación, y lo que eso significa y aporta a sus actores. También nos hubiera gustado atender más específicamente al tema de la gestión y el gobierno de los centros (recuérdese que sobre el particular han girado prácticamente todas las reformas acometidas aquí y allá);  a lo que han dado de sí políticas encaminadas a reducir las inercias burocráticas del sistema,  ampliando los centros de poder y los agentes de decisión sobre la educación, pero que, a la postre, no han sido sino subterfugios, en muchos casos,  para aplicar esquemas liberalizadores que han servido de caldo de cultivo para la creciente privatización y la primacía de la lógica del mercado. También, sin afán de componer una lista de otras ausencias, sería deseable incidir con más detalles sobre la educación en relación con categorías de sujetos en razón del género, o entrar con una lente más sensible a lo cotidiano y personal sobre lo que la educación pueda estar representando para esos colectivos de alumnos que, ya desde las cifras más globales, parecen ser invitados de piedra al sistema escolar. Uno de los inconvenientes de los grandes datos e informes es que dejan en la sombra muchos detalles que son significativos, pues se refieren nada menos que al modo en que las oportunidades y experiencias escolares conectan con la subjetividad y la vida cotidiana de los sujetos y, a su manera, la construyen a través de múltiples estructuras, decisiones y relaciones. Una ventaja, sin embargo, es que nos permiten apreciar indicios muy generales pero sintomáticos, de modo que nos dan pié para elaborar análisis y extraer algunas conclusiones y lecciones dignas de atención. Con éste último aspecto es con el que pretenden conectar las tres apreciaciones que siguen antes de finalizar.

 

Vistas las cosas desde la perspectiva de conjunto que hemos podido ofrecer, el caso de las reformas escolares españolas, en primer lugar, nos ofrece una serie de caras y contribuciones positivas de las reformas del período analizado, aunque también otras que no lo han sido tanto, e incluso algunas colaterales y sobrevenidas. Un breve comentario sobre cuáles son unas y otras, qué lecciones del pasado reciente y qué tipo de desafíos están ante nosotros para el presente y futuro inmediato.

 

A mi entender, las contribuciones más positivas de este período de reformas residen en la consolidación y ampliación de la escolaridad obligatoria, la superación de asuntos tan “atípicos” como hasta hace poco era el analfabetismo, la tendencia a converger con los países de la UE en las grandes y positivas tendencias educativas, así como la adopción de nuevos esquemas de gobierno de la educación que, a pesar de sus riesgos, representan un camino ineludible a explorar en lo que respecta a la descentralización y participación de diferentes instancias y actores en la educación. El incremento del personal docente, el avance en materia de equipamiento e infraestructuras de los centros, en términos más cuantitativos, y la disposición al menos formal de un puesto escolar para cualquier tipo de sujeto en edad escolar, sea cual sea su condición social, personal y de procedencia, en claves más cualitativas y democrática, son también aspectos que hay que colocar en la balanza del haber, de metas logradas y que, al menos por lo que parece, se van a consolidar.

 

Entre las caras menos favorables, en primaria instancia, todo lo que se refiere a mejorar la calidad de una escolaridad extendida en años, pero aquejada seriamente, en especial para determinados colectivos, de severas limitaciones a la hora de garantizar a todos que su tiempo de escuela lo sea también de desarrollo de las capacidades cognitivas, personales y sociales que amplíen efectivamente sus posibilidades de participar real y responsablemente en todos los ámbitos de derechos y deberes de la ciudadanía. El hecho de que al filo del desarrollo de las reformas de los ochenta y noventa se hayan incrementado las bolsas de “excluidos” de una buena calidad, así como el enorme desafío que ahora está suponiendo la inmigración, hace temer que esta nueva presión externa e interna lleve al sistema escolar, sobre todo al público, por derroteros de extrema complejidad y deterioro. El hecho de que la actual LOCE mire, en el fondo, hacia otro lado, que no encare la exclusión de otra forma que habilitando la concentración de los sujetos y colectivos más vulnerables en “espacios escolares adaptados” dentro de los centros y particularmente en los públicos, representa, quizás, el elemento más inquietante. Lo sería, a mi entender, por dos razones al menos: una, porque significa una de las conclusiones derivadas, indebidamente, y construidas a partir del desarrollo inadecuado de una reforma como la LOGSE que no contaba entre sus pretensiones con este resultado colateral; dos, porque, para asumir como razonables los presupuestos y medidas de la LOCE, tendríamos que olvidáramos de todo lo que sabemos acerca de las condiciones y decisiones que pueden contribuir a garantizar una calidad inclusiva. En realidad, lo más negativo del curso de los acontecimientos de nuestro sistema educativo no residiría tanto en qué es lo que no se ha logrado alcanzar   (que ciertamente, no es poco). Apunta, además, a que la tendencia corriente va en un sentido contraria a seguir peleando por ello. El estado de postración, abandono, renuncias, pérdida de horizontes justos y legítimos en que se encuentra nuestro sistema escolar sería, pues, uno de los resultados que me parecen más negativos.

