Revista Fuentes: Facultad de Ciencias de la Educación.
http://www.cica.es/aliens/revfuentes/firma.htm
DOS DÉCADAS DE REFORMAS ESCOLARES EN ESPAÑA Y
LATINOAMÉRICA: ALGUNAS LECCIONES QUE ES PRECISO APRENDER.
Juan M. Escudero Muñoz
Universidad de Murcia.
Si no
teníamos bastante con la tarea de discutir, reflexionar y hacer los balances
oportunos de nuestro trayecto más reciente de reformas y contrarreformas
escolares, el propósito de ampliar la
atención a los países de América Latina y el Caribe conlleva una tarea bastante
más complicada. Eso no quita, sin embargo, para que sea estimulante y, desde luego, oportuna y pertinente.
Es
innegable que tanto aquellos países como nosotros tenemos nuestras
peculiaridades y diferencias. Conciernen tanto a la historia social, política y
económica como, por supuesto, a las propias tradiciones, culturas y prácticas
educativas. Por todo ello, también a una materia tan vulnerable y controvertida
como ahora son los cambios y reformas escolares. Es obvio, asimismo, que,
pensando en la pluralidad de países latinoamericanos, haya que admitir que esas
diferencias no sólo existan entre ellos, sino además dentro de cada uno, sus
provincias, regiones o estados federales que forman parte de su organización
política y social. Algo similar cabe decir de nuestro país, donde cualquier
mirada a las Comunidades Autónomas no tiene demasiadas dificultades en identificar matices, a veces incluso
marcados, que hablan de otro tanto, sea en indicadores de desarrollo social y
económico o en los estrictamente educativos.
Si fuera
cierto que la globalización no sólo es económica sino también un fenómeno
relacionado con la práctica totalidad de los órdenes de la vida en que se
desenvuelven como pueden los países, las personas, las distintas geografías del
planeta, y, cómo no, las políticas y
decisiones más importantes que se están tomando, es de suponer que, aún sobre
las diferencias evidentes, haya notables puntos de semejanza en relación con
materias de naturaleza diversa. En el caso de la educación, las políticas
nacionales e internacionales en lo que afecta a las reformas de finales de
siglo, desde luego que los tienen. Las curiosas intersecciones que vienen
ocurriendo entre lo global y local, bien
documentadas por tratadistas conocidos de la tan cacareada globalización (Beck,
1998; Held y McGrew, 2003), también tienen sus expresiones en las políticas
educativas. Ello está comportando, al tiempo que un abanico considerable de
posibilidades, algunos que otros problemas y contradicciones, tal como dentro
de este espacio procuraremos ilustrar.
El
propósito de este texto es ofrecer una mirada panorámica sobre las políticas y
resultados de las reformas escolares que se han venido sucediendo en estos dos
contextos que son tan lejanos geográficamente como, por razones de todos
conocidas, cercanos e incluso familiares; compartimos un sinfín de vínculos
históricos y actuales en diversos aspectos, y también en educación. El foco
preferente de atención no puede ser en absoluto pretencioso. Resultaría
prohibitivo descender a los detalles en cada uno de los países, o pretender una
visión de conjunto sobre la totalidad de los respectivos sistemas escolares,
desde la educación infantil hasta la universidad. Nos moveremos, pues, en un
plano de análisis general y, además, nos limitaremos a los niveles educativos
previos a la enseñanza universitaria. Pondremos, todavía más, un énfasis bien
merecido en los niveles de la escolaridad obligatoria, pues - todos lo sabemos
- es ahí donde la política educativa y las reformas de cualquier país, tanto
más si se encuentra en vías de desarrollo, ponen en juego tanto el presente y
el futuro nacional como el de ciudadanos y ciudadanas.
El
trabajo pretende exponer diversos análisis y reflexiones sobre las reformas que
han venido acaeciendo desde los ochenta. Es una referencia temporal que merece
ser valorado como clave en ambos casos, aún cuando, como ha ocurrido, las
condiciones, formas y contenidos del enlace establecido entre el pasado
inmediatamente anterior, el presente de las reformas diseñadas y el devenir de
las mismas hasta la actualidad sean singulares. Para ello, en un primer punto,
se ofrece una caracterización a grandes rasgos de las reformas de las dos
últimas décadas, sus contextos de surgimiento y sus desarrollos, incluidos los
vaivenes a que nos tienen acostumbrados los políticos encargados de dejar sus
propias huellas sobre los sistemas escolares sometiéndolos a reformas tras
reformas. En el segundo punto hemos seleccionado algunos indicadores para discutir
acerca de los posibles logros o avances, atascos o retrocesos de los cambios
previamente descritos. Como no quedaba otra opción que la de tener que
seleccionar entre una multitud ahora impresionante de información y
estadísticas disponibles, hemos escogido algunos de los que tienen una relación
más directa con los grandes reconocimientos y declaraciones de que goza, en
principio la educación, sobre todo en la actualidad. Al menos en los informes,
proyectos y declaraciones escritas, jamás se le había dedicado tanto valor, ni se la había incluido en las primeras
listas de prioridades. Las tasas de escolarización, la repetición escolar, el
rendimiento y sus relaciones con la clase social de los estudiantes, o su
pertenencia a poblaciones indígenas, minorías étnicas, inmigrantes, así como
los índices de analfabetismo, y, en general, las políticas de compensación y
equidad nos permitirán contemplar algunas imágenes positivas, al mismo tiempo
que, desgraciadamente, otras mucho más sombrías e inquietantes. Al mismo tiempo
que se han realizado esfuerzos innegables en las políticas educativas para
extender y realizar el derecho universal a la educación, ese horizonte, incluso
cuando expresamente se ha pretendido, queda lejos al día de la fecha. Hasta
alarmantemente lejos en algunos de los países, distante no ya de opciones de
máximos sino de algunos mínimos de estricta dignidad y justicia social y
humana. Por si ese dato no fuera
suficiente, es todavía más inquietante el hecho de que, al mismo tiempo que no
se ahorran retóricas a la hora de seguir proclamándolo, algunas de las
políticas más recientes, allí y aquí, apuntan, lamentable e
increíblemente, en una dirección
contraria. Por la presencia de muchos datos, la educación sigue atada a la
condición social, económica y familiar de los alumnos que asisten a ella, y,
así las cosas, no sólo no está realizando sus promesas de emancipación y
movilidad personal y social, sino que sigue operando como uno de los
mecanismos -no el único, desde luego -
a través del cual se reproducen estructuras y condiciones de vida asentadas
sobre la desigualdad. En el punto tercero, para terminar, ofreceremos
sucintamente algunas de las lecciones que quizás podríamos aprender de los
trayectos recorridos.
1.
1. Dos décadas de reformas
escolares múltiples y totalizadoras.
Contemplado
con cierta perspectiva el panorama de las reformas escolares españolas y
latinoamericanas desde los ochenta hasta la fecha, es evidente que sus
respectivos sistemas educativos han sufrido muchos cambios durante este período
de tiempo. Algunos de ellos se han reflejado en logros dignos de consideración.
En particular, los que se refieren al acceso y ampliación de la escolaridad y,
en estos términos, a la democratización de la educación. Al servicio de esos objetivos
se han puesto más recursos financieros que en
décadas anteriores, se han creado infraestructuras, servicios y
equipamientos, así como mayores inversiones en personal docente. En todos los
países, al menos por término medio, se han incrementado las inversiones, aunque
es muy discutible que eso haya mejorado sustancialmente la calidad y equidad de
la educación, su redistribución acorde con criterios de justicia social y
escolar. También se han modificado otras muchas facetas de los sistemas escolares
relativas a su administración, gestión y gobierno. En ese sentido, se han
redefinido esquemas tradicionales de
relación, surgidos bajo el Estado del Bienestar ahora declinante, entre los
Estados nacionales y las responsabilidades educativas, y se han creado, al
menos formalmente, nuevos mecanismos y espacios de participación de las
familias y la comunidad en las instituciones públicas. La ola de apertura de
los sistemas e instituciones al exterior ha estimulado, al mismo tiempo, una
mayor influencia y presencia de entidades privadas e iniciativas particulares
en la oferta y provisión de educación.
Como es comprensible, las reformas también han recaído sobre el
currículo escolar (finalidades, contenidos, métodos, materiales didácticos,
relaciones pedagógicas y sistemas de evaluación), al tiempo que han afectado,
no siempre en un sentido positivo, a la profesión docente, además de a otras
figuras profesionales y servicios pensados para la evaluación, supervisión,
inspección, formación, apoyo y asesoramiento.
Es bien
cierto, por lo demás, que no todos los cambios educativos sucedidos en ese
tiempo para bien o para mal son atribuibles sólo a las reformas diseñadas y
aplicadas. Precisamente el período que nos ocupa ha estado presidido por
transformaciones impresionantes en todos los órdenes de la vida, desde las
relaciones sociales, personales y familiares, hasta otros mucho más
estructurales y generales que vienen impactando, aproximadamente desde el
último cuarto del siglo pasado con mayor intensidad, en los esquemas de
pensamiento y la cultura, las relaciones económicas y tecnológicas, la
explosión de la sociedad de la información y de las comunicaciones, el mundo
del trabajo, la política y las relaciones internacionales (Held y McGrew,
2003). Los sistemas escolares de los países desarrollados o en vías de
desarrollo se han sentido fuertemente presionados, dirigidos y controlados como
no lo habían sido en épocas pasadas por fuerzas sociales, políticas y
económicas entre cuyos intereses no predominan, precisamente, ni los propósitos
que la modernidad había depositado sobre la escuela y la educación, ni,
tampoco, los tiempos y las lógicas que, por lo que sabemos, debieran presidir y
orientar el devenir de los sistemas escolares como instituciones fundamentales
en la provisión del bien de la educación, ahora todavía más valioso y preciado
que antaño.
Centrándonos,
como se pretende aquí, en las reformas escolares españolas y latinoamericanas,
e incluso limitándonos a las relativas a la educación infantil, primaria o
básica, secundaria, bachillerato y formación profesional, la pluralidad de los
cambios pretendidos, diseñados y realizados ha sido realmente espectacular. Por
circunstancias que atañen al legado histórico de las décadas precedentes, por
las condiciones sociales, políticas, económicas y propiamente educativas con
las que tanto ellos como nosotros abrimos el último tramo del siglo pasado, no
sólo han proliferado las reformas. También han ocurrido idas y venidas, a veces alocadas, de contrarreformas prematuras,
con presuntas transiciones hacia nuevos horizontes, a pesar de que los
establecidos ni siquiera habían tenido la ocasión de desplegarse debidamente.
Resulta imposible dar cuenta aquí con todo lujo de detalle de la diversidad de
reformas acaecidas, de los vericuetos por los que han discurrido en cada uno de
los países, o dentro de los mismos. Entiendo, con todo, que podemos echar mano
de algún hilo conductor que nos ayude
a componer una cierta visión de
conjunto.
Me
parece que se puede identificar tres aspectos fundamentales para perfilar una
caracterización sumaria. Haremos alusión, en primer lugar, a algunos asuntos
que formaban parte del legado recibido de las décadas precedentes; en segundo
término, dejaremos constancia de la conformación de un cierto contexto y clima de consensos, pactos o
concertación social y política que amparó las iniciativas reformistas
acometidas en ambas décadas, y, en tercer lugar, describiremos los focos más
importantes de los cambios diseñados y, en algunos ámbitos, aplicados.
1.1 Una referencia a legados recibidos de las décadas
anteriores.-
Aceptando
que las reformas se definen en esencia como proyecciones de futuro, no suponen nunca un corte drástico con el
pasado; son inevitablemente deudoras de la historia. Ya sea porque el pasado es
parcialmente valorada como positivo y lo que pretenden es reorientarlo y
mejorar algunos de sus legados, ya sea que lo que se intente sea modificarlo
profunda y extensamente, adoptando medidas y orientaciones que suponen
discontinuidad y ruptura. En los casos que nos ocupan, las reformas escolares
tienen la vocación, como veremos, de
acometer cambios intensos, múltiples y profundos en los respectivos sistemas
educativos. Cabe advertir que, como es comprensible, se pueden apreciar algunas
diferencias dignas de mención entre las españolas y latinoamericanas, tanto en
los contenidos y valoraciones del legado del pasado, como en el clima de
percepción y expectativas sobre los cambios que fueron gestándose durante algún
tiempo, se tradujeron luego en proyectos y fueron progresivamente desplegados
por los sistemas, no sin conflictos. Ni que decir tiene que está lejos de mi
intención detenerme en un recorrido histórico que exigiría mucho más espacio y
dedicación que éste. Un par de referencias pueden ser ilustrativas, sin
embargo, para destacar algunos elementos dignos de atención.
Con
anterioridad a los ochenta, el sistema educativo español se aprestaba a dejar
atrás un largo y sombrío período de la historia del país en el que la educación
había sufrido severamente los efectos de cuarenta años de dictadura. En una
rapidísima ojeada por nuestro siglo XX, si exceptuamos el breve destello de la
prometedora política educativa de la II República, drásticamente erradicada por
el régimen tras la guerra civil, y, en un tiempo mucho más cercano, la Ley
General de 1970, que, en los últimos estertores del régimen, representó la
“apertura” de algunas ventanas hacia una cierta modernización de la educación [1],
poco había que añorar. Más bien al contrario. Es cierto que gracias a la LGE
(1970), se fueron logrando durante los años de su aplicación cotas innegables
en el acceso a la educación primaria y obligatoria ampliada hasta los catorces
años al menos, y que ahí se sentaron las bases para la explosión posterior de
las tasas de matriculación en el bachillerato, así como para otros cambios
ocurridos en la formación profesional.
Al filo de la transición democrática, sin embargo, ni la sociedad en su
conjunto, que reclamaba cambios importantes en el país y no sólo en
educación, ni las fuerzas sociales y
educativas que habrían de tomar en sus manos un buen número de cambios
urgentes, tenían motivos para la nostalgia. No estaba en el ambiente, en ninguno de los órdenes de la vida
nacional, la idea de la continuidad,
sino más bien la de ruptura.