 

La lección ambivalente de todo este período se podría resumir en pocas palabras: el que las reformas pretendan causas justas no es suficiente para que las logren. Es más, el hecho de que quieran introducir cambios en esa dirección, si no van acompañados de las decisiones pertinentes y necesarias, puede volverse en su contra y, así, socavar de paso la credibilidad social del mismo sistema educativo.           

 

Los datos y análisis realizados sobre las reformas de los ochenta y noventa de los países latinoamericanos también nos dan pié para hablar de algunos avances, pero que están acompañados de estancamientos o retrocesos. Entre sus haberes están los esfuerzos realizados para ampliar la escolarización a más sujetos y sectores que antes, haber movilizado a diversas fuerzas sociales y políticas en iniciativas de Estado, contando además con organismos y proyectos internacionales que sostienen prioridades legítimas, así como haber promovido múltiples cambios que han incidido en la gestión de la educación, renovación del currículo y la pedagogía, así como las disposición de dispositivos permanentes  para un mejor conocimiento del funcionamiento de la educación que puede servir de base para asentar las políticas de cambio sobre la información pertinente. Lo que tantas reformas como ha habido no han logrado corregir del pasado, o desgraciadamente han conseguido acentuar todavía más en el presente, es todo lo que afecta a las enormes brechas en el acceso y sobre todo permanencia en la educación primaria, y no digamos en la educación secundaria y terciaria; la perpetuación de circuitos escolares y educativos que reflejan con excesiva fuerza la influencia de los factores socioeconómicos, culturales, familiares y la diversidad étnica y de género sobre la redistribución de la educación; la condición precaria del profesorado tanto en términos salariales y condiciones de trabajo, como en valoración social y cualificación intelectual; la situación de debilidad y vulnerabilidad de las instituciones públicas para afrontar las condiciones extremas de pobreza y marginación de los alumnos más desfavorecidos a los que, ellas prácticamente en exclusiva, ofrecen educación, y también algún tipo de respuestas a otras necesidades que,  si cabe, todavía son más básicas: nutrición, seguridad, protección. En el caso de las reformas latinoamericano se impone, todavía por desgracia, una histórica constatación: las escuelas y la educación son impotentes para afrontar patrones exagerados de desigualdad y fragmentación social. Allí, como en otros casos o épocas de la historia, las políticas educativas no se pueden segregar de las políticas sociales, económicas y culturales más amplias. Esto, que vale para cualquier país o zona del planeta, adquiere dimensiones y significados propios en América Latina y el Caribe. Una entrevista realizada por El País (15 Septiembre 2003) al actual Ministro de Educación brasileño, Cristovam Buarque, ponía en sus palabras análisis e ideas como éstos: nuestro siglo XXI será el siglo de la educación o el de la vergüenza. Citando textualmente se podía leer: “Es necesario hacer una revolución en la mentalidad de nuestras sociedades y meter en la cabeza de los Gobiernos y de nuestros jóvenes que los resultados de la educación son un producto que en sí agregan a la sociedad un valor propio, independiente de los propios impactos económicos”. Y, a la pregunta del periodista acerca de su credo sobre lo que ha de ser la educación en su país, respondía: “Muy sencillo: que Brasil no acabará su ciclo de esclavitud hasta que todos sus ciudadanos sepan leer y escribir; que no existe independencia nacional sin educación; que el nuevo Brasil tiene que ser un Brasil educado...Quien quiera saber cómo es el Brasil del futuro, de la esperanza, tendrá que mirar cómo son las escuelas públicas de este país, porque una mala escuela no es escuela”.