Además
de las hipotecas heredadas, en otro platillo de la balanza de signo diferente,
las innovaciones y reformas parciales de los ochenta pudieron contar con el
legado favorable de una importante concertación social y política (haremos
mención a ello algo más adelante), así como un amplio consenso social en el
sentido de que la democracia debía asumir cambios en profundidad de todo el
sistema educativo, en todos y cada uno de sus niveles. Corresponde una mención
particular a la existencia, al menos durante toda la década de los setenta, de
movimientos renovadores extraoficiales, desde las Escuelas de Verano a los
Movimientos de Renovación Pedagógica, en los que participaron un buen número de
docentes. Sembrando semillas propicias para las reformas posteriores, aunque no
siempre llegaran a ser bien aprovechadas. Con un lastre de muchas deficiencias
escolares y educativas, pero también con unas bases sociales que reclamaban y
apostaban por la democratización de la educación y la mejora de su calidad, la
década de los ochenta se iniciaba bajo los augurios de grandes expectativas, el
reconocimiento generalizado de cambios necesarios y profundos, una amplia
adhesión social y educativa, y promesas bien fundadas en que se acometerían
decisiones de diversos signos para recuperar ambiciones educativas que habían
sido injusta y atípicamente marginadas durante el franquismo. Nuestra situación
era mala mirando hacia dentro, y todavía más penosa, si echábamos una ojeada a
los sistemas educativos de países vecinos situados por encima de los Pirineos.
Teníamos, pues, todo por ganar, y prácticamente nada que perder. No era, por lo
tanto, un mal punto de partida para encarar las reformas pendientes y
necesarias.
El legado
de la historia educativa de las décadas anteriores en América Latina tenía sus propias peculiaridades; algunas, con
signos más positivos que los nuestros. Otras, sin embargo, ya aparecían
cargadas de otras dependencias e hipotecas que marcaron tanto el contenido como
el sentido de sus reformas. En términos políticos, al irse coronando los
ochenta, la democracia fue restaurándose allí donde en décadas o años
anteriores se habían sucedido golpismos que habían convulsionado severamente
todos los órdenes de la vida de los países de la región, y en particular sus sistemas escolares, su educación, así
como a no pocos de sus mejores efectivos intelectuales y educativos. La
represión y el exilio marcó profundamente los años inmediatamente anteriores, y
desde luego que eso suponía un legado perverso, además de un reto difícil de
superar. Restauradas las democracias en la zona, las políticas educativas, tanto de los ochenta como de los
noventa, iban a gozar, al menos formalmente,
de un clima social, político, y
hasta económico, más propicio, normalizado en algún sentido y menos convulso.
Llama la
atención, sin embargo, el tipo de lectura y valoración que diversos analistas
latinoamericanos hacen de ese momento en general, y de las reformas educativas
en particular que se fueron sucediendo. Así como nosotros teníamos conciencia
de que lo que queríamos y nos esperaba iba a ser mucho mejor que lo que
dejábamos atrás, en su caso existía un
sentimiento de nostalgia respecto a su historia educativa precedente, hecha
excepción, desde luego, de los efectos del golpismo que en unos u otros países
había ido apareciendo en períodos particulares. Algunos añoran una “época
dorada” de reformas escolares llevadas a cabo en diferentes países de la
zona (Argentina, Brasil, Colombia, Cuba, Perú, Venezuela, El Salvador, etc.).
Habían venido ocurriendo desde las décadas de los veinte y treinta hasta
prácticamente los sesenta. Coincidiendo con revoluciones sociales y políticas
en diversos países, así como con un cierto grado de desarrollo económico y
comercial, fueron años en los que pudo hablarse del surgimiento y realización
del Estado del Bienestar en un buen número de aquellos países ( Reimers,2000;
2002), Puiggrós (1999) o Rivero (1999).
De ello, como sucede en esos casos, también se benefició la educación y los
respectivos sistemas escolares públicos.
Los
diferentes Estados asumieron un papel importante en la activación de políticas
educativas que perseguían la escolarización universal, entendida como un
elemento clave para la afirmación de sus respectivas identidades nacionales y
el progreso económico y social. Durante ese período se logró una educación
primaria de cinco o seis años al menos por término medio en la mayoría de los
países, y un fortalecimiento notable de los sistemas públicos de educación, al
margen ahora de los logros
efectivamente alcanzados en materia de cantidad, cobertura y calidad de la
educación. Fue la época, tal como sostiene Reimers (2002), en la que el ambiente
social y político dominante compartía “ideas
públicas fuertes” en torno al valor de la educación universal, lo cual era
asumido por las agendas políticas y sociales de Estado para impulsar y sostener
las escuelas públicas, más allá de los diversos partidos y gobiernos (Puiggrós,
1999).
El
fuerte deterioro de la vida social, política y cultural que las dictaduras
dejaron a las democracias restauradas al filo de los ochenta no sólo supuso la
herencia de restañar muchas heridas internas, sino, además, una fuerte
dependencia y vulnerabilidad de las propias economías, ahora atenazadas por la
deuda externa, los imperativos del ajuste impuestos por los organismos
internacionales que bajo el Consenso de Washington iban a participar en la
recuperación y el desarrollo “controlado” de la zona (Franco y Saínz, 2001;
Franco, 2002). Esas condiciones, por supuesto, condicionaron la agenda de
reformas educativas. No es que hubiera datos contundentes para mirar con
complacencia los logros efectivos de sus “épocas doradas anteriores” (veremos
en otro punto algunos indicadores básicos de escolarización y analfabetismo al
respecto). Pero sí que, como puntualiza Puiggrós (1999:1), a pesar de la
existencia de claras “disfunciones” en los sistemas escolares latinoamericanos,
“no se ponía en peligro la identidad de los sistemas de educación pública de la
mayor parte de los países de la región”. Y es que, en realidad, una de las
peores herencias que tanto esas disfunciones internas propiamente educativas,
como la inestabilidad política y el derrumbe social provocado por el golpismo y
las dictaduras precedentes, fue la de colocar a las recién instauradas
democracias bajo la hegemonía del neoliberalismo más implacable. Por extensión,
también a las políticas educativas y las reformas que iban a suceder.
De
manera que, en nuestro caso, iniciamos
las reformas de los ochenta bajo un clima de esperanza, posibilidad y una
orientación social y política que asumía la urgencia y el compromiso de que el
Estado del Bienestar, aunque con excesivo retraso, traspasara finalmente nuestras
fronteras. Debía proyectarse sobre diversos planos de la sociedad, la
política, el trabajo y empleo, la sanidad o los servicios sociales, así como,
desde luego, la educación. En el de la
mayoría de los países latinoamericanos, sus reformas de ese período surgieron,
se inspiraron y desarrollaron bajo un contexto de fuerte debilidad del Estado y
las instituciones, sobre una dependencia exterior y vulnerabilidad extrema, muy
ligada a la camisa de fuerza de la ideología conservadora y su modelo social y
económico neoliberal. En el caso español, el Estado de derecho iba a
restaurarse fortaleciendo sus compromisos decididos con el progreso social y
educativo, así como el impulso de la
economía y la normalización de la política.
Por las razones indicadas, en el contexto latinoamericano se podía
hablar, más bien, como lo hace Reimers (2002), del surgimiento de “Estados impotentes”, con el consiguiente
debilitamiento y reducción de lo público. La educación, seguramente, iba a ser
una de las perdedoras, atenazada, además, por un notable incremento de la
pobreza y las desigualdades (Franco, 2002; Klinsberg, 2002). De ahí que, ahora
a agua pasada, los ochenta hayan sido valorados como una década perdida
(Rivero, 1999; Reimers, 2000; Torres, 2000), y los noventa, como la
consagración del modelo hegemónico neoliberal, cuyos efectos sobre la
desigualdad social y la inequidad educativa han sido documentados también en
otras latitudes (Tezanos, 2001).
1.2 El
impulso de las reformas bajo un clima de concertación social.-
Una
segunda clave que parece conveniente considerar es la relativa a que tanto aquí
como allá las reformas de los ochenta contaron, a pesar de los pesares y con
todas las limitaciones que se quiera, con una cierta concertación social y
política en torno a la prioridad de impulsar reformas escolares en diversos
frentes y al servicio de objetivos legítimos, aunque ambiciosos.
Por lo
que se refiere a nuestro caso, resulta obligatorio mencionar alguno de los pactos sociales y políticos, pocos años
antes de que se iniciaran las reformas de los ochenta, que sentó algunas bases
muy iniciales, pero, con toda seguridad,
importantes. Me estoy refiriendo a los Pactos de la Moncloa (Octubre
1977) [2].
Representaron, en efecto, la mejor muestra de un obligado clima de concertación
social y política del que indudablemente se benefició la educación en varios
sentidos, pues dejaron establecidas algunas bases ineludibles para poder
acometer decisiones inaplazables de naturaleza educativa, además de otras no menos
urgentes en diversos ámbitos de la vida nacional. Si a tales pacto se suma ese
clima social y educativo al que hemos aludido,
esperanzado y exigente de cambios profundos que comprometían a la recién
democracia, se puede sostener que el inicio de nuestras reformas contó con
algunas de las condiciones sociales y políticas básicas sin las que habría sido
imposible acometer cambios educativos de envergadura como los que se
dispusieron, así como, desde luego, para alcanzar algunos logros de los que
ahora tenemos constancia. Puede
decirse, además, que ese clima favorable de adhesión social y concertación
política se mantuvo durante algunos años en los que se adoptaron medidas
estructurales relevantes, aunque, lamentablemente, sufrió fracturas importantes
a mediados ya de la década de los noventa, con el Partido Popular, tal como
veremos en un punto posterior.
En el
caso de América Latina también se puede apreciar, asimismo, el reconocimiento
de un amplio consenso social y político. Se dio dentro de países y entre ellos,
y contó con la influencia y participación de diversos organismos
internacionales. Aunque, como dice Gajardo (1999), el despliegue mayor y más
decisivo de reformas sucedió en los noventa, vale la pena dejar constancia del
mismo, pues, a su manera, ofreció cobertura a los cambios acaecidos en las dos
décadas. En ese contexto, las reformas que nos ocupan gozaron de avales
internacionales para elaborar informes y proyectos, así como para incrementar
recursos financieros de apoyo al desarrollo de los mismos. Habría que citar en
concreto contribuciones como las de CEPAL/Unesco, la influencia de los Acuerdos
de Jomtien sobre la consideración de la educación como una de las necesidades
básicas que había que potenciar, entendida la formación, a su vez, como una
puerta de entrada capaz de abrir y desarrollar itinerarios de educación a lo largo de toda la vida. Hubo, y todavía
persisten, diversas iniciativas y programas patrocinados por el Banco Mundial y
del Banco Interamericano de Desarrollo, además de las sucesivas Conferencias de
Ministros de Educación Iberoamericanos que han seguido desarrollándose hasta el
día de hoy, en un afán de concertar y coordinar esfuerzos y orientaciones en
materia de educación en toda la región. En la fuente citada se puede encontrar
un análisis y valoración pormenorizada
de cada una de esas iniciativas, así como las que relata Torres (2000). Como
digo, algunos de esos programas están vigentes en la actualidad.
Los
contenidos de aquella concertación educativa giraron, de una parte, alrededor
de diagnósticos compartidos sobre la realidad de los sistemas escolares
latinoamericanos. De otra, sobre una
serie de prioridades reconocidas y asumidas, al menos en diversos informes,
declaraciones y propuestas. En términos de diagnóstico de la situación, se
identificaron una serie de temas como:
la falta de equidad de los sistema educativos, manifiesta en las
diferencias entre la escuela pública y privada, así como en las desigualdades
educativas de los sujetos según clase social y geografías (medios rurales) de
residencia; la baja calidad de la
educación, con índices importantes de repeticiones, absentismo y bajos
rendimientos, sobre todo por parte de los alumnos pertenecientes a clases sociales
más desfavorecidas; el exceso de centralismo y burocratización de la educación;
el deterioro alarmante de las condiciones salariales, de trabajo y preparación inicial y continuada del profesorado; la
fuerte desvinculación entre el currículo escolar y las demandas sociales, o la
financiación insuficiente.
Entre
las prioridades establecidas figuraban: situar la educación bajo la cobertura
de políticas de Estado en lugar de proyectos efímeros de los Gobiernos; apostar
por la equidad, adoptando medidas de discriminación positiva hacia los colectivos
y sujetos socialmente más desfavorecidos y/o pertenecientes a minorías étnicas;
mejorar la calidad y los resultados del aprendizaje de los estudiantes;
impulsar políticas de descentralización, participación y autonomía; fortalecer
las instituciones educativas con mayores márgenes de autonomía y también
responsabilidad por los resultados de los estudiantes; abrir las instituciones
y la educación a la sociedad, a otros ámbitos institucionales, públicos y
privados; establecer modelos de asignación de recursos vinculados al logro de
resultados; mejorar las condiciones salariales y la preparación del
profesorado, además de atender a la formación de directores escolares; formar
para el mundo del trabajo e incorporar las nuevas tecnologías de la información
y comunicación.
No es
difícil apreciar la mano de determinadas organizaciones internacionales, sobre
todo en la identificación de las prioridades y medidas que habían de tomarse y
en torno a las que se reclamaban consensos y esfuerzos por parte de los
Gobiernos de cada uno de los países. Tampoco, desde luego, las condiciones
establecidas a cambio de la inversión de apoyos, recursos, asesorías técnicas y
“compromisos” en sacar adelante los sistemas escolares, en unos tiempos en que,
eso sí, se empezaba a reconocer por doquier el papel estratégico de la
educación para hacer frente a los desafíos de la nueva sociedad del
conocimiento. Digamos tan sólo de pasada, pues son de sobra conocidos, que los
diagnósticos con que aquí contábamos respecto al estado heredado de nuestra
educación eran muy similares. Por las circunstancias sociales y políticas de
nuestro país, la agenda neoliberal tuvo la amabilidad de contenerse durante
algunos años.
1.3 El diseño y el despliegue de reformas en múltiples facetas de los sistemas
escolares.-
Los
primeros años de los ochenta, desde luego toda la década posterior y los pocos
años que llevamos del nuevo siglo, han
sido testimonio de un amplio despliegue legislativo en materia de reformas. En
España, además de algunos retoques de la LGE (1970) que se realizaron ya
durante el Gobierno de la Unión de Centro Democrático -los programas renovados
de la EGB, algún intento no consumado de reforma del bachillerato o la LOECE
(1980)- hay que situarse a partir de
1982 para localizar, una vez que el Partido Socialista ganó las elecciones de
octubre, el abanico de cambios más relevantes que se iban a desarrollar. A
efectos analíticos, en nuestro caso, así como también en el latinoamericano, se
pueden identificar tres etapas, o generaciones, que tienen una cierta
identidad.
1.3.1 El panorama español.
La
primera de las etapas iría entre las elecciones generales de octubre 1982, que
ganó el Partido Socialista, hasta el inicio de los noventa; la segunda, entre
la aprobación parlamentaria de la reforma LOGSE (Octubre, 1990) y las
elecciones de marzo 1996, ganadas por el Partido Popular. Esta última
referencia puede considerarse, a su vez, como el inicio de la tercera de las
etapas, que se extiende hasta la aprobación de la LOCE (Diciembre, 2002), el
desarrollo de los primeros decretos y la aplicación, durante este mismo curso,
de algunas de sus medidas, como los exámenes de septiembre o la repetición de
curso en la ESO con más de dos asignaturas pendientes. Como a estas alturas son
suficientemente conocidos los detalles, nos limitaremos a resaltar algunos
aspectos que, a mi entender, pueden considerarse más sobresalientes.
En la
primera de las etapas señaladas hay que anotar, en primer lugar, la LRU (1983)
y, poco después, la LODE (1985). Ya que aquí nos está interesando al educación
previa a la Universidad, tan sólo recordar que la segunda de las leyes
mencionadas supuso la expresión legislativa más acorde hasta la fecha de los
principios de igualdad, libertad, democracia y participación aplicados al
gobierno y la gestión del sistema educativo y del funcionamiento de los
centros, incluyendo, entre aspectos más concretos, la elección democrática de
los directores escolares. Con un rango menor hay que anotar, también en estos
primeros años, la creación de la red de formación permanente del profesorado,
los Centros de Profesores (1984), y, en lo que atañe a otros aspectos de la
educación, el diseño y puesta en
funcionamiento de diversas experiencias parciales de reforma (la integración de
alumnos con necesidades educativas especiales, la integración de las nuevas
tecnologías en el currículo, el programa experimental de reforma del
bachillerato, así como otro proyecto parecido centrado en el ciclo superior de
la entonces vigente EGB). Merecen una atención particular determinados
programas que surgieron en esta etapa y
se fueron desarrollando en lo sucesivo como fue la educación compensatoria y la
formación de personas adultas.
Estos
primeros años fueron propicios a la innovación desde la base (por denominarla
de alguna manera), a la circulación de ideas, propuestas y creación de grupos
de trabajo, desarrollándose una actividad hasta febril, tendente a la
disposición de condiciones y actuaciones para la inminente reforma más global, con los consiguientes
materiales para el debate y diseños del currículo oficial. También hay que
anotar, no obstante, que los nuevos responsables de la política educativa
tuvieron que hacer frente al tema no menor de los conciertos con la educación
privada (el pulso con la iglesia fue bastante duro, y no viene al caso precisar
ahora quién salio ganando), así como también los sostenidos con los estudiantes
y el profesorado, que recibieron los planes de reforma en curso y venideros con
un conjunto de demandas y reivindicaciones sobre las que el gobierno también
tuvo que concertar. Por decirlo en breve, los primeros movimiento serios de
reforma del sistema educativo, como suele suceder siempre que se pretende
acometer cambios importantes que van a recoger de forma desigual la diversidad
de fuerzas e intereses en juego, estuvieron preñados de promesas y buenas
expectativas. Simultáneamente, también hicieron acto de presencia los
conflictos, el corporativismo, y otras urgencias más cotidianas que hay que
afrontar, habitualmente más difíciles y delicadas todavía que lo que suele ser
el diagnóstico de la situación y el establecimiento de finalidades o grandes
principios.
La
segunda generación o etapa de reformas partió de la aprobación de la Ley
General de Ordenación del Sistema Educativo (LOGSE) en octubre de 19990, que
fue aprobada en el Parlamento por todos los grupos parlamentarios a excepción
del correspondiente al Partido Popular. Tras los años anteriores de reformas
experimentales, proyectos parciales, reorganización del sistema educativo de
acuerdo con los principios antes señalados, esta ley suponía coronar e integrar
legislativamente hablando un proyecto de reforma global del sistema. Supuso,
así, la reordenación de la escolaridad
(educación infantil, primaria, secundaria obligatoria, bachillerato, formación
de grado medio y superior). En estos términos, la educación obligatoria se
vería ampliada de catorce años a dieciséis al menos, la educación preescolar
lograba una identidad propia y una valoración bien merecida, tal como se quiso
transmitir al concebirla como educación infantil de 0 a 5 años, aunque no fuera
incluida bajo la categoría de la educación obligatoria.
La
reforma prestó una atención inexcusable al diseño del currículo de estas etapas educativas, así como también al modelo
de desarrollo del mismo, tanto por la administración central y autonómica, como por los centros escolares. Los
objetivos, contenidos, metodologías y evaluación se acogieron a los principios
y valores de una escuela y educación democrática y de calidad, así como a
concepciones respecto a lo que había que enseñar y las metodologías para
facilitar el aprendizaje de los estudiantes que estaban en línea, más o menos,
con las teorías y experiencias más reconocidas y actuales. Ejes como el de una
enseñanza para la comprensión, el desarrollo de hábitos y estrategias de
aprendizaje, el trabajo cooperativo, la atención a la diversidad y una
enseñanza comprehensiva, conciliable con la presencia paulatina de la
optatividad a partir de la secundaria obligatoria, fueron algunas de los más
relevantes, divulgados y reconocidos. También, desde luego, contestados por
determinados contexto y sujetos.
También se diseñó un nuevo currículo para los dos niveles de la
formación profesional, que quedó conectada de una manera más congruente con la
educación secundaria obligatoria y el bachillerato. A su vez, y primero en
claves de diseño, y, sucesivamente, en todo lo que se refiere a su desarrollo,
se idearon y fueron poniendo en marcha,
programas con medidas extraordinarias para atender a la diversidad, es
decir, a los estudiantes con dificultades para seguir el ritmo ordinario de
aprendizaje. Hay que citar en ese sentido los Programas de Diversificación
Cunicular, así como, para alumnos con todavía mayores dificultades en el
seguimiento de la escolaridad regular de la ESO, hasta el punto de no lograr a
cierta edad la titulación correspondiente, se dispusieron y aplicaron los
programas denominados de Garantía Social.
Como
decía, la LOGSE también comportaba un modelo desconocido hasta la fecha para
desarrollo del currículo oficial, sustentado sobre una concepción del
profesorado y los centros que, al menos en teoría, les definía no como meros
ejecutores de los diseños de la administración, sino como agentes con
protagonismo y responsabilidad en la reelaboración de los mismos a través de
los Proyectos Educativos de Centro, Proyectos Curriculares de Etapa y
Programaciones Generales Anuales. El modelo más descentralizado de política
educativa y de desarrollo del currículo planteado comportaba, además, la
transferencia de diversas competencias hacia las Comunidades Autónomas, a las
que se les reconocía sus propios márgenes de actuación tanto en materia
curricular como en otras relacionadas con la administración y gestión de la
educación. (El proceso de transferencias culminó, para todas las CCAA, ya en la
década de los noventa.)
El
desarrollo legislativo del marco de la LOGSE, y la aparición, ya a finales de
esta etapa, de la LOPEGCE (1995), representó, seguramente, el desarrollo más
notable de la nueva reforma por parte de las administraciones educativas.
Además, con la toma de contacto de la misma con la realidad de los centros y el
profesorado, se pudo apreciar que, en un sentido, poco a poco iban llegando a
los centros y aulas las ideas, las propuestas y ciertos materiales de apoyo,
muy heterogéneos en calidad y cantidad. En otro, que iban surgían algunos de
los problemas que siempre acompañan al tránsito difícil de la teoría a los
diseños, y de estos a las prácticas, así como también algunos otros
adicionales, achacables a veces a un celo reglamentista por parte de la
administración, o, en otros asuntos (por ejemplo la formación inicial del
profesorado de secundaria), a omisiones flagrantes y difíciles de entender. La
implementación de la reforma coincidió con un mal momento de las arcas
públicas, así como también con el surgimiento de un clima de mayor
conflictividad social y política en el país. A todo ello había que añadir una
resaca derivada de los conflictos surgidos en los últimos ochenta, y otros que
fueron surgiendo en la puesta en práctica de los cambios diseñados. Como poco
después reconocía la administración en ciertos análisis que precedieron a la
LOPEGCE (1995), era preciso hacer frente a ciertas “disfunciones” que habían
ido surgiendo en los primeros desarrollo de la LOGSE, que reclamaba nuevos
impulsos para avanzar en su puesta en práctica progresiva. También se reconocía
que por la emergencia de nuevas condiciones sociales y políticas, que no
apuntaban precisamente en una línea de fortalecimiento y credibilidad de la
educación pública, había que adoptar algunas medidas no ya estructurales sino
más cualitativas. De hecho, la última ley de esta etapa, la de 1995, procuró
acogerse al paraguas de la calidad, aunque, eso sí, bajo una perspectiva de
profundización en la equidad y la asunción de compromisos a favor de la lucha
contra las desigualdades, adoptando para ello las medidas de discriminación positiva que fueran pertinentes con los sujetos y zonas más necesitadas. Se
quedó en el tintero, como lamentaba hace un instante, un cambio que llevaba
pendiente desde hacía muchos años: la formación inicial del profesorado de
educación secundaria, aunque la administración socialista se marchó con una especie
de nuevo proyecto en sustitución del
obsoleto CAP. Así como no se habían ahorrado declaraciones a favor del nuevo
papel del profesorado, y se diseñaron nuevos planes de estudio para la
formación de Maestros de acuerdo con los planteamientos de la LOGSE, la
formación del profesorado que tendría que hacerse cargo de uno de los buques
insignia, la ESO, y desde luego el de toda la secundaria y formación
profesional, seguía increíblemente pendiente.
La
tercera de las etapas que estamos repasando corresponde, como decía, a los años
que van desde la llegada al gobierno de la nación del Partido Popular en marzo
de 1996 hasta la fecha. No cabe duda de que ha sido un tiempo de cambios de
rumbo. Sobre ello se ha producido un amplio debate nacional en el que han
salido a la luz controversias de calado, intereses y grupos de presión
poderosos, mediáticos incluidos, así como la voluntad política decidida por
parte del Partido Popular para la aplicación de “su política educativa”. Lo
que, desde luego, terminó por suponer una fractura en el cierto clima de
consenso y concertación precedente.
Entre
otros muchos, yo mismo me he ocupado del tema (Escudero, 2002). Si
pretendiéramos recordar tan sólo aquí algunos de los asuntos más relevantes,
podríamos resumirlos en: una clara apuesta a favor de la liberalización,
entiéndase privatización de la educación (el lema de incrementar la libertad de
elección surgió en boca de la Ministra Aguirre al día siguiente de llegar al
Ministerio), un afán intervencionista en materia de currículo (quizás el tema
de las Humanidades fue el contenido y síntoma más visible), una práctica
irresponsable de deslegitimación de la educación pública y las reforma, que se
hallaba en una fase crucial de aplicación
(tal era el caso de la ESO), un cultivo y explotación del malestar social y
docente, así como, por cerrar una primera lista, su apuesta por una calidad de
corte empresarial. No fue tan notable el intento que se pudo apreciar en las
medidas, por lo demás efímeras, adoptadas a propósito de calidad bajo los
auspicios del modelo de Gestión de Calidad Total, cuanto el trasfondo
ideológico y gerencial cuyas orejas fácilmente se podía empezar a apreciar, ya
en aquellos primeros movimientos.
La
reforma como tal de esta etapa ha sido, desde luego, la recientemente aprobada
LOCE (2002). No es éste el momento para una caracterización precisa. Sería
reiterar sobre lo ampliamente divulgado, jaleado y, sólo en determinados
sectores, seriamente debatido y cuestionado. Baste, pues, decir que, al menos a
mi entender, se trata de una verdadera contrarreforma: se puede ver con más
claridad aquello en contra de lo que se está que aquello que, bien reconocido
el estado de la educación, se estable con sólidos fundamentos para avanzar en
materia de mejora de la educación, de calidad. En realidad, uno de los aspectos
contra el que no se pronuncia sustantivamente es la idea políticamente correcta
y, en cierto sentido forzosa, de mantener las coberturas de la educación en los
tramos de la obligatoriedad. A partir de ahí, aunque sea simplificando bastante
la cuestión, abundan más las oposiciones que las afirmaciones defendibles en
este tiempos. En materia de currículo, a la comprehensividad de la etapa
obligatoria y común, se le contrapone la apuesta inequívoca por la separación
de estudiantes según criterios de rendimiento, esfuerzo y mérito; la diversidad
como una vía que garantice la equidad es contestada por la oferta de
“oportunidades” para que quienes sean capaces, tengan interés y motivación para
seguir un currículo de primera categoría, y, otro diferente, para aquellos
estudiantes que no cuenten con estos dones. Una concepción de los contenidos,
los objetivos, la enseñanza y el
aprendizaje basada en la comprensión, el desarrollo de estrategias de trabajo y
el cultivo de valores ciudadanos, ha quedado contrapuesta al rigor y el
academicismo, asumiendo que, en realidad, el factor más decisivo, y casi único,
que más influye en el aprendizaje escolar es el esfuerzo particular que cada
uno de los estudiantes esté dispuesto a poner en el empeño. La presunta
connivencia del sistema y el profesorado con la pedagogía facilota, la
promoción automática y la falta de exigencia de las evaluaciones, va a quedar
contrapesada por una mayor insistencia en el deber, la repetición de cursos y
la instauración de mecanismos de evaluación más exigentes y frecuentes. Por su
parte, la autonomía de los centros –no podía faltar en un esquema neoliberal y
conservador de política educativa acorde con los tiempos – se convertirá no
tanto en un espacio donde reflexionar y elaborar institucionalmente un
currículo que mejore la enseñanza y los aprendizajes, sino en un excelente
marco para que las iniciativas privadas se puedan mover todavía con mayor
soltura y, además, contando con mayores
recursos. Y la formación del profesorado ha ido entrando en una etapa de
saturación de actividades, y de pérdida de sustancia y coherencia al mismo
tiempo (Escudero, 2003b). En esta etapa, por añadidura, la transferencia de
recursos públicos hacia la privada concertada todavía se incrementó, tal como
lo muestran los datos de los últimos años (OECD, 2003)..
Además
de que la LOCE quebró ese pacto de concertación y consenso inaugurado, como
vimos, con los Pactos de la Moncloa (1977), y que se mantuvo dentro de márgenes razonables (no siempre ideales, es
cierto) hasta este tercera generación, esta reforma se pude definir más como un
cambio consistente en “renuncias” que como una apuesta seria y razonable a
favor de la profundización en una mejor educación para todas las capas sociales
en su conjunto. Al mirar con cierta
perspectiva estas tres etapas, se puede decir, en suma, que iniciamos bastante bien el camino, que
en medio aparecieron problemas importantes, seguramente no afrontados como
hubiera sido debido, y eso fue acumulando alguna que otra factura pendiente de
cobro. En el último tramo no sólo se ha
alterado el camino, sino que, en la opinión de bastantes sectores, se han redefinido sus destinos. Existen
dudas más que razonables acerca de que, en lugar de avances en la educación del
país, de ese modo se esté abriendo un período de retrocesos. Construir algunos
avances en educación, incluso cuando son modestos, lleva su tiempo; derribarlos
cuesta bastante menos.
1.3.2 El panorama de América Latina y el Caribe.-
En los
países latinoamericanos también se han identificado tres generaciones de
reformas, tal como lo hacen, por ejemplo, Reimers (2000) y Martinic (2001). La
primera correspondería a los ochenta, la segunda a los noventa, y entre los
años finales de esa década y la actualidad podría hablarse de la tercera.
Como
indicamos antes, las reformas latinoamericanas de los ochenta estuvieron
marcadas, de una parte, por el retorno de la democracia y, de otra, como no
podía ser de otra manera, por el incremento de la demanda social de educación.
Eso supuso, como veremos en el segundo punto,
un ascenso considerable de las tasas brutas de escolarización, sobre
todo en la educación primaria, y también en la secundaria. No se puede pasar
por alto, como también se indicó más arriba, que las políticas sociales y
educativas adoptadas estuvieron enmarcadas y condicionadas por el denominado
consenso de Washington. Además de la consiguiente inversión externa e interna,
eso supuso una reducción del aparato público de la administración, la
disminución o redistribución de recursos financieros según criterios
liberalizadores, el retraimiento de las políticas públicas. Un caldo de cultivo
en el que crecieron, seguramente, lamentables
contradicciones entre los compromisos formales oficialmente declarados de
mejora del acceso y la cobertura, impulso de la calidad y equidad,
especialmente de la educación básica, y el curso efectivo de los
acontecimientos. La adopción de esquemas de política neoliberal, prácticamente
generalizados en la región si se exceptúan casos particulares como el de Cuba,
supuso una cierta atenuación de inercias burocráticas heredadas, pero también
la multiplicación de centros de poder con la consiguiente descoordinación y sus
efectos amplificadores de las fracturas de la desigualdad. En su conjunto, se
adoptaron diferentes medidas destinadas a recomponer los vínculos y compromisos
de los sistemas educativos con el exterior (gobierno, sociedad, familias,
sectores privados), y, al mismo tiempo, se tomaron iniciativas relacionadas con
la cobertura, cambios del currículo, impulso de algunas políticas de
compensación educativa, e inicio de planes de mejora de la formación docente y
sus retribuciones.
Parece
que fue en los noventa cuando, al socaire de los pactos de concertación
nacional antes mencionados en diferentes países, refrendados e impulsados por
las sucesivas reuniones de los Ministros Iberoamericanos de Educación y
diferentes organismos internacionales,
se fueron concretando Informes Nacionales, Marcos legislativos de reformas y
Estrategias de concertación en la casi totalidad de los países de la región
(Gajardo, 1999). Cabe enunciar como algunas muestras representativas el Pacto
Federal Educativo en Argentina (1993) bajo los auspicios de la “educación
argentina en la sociedad del conocimiento”; la Ley General de Educación de
Colombia (1994), con el lema de Colombia: al filo de la oportunidad; en Chile
(1994), la LOCE (estatuto docente, ampliación de jornada escolar y reforma del
currículo), liderada por la Comisión Nacional de Modernización de la Educación
y el eje de La educación en Chile de cara al siglo XXI; en la República Dominicana la Nueva Ley
General de Educación (1992), patrocinada por la Secretaría de Educación, la
Asociación de Profesores y Empresarios sobre la base de una consulta nacional y
acuerdos institucionales, o en México, por finalizar aquí una relación que
podría ser más amplia, la Ley General de Educación (1993), que se diseño sobre
el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica entre el
Gobierno Federal y los Gobiernos Estatales, componiendo el Programa de
Desarrollo Educativo 1995-2000.
Tres
proyectos internacionales como han sido el Proyecto
Principal de Educación (PPE), impulsado y coordinado por la UNESCO y
centrado en el acceso universal a la educación en primaria, la eliminación del
analfabetismo y la mejora de la calidad y equidad educativa; la Educación para Todos, inspirado en los
acuerdos de Jomtien (1990), con el respaldo
y seguimiento de la misma UNESCO, UNICEF, PNUD y Banco Mundial, que
sigue desarrollándose sobre las mismas prioridades que el anterior y, además,
pretende ampliar la cobertura y calidad de la educación secundaria y
universitaria, con una perspectiva temporal del 2015, y el Plan de Acceso a la Educación para el año 2010, concertado en la
cumbre de Miami (1994), han propiciado un abanico considerable de reformas. En el Anexo I hemos recogido
una relación de las mismas de acuerdo con Gajardo (1999) y Torres (2000).
Los
focos de las políticas de reforma y las estrategias adoptadas han sido
básicamente similares a los nuestros. Así lo considera Carnoy (2001), o Tedesco
(1994), quienes consideran que los cambios acometidos se han proyectado sobre
las estructuras y condiciones de acceso a la educación, la reforma del
currículo, el impulso de diversas iniciativas innovadoras (Escuela Nueva en
Colombia, plan de las 900 Escuelas de Chile, entre otros muchos), formación y
condiciones de trabajo del profesorado, descentralización de la educación y
establecimiento de nuevas alianzas con sectores empresariales, iniciativas
privadas, el impulso de políticas de seguimiento y evaluación de la educación
(es ilustrativo en este sentido el Laboratorio Iberoamericano de Educación), la
adopción de esquemas de responsabilidad y rendición de cuentas por parte de los
centros y el profesorado, donde, en ciertos países, se establecen hasta medidas
de pago por desempeño docente.
Los
balances que se pueden encontrar en diversas fuentes sobre estas dos décadas de
reformas latinoamericanas no son siempre coincidentes. Los hay que ponen más el
acento sobre los esfuerzos considerables que se han hecho dentro de muchos
países por impulsar una educación mejor y más equitativa, sobre todo con la
ayuda internacional más “humanitaria”, aunque los resultados todavía son
reducidos (UNESCO-Oreal, 2000). Los hay, asimismo, que, sin cuestionar una
apreciación como esa, ofrecen una valoración más amplia y menos indulgente.
Entre las denuncias más extendidas, se encuentran las que apuntan hacia la
lamentable confluencia entre los aparatos de las respectivas administraciones,
donde las corruptelas o el corporativismo no han estado ausentes, y la aplicación despiadada del modelo neoliberal,
impuesto principalmente por el Banco Mundial o el BID. Tanto es así que, por
ejemplo, Reimers (2002) valora la década de los ochenta no sólo como una etapa
perdida, sino también como un tiempo en el que se difuminaron las “ideas
públicas” sobre la educación, al margen de que en las alturas se enunciaran
excelsas declaraciones de principio. Los sistemas escolares, como también
apunta Martinic (2001), fueron sometidos a un nuevo esquema de relaciones con
el exterior (gobiernos, organismos internacionales, etc), y eso dejó las
primeras huellas de una descentralización ambigua, tal como sugeríamos más
arriba. Las reformas de los noventa centraron la atención preferente sobre el
diseño interno de la educación (con una mezcla de políticas de calidad y
equidad nada fáciles de conciliar, especialmente en aquellas latitudes, y una
obsesión con el incremento de las
responsabilización de los centros, racionalización y rendición de
cuentas), lo que habría significado, hechas algunas excepciones de proyectos o
experiencias aislados, una “popurrí” de ideas y políticas muy considerable
(Reimers, 2002). La transición al nuevo siglo, dejando al lado el valor
indudable de algunos de los proyectos como los mencionados más arriba, está
suponiendo incluso una profundización en la agenda neoliberal. Se aprecia no
cierta nitidez en situar el foco sobre
el interior de las instituciones y la profesión docente, lo que parece difícil de armonizar con la
persistencia de un modelo de desarrollo que es social y educativamente
explosivo, incapaz de resolver problemas tan de fondo como los afectan al
deterioro creciente que se está dando en el desempleo, la pobreza, la situación
crítica de amplios sectores de la infancia, la inseguridad o la
desestructuración de las familias de las clases más marginales y desfavorecidas.
Informes sobre inequidad como el elaborado por Biblioteca Digital de la
Iniciativa Iberoamericana de Capital Social, Etica y Desarrollo, Klinsberg
(2002), o Universidad de los Trabajadores de América Latina Emilio Masperó
(2003) dibujan un panorama que puede ser considerado hasta inquietante. Nos
haremos eco de algunos de sus datos algo más adelante.
En
síntesis, es innegable que en el período que estamos analizando se han
producido múltiples cambios aquí y allá. Diversas reformas escolares y
educativas se han hecho eco de los mismos, habiendo asumido la pretensión de
retocar, en algunos casos sustantivamente, tanto el acceso a la educación como
la provisión de la misma. Se han retocado estructuras escolares, los contenidos
y métodos del currículo y la enseñanza, diversos aspectos de la condición y el
trabajo docente, y se han dispuesto nuevos y más recursos humanos y materiales
para ofrecer más y mejor educación, prestando, además, una atención digna de
mención a las minorías y grupos más desheredados social y culturalmente
hablando. Además de todo eso, de unas u otras maneras, se han alterado de forma
importante los esquemas de gobierno y gestión de los sistemas y las
instituciones. El equilibrio de fuerzas sobre el que se ha asentado esta
especie de “reconversión” de los sistemas escolares y la educación es sumamente
complejo y difícil de mantener. En realidad, aunque son legítimos los
propósitos de reducir las burocracias educativas, aumentar la participación y
la democratización de los sistemas e instituciones, estos buenos objetivos
tienden a quedar cercenados por el predominio de una lógica económica y
eficientista creciente, en la que la excelencia de oasis particulares, la
liberalización y privatización de la educación, están primando sobre la equidad
y justicia social y educativa. Tanto los países latinoamericanos como nosotros
partíamos de una historia algo diferente. Allá, el Estado del Bienestar en
materia educativa casi había hecho acto de presencia, aunque formalmente se lo
proclamara como inspirador de las políticas y, a estas alturas, pueda
constituir hasta un objeto de añoranza. Aquí, desde luego una parte importante
de esos elementos nos era del todo ajena por los largos años de la dictadura.
Sólo en su última etapa se empezó a crear algunas condiciones para la
universalización de la educación primaria y su progresiva extensión a otros
niveles escolares. Allá, la entrada en las reformas del último quinto del siglo
quedó en manos de fuertes dependencias externas en lo económico, bajo los efectos
implacables del nuevo (des)orden
mundial. Es muy dudoso que para aquellos males fueran los más idóneos tales
remedios. La nuestra, que tuvo unos primeros años de expansión educativa muy
notable (algo más de una década), orientada además por una política social y
educativa de corte social demócrata, no fue capaz de resistir la envestida,
desde mediados de los noventa, de la “obligada convergencia” con el credo
conservador y al tiempo neoliberal. En qué se puedan apreciar los efectos de
unas y otras reformas, es una buena cuestión.
Ofreceremos al respecto algunos indicadores en el punto siguiente.
2.1 Qué han dado de sí las reformas escolares de las dos
últimas décadas: una muestra de indicadores.
Para hacer balances de las reformas
escolares, sólo podemos fiarnos parcialmente de sus intenciones y propósitos
declarados. Es común a estas alturas afirmar que están saturadas de retóricas y
de incongruencias, tal como, en nuestro caso, han analizado recientemente
(Rodríguez Diéguez, 2001; Bolívar y Rodríguez Diéguez, 2003). Cuando toman
decisiones de carácter estructural, no siempre existe congruencia entre las
mismas y los buenos principios a los que presuntamente obedecen. Además, los
cambios estructurales que puedan ser valorados como positivos, democráticos,
tendentes a universalizar y democratizar la educación, no son suficientes a
menos que vayan acompañados de las
transformaciones culturales que son precisas para mejorar efectiva y
equitativamente la educación de un país (Escudero, 2002).
Son múltiples los indicadores de los
que habría que dar cuenta para elaborar un juicio empíricamente fundamentado.
Y, además, es evidente que también procede evitar cualquier comparación lineal,
pues, como hemos visto, nuestras reformas y las latinoamericanas surgieron, se diseñaron y desarrollaron en
contextos diferentes, en condiciones dispares y con la compañía de fuerzas
también distintas. Sobre el tema de los
indicadores existe, desde hace algunos años, el debate correspondiente, así
como advertencias sensatas acerca de la interpretación de uno y otros (Carnoy,
2001). Algunos estudios de amplio espectro como el de UNESCO-OREAL (2000) han
utilizado un marco conceptual en el que identifican diferentes dimensiones:
desde las relativas a los contextos sociales, económicos y demográficos de los
países, hasta las que conciernen a la inversión en recursos materiales y
humanos, o desde las que recogen diversas características de los sistemas
escolares (acceso, cobertura y participación; funcionamiento y eficiencia interna;
equidad en las oportunidades educativas), hasta las que, en términos de
resultados, incluyen los logros académicos y el impacto social de la educación.
Son conocidos, asimismo, los sucesivos informes panorámicos y comparativos que la OECD viene ofreciendo
-puede verse concretamente el último
(OECD, 2003)- donde se recoge y
estudia comparativamente una selección de países cuyos sistemas escolares son
fotografiados respecto a una amplia serie de indicadores.
Por
comprensibles limitaciones de espacio, en este caso la muestra de indicadores y
datos habrá de ser reducida y selectiva. Nos limitaremos a recoger algunas
cifras relacionadas con estos tres aspectos: en primer lugar, la cobertura, el
acceso y las tasas de escolarización, en segundo término el rendimiento
escolar, y, en tercero, la educación compensatoria, pues suele ser una de las
puntas de lanza a favor de las políticas de equidad. Tomando cada una de ellas
como referencia, estableceremos algunos enlaces, más bien episódicos, con otros
elementos que puedan facilitar una comprensión mejor del devenir y los
resultados de las reformas que nos ocupan. Ya que no es nuestro propósito
entrar en comparaciones directas que serían indebidas, en primer lugar
presentaremos algunos datos pertenecientes al sistema educativo español, y
después ofreceremos los de los países
latinoamericanos. Para descargar el texto de un exceso de tablas o gráficas,
intercalaremos tan sólo algunas de ellas, y remitiremos al Anexo II en el que
hemos recogido otras que pueden ser de
interés.
2.1 Algunos de los indicadores de las reformas
españolas.-.
Tasas de
escolarización.-
Contemplando
este indicador en un determinado período de reformas, se puede responder con
cierta precisión a la cuestión de hasta qué punto los sistemas escolares han
satisfecho o no la pretensión de una escolarización más o menos universal, en
qué tramos del sistema y con qué grado de participación de las diferentes
clases sociales, grupos y sujetos. Observando algunos de los datos disponibles sobre
nuestro caso, es manifiesto que los esfuerzos y logros alcanzados desde la
década de los ochen ta, e incluso algo antes, son muy dignos de mención y
valoración positiva. En efecto, si observamos la figura nº 1 que se recoge a
continuación, podemos apreciar algunas cifras ilustrativas.
Figura, nº 1. Fuente: MEC, 2002
Según la
gráfica anterior, durante los años indicados se consolidó la escolarización
universal entre los cuatro años y algo más de los catorce, concretamente en el
curso 1995-96. En realidad, esa era una cota prácticamente alcanzada ya desde
1987-88. A mediados de los noventa, la escolarización de sujetos de quince años
alcanzó el 90%, y la de dieciséis se situaba en torno al 80%, mientras que los
niños y niñas de tres años contaban con una tasa del 60%. Y, si comparamos
estos índices con otros anteriores, en concreto del curso 1975-76 (ver la tabla
que se adjunta en el Anexo II), que es precisamente el año de la transición
democrática, el acceso y años de escolarización se fue extendiendo tanto hacia
arriba como hacia abajo. Entonces, tras la LGE (1970) se había logrado una
cobertura del 100% para el intervalo que iba desde los seis a los doce años.
Los referidos Pactos de la Moncloa y
las reformas sucesivas de los ochenta ampliaron, en efecto, la cobertura. Si
completamos, a su vez, datos de años
posteriores, entre 1993-94 y el 2002-03 (estimado este último), se puede
constar que se ha seguido una tendencia que ha provisto escolarización
universal desde los tres años de edad hasta el intervalo catorce-dieciocho, en
este caso sobre la cota del 90%, si se suman la educación secundaria y la
formación profesional. Durante ese
período de tiempo fue cuando la inversión en educación fue más alta, logrando
su nivel más elevado en 1993, donde se alcanzó el porcentaje del 6% sobre el
PIB. A partir de ese momento, como se puede observar en OECD (2003), la tasa de
inversión ha ido disminuyendo, estando ahora por debajo de la media de los
países respecto a los que dicho informe ofrece documentación. Alrededor de las décadas que nos ocupan,
también el salario del profesorado experimentó un incremento digno de mención.
En otra tabla que también puede observarse en el Anexo II, se observa un incremento muy notable desde 1965 hasta
1993. Entonces, todavía en plena dictadura, el salario de distintas categorías
docentes estaba por debajo del PIB por habitante, mientras que a principios de
los noventa, en plena fase de expansión del sistema y aplicación de las
reformas, el sueldo de los maestros suponía un 211.5% superior a la misma
referencia anterior, el del profesorado de formación profesional un 248.8%, y
el de catedráticos de secundaria casi un 300%
Las
grandes cifras ocultan siempre matices concretos que pueden ser relevantes en
relación con ciertos criterios. De modo que la universalización de la
educación, aún cuando en términos generales pareciera plenamente lograda, no ha
seguido un tempo similar en los distintos territorios, Comunidades Autónomas
por ejemplo, ni tampoco acoge por igual a todos los estudiantes, sea cual fuere
su clase social y familiar de pertenencia. El último informe del Consejo
Escolar del Estado, por ejemplo, llama la atención a Andalucía y Ceuta sobre
sus bajas tasas de escolarización en educación infantil, plenamente logradas,
incluso hace años, en otras Comunidades del país que alcanzaron ese objetivo
incluso hace ya algunos años. Y, desde luego, hay datos que siguen poniendo de
manifiesto que la presencia en los diferentes tramos del sistema educativo,
desde la educación infantil hasta la universitaria, está desigualmente
distribuida según la clase social. En una tabla adjunta, también en el Anexo al
que venimos remitiendo, pueden verse cifras ilustrativas sobre el particular.
Así y todo, nuestros avances en materia de acceso han sido realmente
apreciables, y de ello hemos de dejar constancia. Cualquiera puede objetar que
los indicadores contemplados sólo permiten hablar de cantidad de
escolarización. Es cierto. También lo es, no obstante, que una cosa es que no
darse por satisfechos con el acceso y permanencia, y otra, bien diferente,
despreciar o minimizar un indicador como éste. Aunque no sea suficiente como
muestra de participación efectiva en una buena educación, es imprescindible
para poder lograrla.
Los rendimientos escolares.
Un foco
sobre el que hay que poner la atención para no quedarse tan sólo en el acceso y
cantidad de educación es el que se refiere a los logros académicos de los
estudiantes. Son una muestra, en definitiva, de la participación en la
educación, de las oportunidades traducidas en aprendizajes, de la eficacia del
sistema y, de modo indirecto, también de su eficiencia. Sus manifestaciones más
negativas son los índices de fracaso, de abandono, la no obtención de la
titulación en la edad teórica correspondiente, que está estrechamente asociado
con porcentajes de repetición. Cada uno de estos aspectos requeriría
aclaraciones y alguna discusión, pero eso nos desviarían ahora del tema central
de este apartado. Dada, a su vez, la
proliferación de datos al respecto, nos limitaremos a seleccionar algunos que
pueden resultar ilustrativos.
En
relación con los cursos quinto y sexto de la EGB y Educación Primaria,
comparando la repetición en la serie 1987/88, 1991/92 y 1995/96, se puede
apreciar la existencia de dientes de sierra en esos años, con un nivel en torno
al 7% en el primero de ellos, una subida hasta el 17% en el segundo de la
serie, y un descenso alrededor del 5%
en el último (ver tabla correspondientes del Anexo). Curiosamente es el curso
1991-92, uno de los primeros de la implantación de la LOGSE, aunque todavía no
en esos cursos, cuanto la punta de la repetición se eleva sensiblemente, cayendo
cuatro años más tarde hasta el nivel más bajo. El dato puede ser objeto de
diversas interpretaciones. Alguna de ellas podría apuntar a que, en tiempos de
reformas parciales de ciertos tramos de la escolaridad, pueden generarse
efectos colaterales y no deseables sobre otros que todavía no están siendo
modificados, aún cuando su
funcionamiento ya lo estaría exigiendo (ver sobre el particular Carnoy, 2001).
Algo
parecido podría significar la gráfica que recoge los índices de abandono en la
Formación Profesional según la edad de los estudiantes, desde los quince a los
diecinueve, y tomando como referencias los cursos 1985 y 1995: primero se
aprecian índices más bajos, en medio de la serie, un incremento, y al final un
descenso apreciable, tal como revela la gráfica que recoge estos datos en el
mismo Anexo II.) Parecería como que durante los tiempos de aplicación de una
reforma se dan desajustes en los sistemas que, a medida que éstos las van
digiriendo, tienden a reducirse, al menos en indicadores como éstos.
Pero,
acercándonos a fechas más recientes cuyos datos permiten una mejor perspectiva,
se pueden observar otros como los que se proponen en la tabla siguiente (figura
nº 2). Se refieren a una serie comparativa de los cursos 1994/95 y 1999/2000, e informan de dos momentos
cruciales de la escolaridad obligatoria. Se han elaborado sintéticamente a
partir de las cifras ofrecidas por el MEC (2002) , e indican los porcentajes de
estudiantes que en cada uno de esos cursos terminan la escolaridad en la edad
que teóricamente les correspondería.
Figura, nº 2: Elaboración propia a partir de Fuente MEC,
2002
Entre el
año inicial de referencia y el más actual, el porcentaje nacional medio de estudiantes que terminan la educación
primaria a la edad de doce años ha pasado del 79.7% al 87.5%, prácticamente ocho puntos por encima
que lo que ocurría a mediados de los noventa. Cabría deducir que el sistema, en
ese tramo, ha mejorado su funcionamiento y eficacia, aunque todavía existe un
trecho nada despreciable si tomamos en cuenta el lugar y la significación que
el final de esa etapa tiene tanto en sí misma como para la siguiente. Hay que
atender, a su vez, al dato que habla de
la existencia de diferencias al respecto según Comunidades Autónomas. En el
extremo superior se encuentra Navarra
(92.1%), casi cinco punto por encima de la media nacional, mientras en el nivel más bajo se halla
Canarias (80.7), que casi está a ocho por debajo de la misma. Una distancia,
desde luego, notable. El dato bruto exigiría incorporar y valorar los
respectivos puntos de partida, pero es significativo a efectos de lo que aquí
nos interesa. Contamos desde hace años con más educación universal, pero los
logros deseables no se alcanzaban en esa fecha satisfactoriamente, y las
diferencias según territorios eran acusadas, ya en ese año de la
escolaridad. Si nos fijamos, a su vez,
en las cifras relacionadas con la ESO,
concretamente el porcentaje de alumnos que a los quince años está en
cuarto, que sería el curso teórico que por edad les correspondería, los índices
que aparecen invitan a un análisis
todavía más matizado en relación con lo que ha supuesto la ampliación de la escolaridad obligatoria.
Marchesi (2003), al analizar y
valorar datos también del MEC referidos al año 1999, cifra en el 76.4% el
porcentaje de estudiantes que alcanzan los objetivos de la educación
obligatoria. Al compararlos con los que terminaban 2º de BUP y 2º de la
Formación Profesional de 1989, que serían el nivel equiparable, concluye que el
fracaso ha pasado del 37% al 23.6% en el período de diez años, y estima que,
siguiendo esa tendencia, estaría en torno al 21% para el 2002. Pero, si
prestamos atención a los datos aquí recogidos de la misma fuente oficial, en
este caso relacionados con la “escolarización regular” y no sólo con el
porcentaje de los que se titulan (que pueden hacerlo por varías vías
enjuiciables desde diversos puntos de vista y cada uno con distinto valor, caso
por ejemplo de los programas de diversificación curricular), la imagen es menos
positiva. En efecto, la media nacional, según nuestra tabla, se sitúa en el
63.9%, lo que hace deducir que el 36.1% de los estudiantes se hallan en una
situación que puede ser de repetición, abandono o derivación hacia alguna de
las medidas contempladas para atender extraordinariamente la diversidad (por
ejemplo Programas de Garantía Social, y quizás en algunos extremos, hasta los
Programas de Diversificación Curricular). Es verdad que estas medidas suponen
opciones teórica y prácticamente valiosas en muchos casos. En realidad, sin
embargo, no dejan de representar un síntoma, por lo menos controvertido, del
funcionamiento interno del sistema en el tramo educativo al que se refieren
(Escudero, 2003a).
Como
también aparece en la tabla que se comenta, el 14.5% de ese desfase sería
atribuible al recorrido de los sujetos por la Educación Primaria, al que
añadiría por su parte la ESO el 21.6%
restante. Y, como también se indica en la misma tabla, la situación es
diferente en el caso de Navarra (72.2%) de alumnos que están en el curso
teórico correspondiente, y Canarias, donde sólo estarían en el mismo nivel un
58.0%. Todavía muchos más bajos son los porcentajes de Ceuta (50.1%) y Melilla
(43.5%). En estas dos últimas comunidades, como es bien conocido, la diversidad
cultural dentro de los centros y cursos es muy elevada, con una presencia de
alumnos de cultura magrebí muy elevada, y unos porcentajes altos en los
programas de compensación. De manera que, seguramente, nuestro sistema
educativo incluso ha mejorado en relación con el pasado reciente las tasas de
circulación regular y titulación en el tramo de la educación obligatoria, sobre
todo al ser ampliado, pero todavía muestra índices realmente insatisfactorios,
sobre todo en la ESO. En esta etapa, otras cifras menos oficiales sobre
titulación, pero más pegadas a casos y centros concretos, están resultando
todavía más elevadas, tal como revelan algunos estudios en curso que estamos
acometiendo en la Comunidad murciana y otras del territorio nacional.
A lo largo de esas décadas, especialmente en
la de los noventa, se han ido recabando y elaborando diversos datos sobre el
rendimiento, tanto de la Educación Primaria como del Bachillerato, nacionales,
por parte del INCE principalmente, y otros que han aparecido en estudios
internacionales, entre los que destaca PISA (2001). No podemos entrar en
detalles al respecto, pero se pueden apuntar algunas apreciaciones que dirigen
la atención, en primer lugar, sobre el hecho de que el rendimiento de los
alumnos de primaria, tal como puso de manifiesto la evaluación del INCE (1999)
sobre el particular, indican que el rendimiento ha ido mejorando respecto a
1995, tanto en conocimiento del medio, como en lengua y literatura castellana y
matemáticas. En el Informe PISA (2001) nuestros resultados quedan en todas las
materias (lengua, matemáticas y ciencias) por debajo de la media de los países
comparados, pero, al mismo tiempo, por encima de otros países cuyo nivel de
desarrollo social, económico y educativo es superior al nuestro. Tiana (2002),
por ejemplo, ha esgrimido estos datos para poner de manifiesto que el curso de
las reformas hasta la LOCE no iba tan desencaminado como los promotores de ésta
han tratado de enarbolar, o, al menos, no en los términos aducidos, a los que
imputa un manifiesto sesgo ideológico. En concreto, el argumento tan esgrimido
según el cual el sistema LOGSE era excesivamente complaciente con la “pedagogía
del no esfuerzo”, y que eso se traducía en todo tipo de promociones faltas de
fundamento y rigor, se aviene mal con algunos indicadores como los que se puede
observar en una tabla (figura nº 3) como la que adjuntamos, referida a la
repetición en educación secundaria entre 1987/88 y 1995/96.
Figura nº 3
Como
puede verse, tanto en la formación profesional como en el bachillerato experimental
y las enseñanzas medias reformadas, se experimentó un incremento muy acusado de
los índices de repetición. En todo caso, además de las diversas explicaciones
que cabría esgrimir, es bastante menor que el que, en esos mismos años, se
podía apreciar en el antiguo BUP y COU. A su vez, si se observa otra tabla
sobre tasas de abandono en BUP entre los años 1985 y 1995 (ver también en el
Anexo II), se puede apreciar que el movimiento de reformas que estaba
ocurriendo en el sistema podría tener alguna parte de responsabilidad en el
descenso paulatino de los índices a que nos estamos refiriendo: el índice de
abandono, que suponía un 30% acumulado en los distintos cursos de 1985/86, fue
descendiendo hasta alrededor del 20% en los años sucesivos hasta el último
curso referido.
A mi
entender, por lo tanto, el rendimiento de nuestro sistema durante esos años no
era peor que en épocas precedentes en esos niveles (en otro momento, Escudero
(2002) recogí algunas cifras de los años sesenta que eran escandalosas), aunque,
por supuesto, los niveles de repetición y de abandono estaban lejos de ser
satisfactorios. Y todavía menos si, como se pone de manifiesto en la Evaluación
de la Educación Secundaria del 2000 (MEC, 2002), se sigue observando que
nuestro sistema propicia logros diferentes según el nivel de estudios de los
padres (en matemáticas, por ejemplo, los sin estudio o primarios incompletos
obtienen un valor de 33, a siete puntos por debajo de la media (40), mientras
los de padres universitarios medios o superiores obtienen 47, precisamente
siete puntos por encima. Tema éste en el que abundan todo tipo de estudios
sobre el particular, incluido el de Marchesi (2003) que acabamos de citar.
Nuestro sistema escolar ha hecho esfuerzos más que notables en escolarización,
pero sigue arrastrando índices de “irregularidad” en las trayectorias de los
alumnos que pertenecen a los sectores más desfavorecidos. Por lo visto, no
tiene claro qué y cómo hacer para
contrapesar con mayor solvencia la influencia de factores correspondientes al
nivel social, laboral y cultural de las familias. Veremos con mayor claridad
todavía el grado en que lo que acabamos de indicar se apreciar en los Programas
de Garantía Social y su distribución social.
Algunas caras de las políticas compensatorias
La
compensación educativa ha ocupado, desde los sesenta, un lugar propio en las
políticas de reforma, para afrontar, justamente, las condiciones sociales,
culturales y personales desiguales con que los sujetos más desfavorecidos
acceden y permanecen, cuando lo hacen, en los sistemas escolares. En nuestro
país se desarrolló más tarde, sobre todo entre los ochenta y noventa (Grañeras
y otros, 1997), habiendo experimentado, a su vez, los vaivenes de las reformas
que han ido discurriendo en este período. En unos casos se han reducido,
mientras que en otros momentos parecen haberse convertido en una salida de
emergencia de la que puede haberse abusado en ocasiones. En la actualidad,
además de actuaciones particulares como las que van destinadas a aulas
hospitalarias o alumnos itinerantes, la población gitana e inmigrante concentra
su atención más específica. Aquí, entendiéndo la compensación en un sentido más
lato, nos va a servir para hacer referencia a algunos datos sobre analfabetismo
(oficialmente suele codificarse fuera de la categoría compensatoria y del
sistema regular), sobre programas como los de diversificación curricular y
garantía social, así como, desde luego, sobre la presencia de alumnos de
cultura gitana e inmigrantes en el sistema y su participación en la
educación.
La práctica reducción del
analfabetismo, al menos tal como es definido y computado en la fuente que se
cita en el pié de la gráfica siguiente, muestra los avances positivos logrados
en esta materia. (Véase la figura nº 4)
Figura 4
No cabe
duda de que éste es un indicador de mínimos en relación con la formación. Lo
que sucede es que, si contamos con la historia de la que venimos, representaba
una seria asignatura pendiente no hace muchos años. Si tomamos como referencia el intervalo 25-29 de edad, que al
filo de la transición podía tener entre cinco y nueve años, y por consiguiente
pudo beneficiarse de los primeros desarrollos de la LGE (1970), el índice de
analfabetismo se cifraba en torno al 2%, que ha ido descendiendo casi hasta
desaparecer en los intervalos inferiores. El dato, que tampoco es para tocar
campanas, resulta significativo, sin embargo, si se contempla, tal como aparece
en la gráfica, la distribución del analfabetismo a partir de los tramos
superiores a cuarenta años y más. Era impresionante, como puede verse en la
tabla, entre la población de mayores de cincuenta años. De modo que, quizás, no es tan importante el dato como muestra
del desarrollo educativo de la población española –el porcentaje de sujetos con
bachillerato es muy bajo en comparación con países de la OECD- sino como
expresión de los avances en un tema históricamente heredado como éste. Con toda
seguridad, el Plan de Educación de Personas Adultas, una de las medidas
iniciadas en la década de los ochenta, pudo representar una contribución
importante para ofrecerle, como se hizo, una respuesta bastante satisfactoria,
además, naturalmente, del incremento tan considerable que experimentaron
nuestras tasas de escolarización según vimos más arriba.
Merecen
una atención propia los referidos Programas de Diversificación Curricular, así
como, todavía más, los de Garantía Social. Vaya por delante, tal como manifesté
en otro momento (Escudero, 2002), que esta suerte de “segundas oportunidades”
no sólo dan muestras de una cierta flexibilidad del sistema, sino también el
intento de que bastantes alumnos, que no han logrado, o no se les ha propiciado,
un curso escolar “regular”, cuenten con otras opciones como éstas, cada una de
ellas, por lo demás, diferentes. También, como he sostenidos hace poco
(Escudero, 2003), el recurso a los mismos habla de políticas de hechos
consumados, siendo especialmente severo el caso de los de Garantía Social. Se
trata de acomodos “especiales” para sujetos desconectados de la corriente
principal, expuestos a diversas vulnerabilidades.
Si nos
fijamos en algunas de las cifras disponibles, podemos asentar sobre ellas algunas
apreciaciones más concretas. En lo que se refiere a los Programas de
Diversificación Curricular –una medida alternativa contemplada para aquellos
alumnos que en el segundo tramo de la ESO tienen dificultades de seguir el
currículo ordinario, pero que son valorados con capacidad y disposición de
lograr la titulación en la etapa- la tabla siguiente (figura nº 5) ofrece una
imagen de las cifras por Comunidades en el año 1995-96.)
Figura, nº 5
Se trata
de un programa de indudable interés, aunque sobre el mismo las cifras
actualizadas y pormenorizadas (porcentaje corriente de alumnos atendidos,
índices de titulación y su trayecto sucesivo por el sitema escolar) o son
inexistentes o muy difíciles de obtener. De hecho, en la página del MEC sobre
series estadísticas del 2002 no se encuentra información al respecto, así como
tampoco en los Informes más recientes del Consejo Escolar del Estado. En estudios
en fase de realización en la Comunidad de Murcia, por ejemplo, el porcentaje
medio de alumnos de diversificación por centros giraba, en el curso 2001/02,
alrededor del 10%.
Sobre
los Programas de Garantía Social, diseñados para acoger a los alumnos cuyas
trayectoria escolar es todavía menos satisfactoria y llegan a cierta edad sin
posibilidades estimadas de titularse, hay más información, que es digna de
atención. En la tabla que se ofrece (figura, nº 6) aparecen los datos
correspondientes a los cursos 1997/98, por Comunidades Autónomas.
Figura ,nº 6
Si la
suma total de alumnos de garantía social era la que figura en la tabla
anterior, los datos que ofrece el Ministerio correspondientes al curso
(estimado) 2002/2003 arroja una cifra que representa algo más del 300% repecto
al curso 97/98. Concretamente, 43.548 alumnos. Además, algunos datos locales
como los que recogí en Escudero (2002), o los que aparecen con carácter más
general Marchesi (2003) sobre la distribución de los que asisten a este
programa según el contexto socio-cultural, manifiestan una fuerte dependencia
del nivel más bajo de la población (71.8%), y 13.3% para el medio-bajo. Entre
los dos niveles superiores, medio alto y alto, suman un 14.9. Se trata, desde
luego, de una muestra de segundas oportunidades que, para muchos de ellos,
representarán la oportunidad de obtener algunos recursos formativos que facilitarán
su transición al mundo del trabajo. En caso contrario, su vulnerabilidad
social, laboral y personal sería, con toda seguridad, todavía más acusada.
También significa, por desgracia, un incremento impresionante de estudiantes en
los que concurren su pertenencia a los sectores sociales, económicos y
culturales más desfavorecidos (con la correspondiente merca del capital social
y cultural más valorado por la escuela) y la incapacidad del sistema para
garantizarlas el tipo de educación que por principio también a ellos les
correspondería en el momento oportuno. Un sistema que ha sido tan justo como el
nuestro en las entradas, y también en la permancia dentro del mismo con de la
totalidad de los sujetos en edad de escolarización obligatoria, parece que no
sabe, o no quiere, hacerles justicia en el tipo de educación y aprendizajes
que, de hecho, llegan a obtener.
Para
comentarios similares dan pié algunos de los datos disponibles en relación con
la población gitana, su escolarización y logros. En el gráfico siguiente puede
verse (figura nº 7).
Figura, nº 7
Esas
cifras, que persisten en ofrecernos una realidad perenne difícil del
alterar, son las que permiten
comprender, además, que los alumnos de cultura gitana sean quienes estén
llenando los programas propios de compensación. En la actualidad, y desde hace
algunos años, a ese colectivo hay que sumar el de los inmigrantes, tal como se
ofrece en otra tabla que se adjunta en el Anexo II.
En
relación, finalmente, con la población inmigrante, en el sistema español
abundan los datos que ponen de
manifiesto que a partir del curso 1991-92 su presencia en el sistema ha ido en
aumento. La tabla siguiente así lo documenta (figura nº 8).
Figura, nº 8
Es más,
en los años más cercanos a la actualidad, el ascenso de las cifran de alumnos
inmigrantes se ha ido duplicando y hasta triplicando, llegando, en el curso
corriente, nada menos que a la cifra de algo más de cuatrocientos mil. Un
estudio reciente sobre el problema, que ha sido elaborado por el Defensor del
Pueblo (2003), con datos referidos al curso 2001/02 pone de manifiesto, además
de otros muchos indicadores, su desigual distribución entre la educación
pública y la privada concertada. Según sus estimaciones, en la primera está
escolarizado algo más del 80%, mientras que en la segunda sólo lo hacen algo
menos del 20%. Y eso, sin computar el tipo de inmigración, su cultura y nivel
socioeconómico, habida cuenta de que un número de los alumnos incluidos bajo la
categoría de inmigrantes procede de la UE, con características sociales y
familiares extremadamente diferentes a las de otros colectivos.
Los
datos ofrecidos en este último apartado, en especial los relativos a la
garantía social, la población gitana y la inmigración, son más que suficientes
para sostener dos apreciaciones de signo bien diferente. Una, que el sistema
educativo español ha realizado esfuerzos dignos de consideración en lo que
atañe a la ampliación de la escolaridad y la oferta de una amplia cobertura a
toda la población, así como también mejoras apreciables en los aprendizajes de los
estudiantes, sobre todo si comparamos estas décadas con otras precedentes. Dos,
que a medida que nos hemos acercado a la actualidad, la mayor cantidad de
escolarización, e incluso los índices de calidad que también contamos con
ellos, no sólo no han sido suficientes para paliar factores socio-familiares y
culturales de ciertos colectivos de estudiantes, sino que se han ido
incrementando “salidas” de emergencia que invitan a la reflexión sobre a quiénes y de qué manera está
sirviendo nuestro sistema escolar. La presión de bolsas de “escolarización
irregular”, que también afecta a alumnos de la misma cultura mayoritaria, la
persistencia del problema de los que pertenecen a la cultura gitana, y el
multiculturalismo emergente que corresponde en particular a la inmigración más
desfavorecida y forzosa, plantean muchos interrogantes sobre el presente y el
futuro de la reforma en curso, la LOCE. Haremos algún comentario adicional
antes de terminar.
2.2 Algunos indicadores de la Educación en América Latina
y el Caribe.
Sin que
esto suponga pasar por alto las peculiaridades ya reconocidas, seguiremos un
esquema similar para ofrecer algunos de los indicadores sobre los que queremos
llamar la atención.
Tasas de escolaridad.-
Como se
puede observar en la tabla siguiente (figura, nº 9), las tasas de
escolarización, especialmente en primaria, han mejorado sensiblemente, en
concreto durante las dos décadas que nos ocupan. Son, sin embargo, bastante más
bajas en la educación secundaria y terciaria, aún a finales de los noventa.
Figura
nº 9
El
aumento porcentual desde los sesenta y setenta fue apreciable -se venía de
tasas muy bajas de los cincuenta -llegando en los ochenta y noventa a los
niveles más altos. En la actualidad, merced a que, en efecto, se ha incremento
la inversión y la cobertura, el acceso es prácticamente universal, tal como se
sostiene en fuentes autorizadas de la región (Gajardo, 1999; UNESCO Oreal,
2000; Klinsber, 2003). Al mismo tiempos se reconoce, sin embargo, que en este
caso sí que el mero acceso no representa un indicador válido de la pretendida
universalización de la educación en la región.
De modo que, si se analiza el número de años que por término medio
permanecen en la escolaridad los alumnos de diferentes países, la imagen
resultante es mucho menos positiva que lo que la apreciación anterior podría
dar a entender. Así se muestra en la tabla siguiente (figura nº 10).
Figura nº 10
Podemos precisar algo más esa realidad al considerar otros datos
que relacionan el porcentaje de sujetos entre 20 y 24 años que han logrado nueve
y doce años de escolaridad en relación con el nivel educativo
de sus padres, tal como aparece en la tabla siguiente (figura nº 11).
FUENTE: CEPAL (1997) Panorama Social de
América Latina.
Figura, nº 11
Aunque en los noventa se han incrementado los porcentajes de una
escolarización de nueve y doce años, las diferencias son muy notables entre las
áreas urbanas y rurales –éstas con tasas realmente bajas – así como en razón
del nivel educativo de los padres. Aquellos sujetos cuyos padres cuentan con
trece o más años de estudio tienen, en relación con nueve años de escolaridad,
más del doble que si sus progenitores tan sólo
tuvieron entre cero y cinco años en los ochenta; en la década siguiente,
persisten treinta puntos de diferencia.
Si se observa la fila correspondiente a doce años de escolaridad, la fractura
de la desigualdad todavía es mayor según la misma variable de años de estudio
del padre. En los noventa, las diferencias, como se puede observar, alcanzaban
casi los sesenta puntos.
A partir de datos como esos y
otros similares, distintos analistas latinoamericanos (Reimers, 2000; 2002;
Puiggrós, 1999; Rivero, 1999; Klinsber, 2002) sostienen reiteradamente que, a
pesar de avances notables en el acceso a la educación primaria, el transcurso y
el destino de los alumnos está muy
condicionado por factores geográficos relativos a los diferentes países y dentro
de los mismos (población urbana y rural), así como por los niveles de recursos
y el capital cultural de las familias. Las prioridades educativas de la
universalización y equidad, reconocidas y propuestas por las políticas de
reforma acometidas, coexisten con una realidad en la que las oportunidades
educativas parecen muy desiguales. A fin de cuentas, lo que sucede es que la
educación discurre de hecho por una
doble red pública y privada, e, incluso dentro de ésta última, cabría
identificar, por lo menos, una tercera,
que es la sustentada sobre lo rural. Se puede observar lo que decimos en
diferentes indicadores. El número de horas anuales, por ejemplo, es uno que
resulta indicativo. Como se recoge en la Biblioteca Digital de la Iniciativa
Interamericana de Capital Social, Etica y Desarrollo (IICSED), mientras en la privada se ofrecen, por
término medio, 1200 horas anuales, en la pública urbana se reducen, también en
promedio, a unas 800, y, en las escuelas rurales, a 400 horas. Asimismo, según
la misma fuente, aunque el salario docente experimentó algunas mejoras en las
décadas referidas, persisten diferencias sustantivas entre el de un maestro o
profesor que trabaje en la privada o en la pública. El primeo puede llegar a
ganar hasta cinco o diez veces más que el segundo. El profesorado recibe un
salario que, si se exceptúa el caso
cubano por razones de todos conocidas, es inferior al percibido por
profesionales técnicos de un nivel equiparable de formación, lo que incide en
que los jóvenes que optan por la profesión sean lo que, en términos generales,
cuentas con los expedientes más bajos entre los que aspiran a la enseñanza
terciaria, y eso afecta negativamente su preparación docente (Reimers, 2000).
Así, en algunos países citados a título ilustrativo por el mismo autor,
porcentajes importantes de docentes no cuentan con la titulación requerida por
ley: un 46% en Bolivia, un 30% en Brasil, un 10% en Colombia, un 40% en
Paraguay, o un 26% en Perú.
Aunque la entrada en el sistema
educativo y la estancia dentro del mismo durante algunos años iniciales parece
una meta prácticamente conseguida, el trayecto que siguen los alumnos por
dentro del mismo (también fuera) es muy desigual. Se pueden identificar, en
realidad, dos circuitos de escolaridad bien diferenciados como se denuncia en
el Documento antes referido de la IICSED. Uno de ellos está construido sobre
una vinculación muy estrecha entre los sectores sociales con más recursos, las
familias de mayor capital cultural y el acceso a centros de una aceptable
calidad, incluso de excelencia. El otro, que corresponde fundamentalmente a la
enseñanza pública, sufre severas restricciones de recursos y materiales
pedagógicos, equipamientos e infraestructuras, problemas relativos al salario y
preparación docente, así como a la
duplicidad de las jornadas laborales, y, como decíamos más arriba,
ofrece un número de horas anuales de clase significativamente menores, además
de un absentismo que afecta, sobre todo
en zonas rurales, tanto al profesorado como a los niños (Klinsberg, 2002). No
es de extrañar, por todo ello, que la educación esté perdiendo muchas de sus
posibilidades para contribuir a la movilidad y el desarrollo social, pues son
muy fuertes las condiciones sociales y económicas de desigualdad y pobreza que
la siguen atenazando, y contribuyendo a que, por ese círculo vicioso tan
ampliamente documentado, la escuela sea un reflejo casi fatal de un patrón de
fuertes desigualdades sociales y económicas, al mismo tiempo que contribuye a
mantenerlas y reproducirlas. Aunque cargadas de buenos propósitos y prioridades,
las reformas de estas décadas han convertido los imperativos del Consenso de
Washington y la ideología neoliberal en estructuras y circuitos escolares que,
en relación con los temas señalados,
agravan algunos de los problemas heredados de las décadas precedentes
(Puiggrós, 1999; Rivero, 1999; Reimers, 2000; 2002).
Los rendimientos escolares.
La
presentación de algunos datos relativos a los logros académicos de los
estudiantes nos puede permitir una idea todavía más precisa de la incidencia
que una realidad como la que acabamos de describir tiene sobre la participación
efectiva en la educación, durante cuánto tiempo y con qué tipo de resultados.
La totalidad de las fuentes que venimos utilizando coinciden básicamente en una
apreciación de conjunto como ésta: los esfuerzos en inversión han sido
apreciables, y también el incremento de las tasas de acceso a la educación. A
partir de ahí, los niveles bajos de rendimiento, los índices altos de
repetición y abandono, y la dependencia de todo ello respecto a factores
geográficos como los citados y los niveles desiguales de renta y capital
cultural de las familias y clases sociales, conforman una realidad que no
permite concluir que las reformas emprendidas hayan contribuido, ni mucho
menos, a remediar los problemas tan bien identificados en los diagnósticos de
los primeros ochenta.
En los
estudios internacionales en lo que han participado algunos de los países de la
zona (TIMSS, 1992; en otros más específicos como el del BID, 1996, o la serie
de los realizados por la OECDE, además de otros propios de algunos de los
países cuyos sistemas han experimentado una política reformista más activa)
ponen de manifiesto, una y otra vez, que los niveles de aprendizaje son
comparativamente bajos. En concreto, el documento del IICSED ya citado recoge
datos que muestran que América Latina obtiene logros académicos que son más
bajos que los de otros países de desarrollo similar, tal como se puede apreciar
en la tabla siguiente (figura nº 12).
Figura, nº 12
Asimismo,
si atendemos a cuál es el curso escolar al que logran llegar los alumnos,
tomando en consideración además el nivel de ingreso de las familias, Reimers
(2000) nos ofrece una tabal como la siguiente que ha tomado de CEPAL. (figura
nº 13)
Figura, nº 13
Estos
datos revelan, una vez más, que a lo largo de los noventa se han ido logrando
mejoras en la permanencia y disfrute de la educación para todas las capas
sociales, pero que las marcas diferenciales atribuibles a la condición
geográfica de residencia y los niveles diferenciales de ingreso funcionan como
fuertes determinantes de los destinos escolares de los alumnos. Todavía se
puede apreciar con mayor claridad si recogemos algunas cifras disponibles en
las que además se comparan datos de rendimiento entre los centros públicos y
los privados. La gráfica siguiente está tomada de Franco (2002) (ver figura nº
14)
Figura, nº 14
Los
datos corresponden a una evaluación realizada en 1997 por el organismo que
aparece al pié de la gráfica en los países relacionados. Como puede apreciarse,
además, Cuba es el único país que se situaba por encima de los privados en
lenguaje, y con bastantes puntos de diferencia, aunque, junto con todos los demás
públicos, los rendimientos en matemáticas se encuentran por debajo. En ese
mismo sentido, la existencia del doble circuito (habría que hablar incluso de
un tercero o cuarto, como decíamos antes) se nota bien en alguno de los países
como Chile. En este país se han realizado reformas importantes, incluso
agresivas (Carnoy, 2001), en las décadas analizadas. Una vez más el documento
de IICSED nos suministra una referencia ilustrativa de algunos de sus efectos
(ver figura, nº 15)
Figura nº 15
Tanto en
matemáticas como en español, las diferencias entre las tres redes allí
conformadas son apreciables, y pueden interpretarse como el resultado de
políticas de liberalización, por más que como se aprecia en ciertos análisis
(Carnoy, 2001), al aplicarse esas medidas, los sectores más desfavorecidos se
han beneficiado más de la educación que antes. Lo que no se atreve a aventurar
es qué es lo que habría sucedido si se hubieran diseñado políticas menos
privatizadoras y se hubiera apostado con mayor decisión todavía por políticas
de equidad.
Tal como
indicamos en su momento, una de las características de este período se
refiere al incremento de las tasas de escolarización
que también han alcanzado a la educación secundaria, aunque en menor medida que
en primaria. Un breve vistazo a esta etapa y sus repercusiones para quienes
asisten a ella reitera el argumento fundamental que venimos comentando. Puede
verse en las tasas de titulación que logran alcanzar sus estudiantes según sean
o no pobres. (Ver figura nº 16)
Figura, nº 16
La
gráfica anterior está tomada de una fuente que venimos citando, IICSED, y
muestra con claridad que los alumnos procedentes de los sectores más
desfavorecidos que consiguen alcanzar el nivel de secundaria tienen tres veces
menos posibilidades de titularse que los demás. Y es que la pobreza sigue
impactando casi fatalmente sobre el fracaso, repeticiones y deserciones
escolares, tal como lo atestiguan fuentes diferentes. Los más pobres tienen
menos y peor enseñanza y, de ese modo, menos posibilidades de participar
efectivamente en la educación. De modo que, en los países de América del Sur
comparados con los del Caribe y Centroamérica, mientras los estudiantes que
pertenecen a los estratos más altos de la población logran completar el 5º
grado un 93% y 83% respectivamente, los de niveles más bajos sólo lo hacen en
un 63% y 32%.
Estos
datos todavía aparecen más inquietantes si se contemplan algunos datos como los
ofrecidos por la Universidad de los Trabajadores de América Latina Emilio
Masperó (2003), o los que documenta Klinsberg (2002). La pobreza crece,
habiendo alcanzado en toda la región una cota como el 44% en promedio. Al
especificarla por algunos países, la imagen es como sigue: 75% en Guatemala,
73% en Honduras, 68% en Nicaragua; 55% en El Salvador. Una muestra singular pero
lamentablemente indicativa de los efectos que el nuevo (des)orden interno y
externo está provocando en algún país como Argentina, la recoge el mismo autor
como se muestra en la tabla siguiente
ARGENTINA: Pobreza e indigencia
Años 1998 y 2002 |
||
|
Octubre
de 1998 |
Mayo
de 2002 |
Incidencia
de la pobreza |
32.6% |
51.4% |
Población
pobre |
11.219.000 |
18.219.000 |
Población
indigente |
3.242.000 |
7.777.000 |
Incidencia
de la pobreza en menores de 18 años |
46.8% |
66.6% |
Incidencia
de la indigencia en menores de l8 años |
15.4% |
33.1% |
Menores
de 18 años pobres |
5.771.000 |
8.319.000 |
Menores
de 18 años indigentes |
1.898.000 |
4.138.000 |
Cantidad
de personas que ingresan a la pobreza por día |
2.404 |
20.577 |
Cantidad
de personas que ingresan a la indigencia por día |
1.461 |
16.493 |
Figura
nº 17
Fuente: Presidencia de la Nación, Consejo Nacional
de Coordinación de políticas, Sociales, Sistema de Información, Evaluación y
Monitoreo de Programas Sociales, SIEMPRO (www.siempro.gov.ar/default2./htm).
2002. (Figura nº 17)
No es extraño, por lo tanto,
que, aún cuando las tasas oficiales de deserción y repetición se hayan ido
reducido a lo largo de las dos décadas de reformas en cuestión –así se pone de
manifiesto en fuentes como UNESCO-OREAL (2000)- la deserción escolar, o el
desertor de nuevo cuño como lo califica Puiggrós (1999) en este país, haya ido
adquiriendo una fisonomía muy peculiar y variopinta. Concretamente, la que se
refiere al no abandono “real”, aunque sí a una presencia tan llamativa como la
que reflejan estas situaciones, documentadas por dicha referencia: chicos que
asisten de manera regular y siguen el ritmo escolar; chicos que asisten pero
tienen problemas en seguir la enseñanza; los que asisten pero han perdido la
conexión, el ritmo y el vínculo del aprendizaje; niños o jóvenes que
abandonaron el aula pero vuelven irregularmente; los repetidores propiamente
dichos; quienes ya no van a la escuela a instruirse pero sí a comer; otros que
no la abandonan del todo pero asisten a ella para jugar, cuando no a traficar
con diversas mercancías, incluida la droga; chicos que no abandonan pero tan sólo acuden para acompañar a sus
hermanos, llevar comida a casa, demandar atención sanitaria o similares; y los
que desertan completamente de la escuela. El panorama no necesita comentarios
adicionales. No sólo muestra la vulnerabilidad e impotencia de la escuela
respecto a condiciones sociales, económicas y familiares que rayan la
indignidad humana, sino también los cursos por los que pueden discurrir los
acontecimientos cuando las políticas nacionales e internacionales pasan por
encima de los imperativos morales de un
desarrollo con rostro humano, basado en la equidad y la justicia respecto a
algunas necesidades tan básicas como la educación, además, obviamente, de
otras, si cabe, todavía más elementales. Cuando una parte de los niños, cuyos
índices de pobreza son todavía superiores a los de la población adulta (
Klinsberg, 2002), los márgenes de liberación y movilidad social que le quedan a
la educación respecto a ellos terminan siendo muy escasos, casi inexistentes.
Las escuelas públicas desmanteladas, a las que además asisten altas cifras de
alumnos aquejados de pobreza extrema, desnutrición, desintegración familiar y
hasta inseguridad, -los porcentajes de los niños que se ven obligados a
trabajar antes de los quince años son impresionantes- quedan severamente
debilitadas para garantizar unos mínimos de formación y capacidades con las que
vivir dignamente, no ya en el futuro sino incluso en el presente. Franco y Saínz (2001), y Franco (2002) han
puesto bien de manifiesto, por lo demás, de qué manera el desarrollo económico
y los nuevos esquemas de producción y trabajo han ido elevando progresivamente
el listón de los años de escolaridad requeridos para tener alguna posibilidad
de no caer en el nivel de pobreza más aguda. Así, por lo tanto, las fracturas
de la desigualdad no harán sino crecer, con todas las secuelas personales,
comunitarias y sociales que puedan derivarse.
Las
políticas de compensación educativa.
Por desgracia, en un amplio
número de países latinoamericanos, la compensación no tendría tanto sentido
para atender a poblaciones minoritarias que se encuentra en desventaja social y
escolar cuanto, más bien, para afrontar las medidas que serían precisas, y
urgentes, para superar las enormes brechas de desigualdad de las que nos
estamos haciendo eco. No debiera verse, entonces, como una medida
extraordinaria y minoritaria, sino como una reacción generalizada, y, seguramente,
no sólo por parte del sistema escolar.
Es justo reconocer, con todo,
que también en esta materia se han promovido diversos proyectos (puede verse
una muestra en Gajardo, 1999; Torres, 2000; Reimers, 2000; 2002), y que en
algunas materias se han obtenido avances que no se deben silenciar. Es el caso, por ejemplo, de la lucha contra
el analfabetismo, y su superación en algunos sentidos, tal como se recoge en la
tabla siguiente.(Ver figura, nº 18)
Analfabetismo (% de la población
de 15 años o mayor / selección de países)
País |
1970 |
1980 |
1985 |
1990 |
Argentina |
7,4 |
6,1 |
5,2 |
4,7 |
Bolivia |
36,8 |
|
27,5 |
22,5 |
Brasil |
33,8 |
25,5 |
21,5 |
18,9 |
Colombia |
19,2 |
12,2 |
15,3 |
13,3 |
Ecuador |
25,8 |
16,5 |
17,0 |
14,2 |
Guatemala |
54,0 |
44,2 |
48,1 |
44,9 |
México |
25,8 |
16,0 |
15,3 |
12,4 |
Paraguay |
19,9 |
12,3 |
11,7 |
9,9 |
Rep. Dominicana |
33,0 |
31,4 |
19,6 |
16,7 |
Uruguay |
6,1 |
5,0 |
4,3 |
3,8 |
Venezuela |
23,5 |
15,3 |
14,3 |
11,9 |
Figura nº 18.Fuente: A. Puiggrós, 1999
En la
totalidad de países latinoamericanos se ha dado un amplio despliegue de
proyectos centrados en la equidad, generalmente en el marco de programas
vinculados a los organismos previamente citados. Desde luego que, sin
desconocer logros dignos de consideración, les queda mucho camino que recorrer.
Esta afirmación se justifica, entre otros datos, si atendemos a una variable a
la que todavía no hemos hecho referencia y que no podríamos terminar este punto
sin hacerlo. Concretamente, la relativa
a minorías étnicas o poblaciones indígenas. De Klinsberg, (2002) una vez más,
hemos seleccionado la gráfica siguiente (Figura nº 19)
Figura nº 19
Como
puede verse en los países seleccionados, también la pertenencia a grupos
étnicos determinados aparece como una variable que marca diferencias y
desigualdades en lo que se refiere a su educación. Podríamos seguir con otras ilustraciones, por ejemplo, la que a
su vez se refiere a la presencia de la mujer en la educación; cuando se cruza
esta condición con clase social y minoría indígena, los resultados abundan en
la idea de que las desigualdades profundas lo son todavía en mayor medida para
la mujer. En conjunto, por lo tanto, un panorama con algunos claros y todavía
demasiados nubarrones.
3. Lecciones y cuentas pendientes.-
En los
dos puntos anteriores hemos pasado revista a un amplio abanico de reformas
escolares españolas y latinoamericanas, y hemos tratado de responder a la
cuestión de qué es lo que nos han aportado seleccionando y comentando algunos
indicadores, en particular relacionados con el acceso y permanencia en la
educación, los logros académicos y diversas manifestaciones que se refieren a
problemas importantes de la participación efectiva en la educación, así como
algunos aspectos relacionados con la compensación educativa. A pesar de haber
expuesto una muestra relativamente amplia de datos referidos de diversos
indicadores, hemos tenido que dejar fuera de la revisión otros muchos que
merecerían ser expuestos y comentados.
En concreto,
habría sido conveniente prestar mayor atención al profesorado, desde su
extracción social, prácticas culturales y formación inicial y permanente, hasta
sus condiciones de trabajo (allá reiteradamente definidas como una profesión
mal formada y peor pagada), el pulso de esta profesión en aspectos tales como
su mayor o menor grado de moral, identidad e identificación con su cometido
social y educativo, así como las políticas y realizadas que atañen a su
formación y desarrollo profesional. Asimismo, cifras como las presentadas dejan
fuera una parte importante del currículo que de hecho se ofrece y crea en los
centros a través de los procesos de enseñanza y aprendizaje, o la incidencia
sobre el mismo de la nueva, o vieja, condición cultural, social y tecnológica
que envuelve y penetra en lo que ocurre dentro de la educación, y lo que eso
significa y aporta a sus actores. También nos hubiera gustado atender más
específicamente al tema de la gestión y el gobierno de los centros (recuérdese
que sobre el particular han girado prácticamente todas las reformas acometidas
aquí y allá); a lo que han dado de sí
políticas encaminadas a reducir las inercias burocráticas del sistema, ampliando los centros de poder y los agentes
de decisión sobre la educación, pero que, a la postre, no han sido sino
subterfugios, en muchos casos, para
aplicar esquemas liberalizadores que han servido de caldo de cultivo para la
creciente privatización y la primacía de la lógica del mercado. También, sin
afán de componer una lista de otras ausencias, sería deseable incidir con más
detalles sobre la educación en relación con categorías de sujetos en razón del
género, o entrar con una lente más sensible a lo cotidiano y personal sobre lo
que la educación pueda estar representando para esos colectivos de alumnos que,
ya desde las cifras más globales, parecen ser invitados de piedra al sistema
escolar. Uno de los inconvenientes de los grandes datos e informes es que dejan
en la sombra muchos detalles que son significativos, pues se refieren nada
menos que al modo en que las oportunidades y experiencias escolares conectan
con la subjetividad y la vida cotidiana de los sujetos y, a su manera, la
construyen a través de múltiples estructuras, decisiones y relaciones. Una
ventaja, sin embargo, es que nos permiten apreciar indicios muy generales pero
sintomáticos, de modo que nos dan pié para elaborar análisis y extraer algunas
conclusiones y lecciones dignas de atención. Con éste último aspecto es con el
que pretenden conectar las tres apreciaciones que siguen antes de finalizar.
Vistas
las cosas desde la perspectiva de conjunto que hemos podido ofrecer, el caso de
las reformas escolares españolas, en primer lugar, nos ofrece una serie de
caras y contribuciones positivas de las reformas del período analizado, aunque
también otras que no lo han sido tanto, e incluso algunas colaterales y
sobrevenidas. Un breve comentario sobre cuáles son unas y otras, qué lecciones
del pasado reciente y qué tipo de desafíos están ante nosotros para el presente
y futuro inmediato.
A mi
entender, las contribuciones más positivas de este período de reformas residen
en la consolidación y ampliación de la escolaridad obligatoria, la superación
de asuntos tan “atípicos” como hasta hace poco era el analfabetismo, la tendencia
a converger con los países de la UE en las grandes y positivas tendencias
educativas, así como la adopción de nuevos esquemas de gobierno de la educación
que, a pesar de sus riesgos, representan un camino ineludible a explorar en lo
que respecta a la descentralización y participación de diferentes instancias y
actores en la educación. El incremento del personal docente, el avance en
materia de equipamiento e infraestructuras de los centros, en términos más
cuantitativos, y la disposición al menos formal de un puesto escolar para
cualquier tipo de sujeto en edad escolar, sea cual sea su condición social,
personal y de procedencia, en claves más cualitativas y democrática, son
también aspectos que hay que colocar en la balanza del haber, de metas logradas
y que, al menos por lo que parece, se van a consolidar.
Entre
las caras menos favorables, en primaria instancia, todo lo que se refiere a
mejorar la calidad de una escolaridad extendida en años, pero aquejada
seriamente, en especial para determinados colectivos, de severas limitaciones a
la hora de garantizar a todos que su tiempo de escuela lo sea también de
desarrollo de las capacidades cognitivas, personales y sociales que amplíen
efectivamente sus posibilidades de participar real y responsablemente en todos
los ámbitos de derechos y deberes de la ciudadanía. El hecho de que al filo del
desarrollo de las reformas de los ochenta y noventa se hayan incrementado las
bolsas de “excluidos” de una buena calidad, así como el enorme desafío que
ahora está suponiendo la inmigración, hace temer que esta nueva presión externa
e interna lleve al sistema escolar, sobre todo al público, por derroteros de
extrema complejidad y deterioro. El hecho de que la actual LOCE mire, en el
fondo, hacia otro lado, que no encare la exclusión de otra forma que
habilitando la concentración de los sujetos y colectivos más vulnerables en
“espacios escolares adaptados” dentro de los centros y particularmente en los
públicos, representa, quizás, el elemento más inquietante. Lo sería, a mi
entender, por dos razones al menos: una, porque significa una de las
conclusiones derivadas, indebidamente, y construidas a partir del desarrollo
inadecuado de una reforma como la LOGSE que no contaba entre sus pretensiones
con este resultado colateral; dos, porque, para asumir como razonables los
presupuestos y medidas de la LOCE, tendríamos que olvidáramos de todo lo que
sabemos acerca de las condiciones y decisiones que pueden contribuir a
garantizar una calidad inclusiva. En realidad, lo más negativo del curso de los
acontecimientos de nuestro sistema educativo no residiría tanto en qué es lo
que no se ha logrado alcanzar (que
ciertamente, no es poco). Apunta, además, a que la tendencia corriente va en un
sentido contraria a seguir peleando por ello. El estado de postración,
abandono, renuncias, pérdida de horizontes justos y legítimos en que se
encuentra nuestro sistema escolar sería, pues, uno de los resultados que me
parecen más negativos.
La
lección ambivalente de todo este período se podría resumir en pocas palabras:
el que las reformas pretendan causas justas no es suficiente para que las
logren. Es más, el hecho de que quieran introducir cambios en esa dirección, si
no van acompañados de las decisiones pertinentes y necesarias, puede volverse
en su contra y, así, socavar de paso la credibilidad social del mismo sistema
educativo.
Los datos y análisis realizados sobre
las reformas de los ochenta y noventa de los países latinoamericanos también
nos dan pié para hablar de algunos avances, pero que están acompañados de
estancamientos o retrocesos. Entre sus haberes están los esfuerzos realizados
para ampliar la escolarización a más sujetos y sectores que antes, haber
movilizado a diversas fuerzas sociales y políticas en iniciativas de Estado,
contando además con organismos y proyectos internacionales que sostienen
prioridades legítimas, así como haber promovido múltiples cambios que han
incidido en la gestión de la educación, renovación del currículo y la
pedagogía, así como las disposición de dispositivos permanentes para un mejor conocimiento del
funcionamiento de la educación que puede servir de base para asentar las
políticas de cambio sobre la información pertinente. Lo que tantas reformas
como ha habido no han logrado corregir del pasado, o desgraciadamente han
conseguido acentuar todavía más en el presente, es todo lo que afecta a las
enormes brechas en el acceso y sobre todo permanencia en la educación primaria,
y no digamos en la educación secundaria y terciaria; la perpetuación de
circuitos escolares y educativos que reflejan con excesiva fuerza la influencia
de los factores socioeconómicos, culturales, familiares y la diversidad étnica
y de género sobre la redistribución de la educación; la condición precaria del
profesorado tanto en términos salariales y condiciones de trabajo, como en
valoración social y cualificación intelectual; la situación de debilidad y
vulnerabilidad de las instituciones públicas para afrontar las condiciones
extremas de pobreza y marginación de los alumnos más desfavorecidos a los que,
ellas prácticamente en exclusiva, ofrecen educación, y también algún tipo de
respuestas a otras necesidades que, si
cabe, todavía son más básicas: nutrición, seguridad, protección. En el caso de
las reformas latinoamericano se impone, todavía por desgracia, una histórica
constatación: las escuelas y la educación son impotentes para afrontar patrones
exagerados de desigualdad y fragmentación social. Allí, como en otros casos o
épocas de la historia, las políticas educativas no se pueden segregar de las
políticas sociales, económicas y culturales más amplias. Esto, que vale para
cualquier país o zona del planeta, adquiere dimensiones y significados propios
en América Latina y el Caribe. Una entrevista realizada por El País (15
Septiembre 2003) al actual Ministro de Educación brasileño, Cristovam Buarque,
ponía en sus palabras análisis e ideas como éstos: nuestro siglo XXI será el
siglo de la educación o el de la vergüenza. Citando textualmente se podía leer:
“Es necesario hacer una revolución en la
mentalidad de nuestras sociedades y meter en la cabeza de los Gobiernos y de
nuestros jóvenes que los resultados de la educación son un producto que en sí
agregan a la sociedad un valor propio, independiente de los propios impactos
económicos”. Y, a la pregunta del periodista acerca de su credo sobre lo
que ha de ser la educación en su país, respondía: “Muy sencillo: que Brasil no acabará su ciclo de esclavitud hasta que
todos sus ciudadanos sepan leer y escribir; que no existe independencia
nacional sin educación; que el nuevo Brasil tiene que ser un Brasil
educado...Quien quiera saber cómo es el Brasil del futuro, de la esperanza,
tendrá que mirar cómo son las escuelas públicas de este país, porque una mala
escuela no es escuela”.
Sus apreciaciones valen,
seguramente, no sólo para su país sino
para todos los de la zona. Y, por supuesto, también para nosotros. Hay algo que
compartimos y que, aunque con nuestras peculiaridades y las suyas, representa
la asignatura en común: la valoración y dignificación de la escuela y educación
pública. La lección que unas y otras reformas nos dejan, además de las dichas,
es que ni el modelo mercantil que presidió sus reformas de este período, fuera
por iniciativa propia, presión externa, o una mezcla de ambas fuerzas, no ha
sido el más apropiado para afrontar sus deudas históricas en el “producto
escolar bruto”, utilizando esta acertada expresión del Ministro brasileño. De
seguir bajo los auspicios de una lógica mercantil y privatizadoras, las prioridades
educativas, sociales y políticas todavía por resolver difícilmente se lograrán.
Para nosotros, una apreciación similar nos llevaría a afirmar que no deberíamos
habernos precipitado tan pronto en la renuncia a lograr un sistema escolar y
una educación mejor redistribuida socialmente. El neoliberalismo abrió su etapa
de reformas, y ya hemos visto algunas consecuencias. Aquí, aunque no inauguró
las nuestras, le ha faltado tiempo para enseñorearse del espíritu y las medidas
que se quieren aplicar en la actualidad. Podríamos, quizás, aprender algunas
cosas al contemplar unas y otras reformas con perspectivas. Y, desde luego,
tanto lo que hay que aprender como quiénes han de aprenderlo, no afecta tan
sólo a las políticas educativas, ni sólo a los centros y profesores, aunque por
supuesto que sí. Estamos a las puertas de lograr nuevas alianzas y conciertos
en pro de una educación mejor y más justa, o a las de una nueva etapa en la que
cada cual consiga lo que sea capaz en razón de los propios recursos y capitales
humanos o sociales. Esa es la bifurcación, desde mi punto de vista, a la que se
enfrenta nuestro sistema escolar y el suyo. Seguir por una u otra dirección,
con toda seguridad, comportará ventajas y costes. Hay que ser conscientes de
unos y otros.
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Anexo I.
Ejes y estrategias de la Política Educativa de los noventa
en América Latina.
Ejes de la Política Educativa |
Estrategias y Programas |
Gestión |
Descentralilzación
administrativa y pedagógica Fortalecimiento de las
capacidades de gestión Autonomía escolar y
participación loca Mejora de los sistemas
de información y gestión Evaluación de los
resultados y rendición de cuentas ante la sociedad Participación de los
padres, gobiernos y comunidades locales |
Equidad y Calidad |
Focalización en
escuelas más pobres en orden a satisfacer los niveles básicos de la
escolaridad. Discriminación positiva
hacia grupos vulnerables Reformas curriculares Provisión de textos y
otros materiales instructivos Extensión de la jornada
escolar e incremento de las horas de clase. Programas de renovación
pedagógica Programas de
fortalecimiento institucional de los centros. |
Perfeccionamiento
docente |
Desarrollo profesional