 

Sus apreciaciones valen, seguramente,  no sólo para su país sino para todos los de la zona. Y, por supuesto, también para nosotros. Hay algo que compartimos y que, aunque con nuestras peculiaridades y las suyas, representa la asignatura en común: la valoración y dignificación de la escuela y educación pública. La lección que unas y otras reformas nos dejan, además de las dichas, es que ni el modelo mercantil que presidió sus reformas de este período, fuera por iniciativa propia, presión externa, o una mezcla de ambas fuerzas, no ha sido el más apropiado para afrontar sus deudas históricas en el “producto escolar bruto”, utilizando esta acertada expresión del Ministro brasileño. De seguir bajo los auspicios de una lógica mercantil y privatizadoras, las prioridades educativas, sociales y políticas todavía por resolver difícilmente se lograrán. Para nosotros, una apreciación similar nos llevaría a afirmar que no deberíamos habernos precipitado tan pronto en la renuncia a lograr un sistema escolar y una educación mejor redistribuida socialmente. El neoliberalismo abrió su etapa de reformas, y ya hemos visto algunas consecuencias. Aquí, aunque no inauguró las nuestras, le ha faltado tiempo para enseñorearse del espíritu y las medidas que se quieren aplicar en la actualidad. Podríamos, quizás, aprender algunas cosas al contemplar unas y otras reformas con perspectivas. Y, desde luego, tanto lo que hay que aprender como quiénes han de aprenderlo, no afecta tan sólo a las políticas educativas, ni sólo a los centros y profesores, aunque por supuesto que sí. Estamos a las puertas de lograr nuevas alianzas y conciertos en pro de una educación mejor y más justa, o a las de una nueva etapa en la que cada cual consiga lo que sea capaz en razón de los propios recursos y capitales humanos o sociales. Esa es la bifurcación, desde mi punto de vista, a la que se enfrenta nuestro sistema escolar y el suyo. Seguir por una u otra dirección, con toda seguridad, comportará ventajas y costes. Hay que ser conscientes de unos y otros.   

 

Referencias.

 

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Anexo I.

 

Ejes y estrategias de la Política Educativa de los noventa en América Latina.

Ejes de la Política Educativa

 

Estrategias y Programas

Gestión

Descentralilzación administrativa y pedagógica

Fortalecimiento de las capacidades de gestión

Autonomía escolar y participación loca

Mejora de los sistemas de información y gestión

Evaluación de los resultados y rendición de cuentas ante la sociedad

Participación de los padres, gobiernos y comunidades locales

 

 

Equidad y Calidad

Focalización en escuelas más pobres en orden a satisfacer los niveles básicos de la escolaridad.

Discriminación positiva hacia grupos vulnerables

Reformas curriculares

Provisión de textos y otros materiales instructivos

Extensión de la jornada escolar e incremento de las horas de clase.

Programas de renovación pedagógica

Programas de fortalecimiento institucional de los centros.

Perfeccionamiento docente

Desarrollo profesional de los docentes

Remuneración por desempeño

Políticas de incentivos

Financiación

Subsidio a la demanda

Financiación compartida

Movilización de recursos del sector privado

Racionalización de los recursos en orden a la eficiencia en el gasto.

(Fuente: Marcela Fajardo (1999), PREAL, nº 15

 

 

Principios orientadores de las reformas de los noventa en América Latina:

- Incorporación de profesionales técnicos con capacidad de liderazgo y gestión al sector público para el desempeño de tareas de dirección.
- Descentralización y externalización de funciones.
- Adopción esquemas de gestión horizontal y menos jerárquicos.
- Introducción de mecanismos de competitividad en el sector público.
- Énfasis en la planificación, seguimiento y control del sector público, y evaluación de resultados.
- Elaboración de estándares y medidas de rendimiento.
- Sistemas de incentivos vinculados al desempeño y productividad en razón de resultados.
- Racionalización del gasto y reducción de costes sobre la base de un modelo de gestión en vez de administración
- Elaboración de informes, acceso a la información y toma de decisiones fundamentadas.
- Flexibilidad de los cambios e impulso de la innovación.
- Responsabilidad por los resultados y rendición de cuenta.

(Tomado de R.Mª. Torres, 2000)

 

 

ANEXO II. Algunas cifras y estadísticas complementarias: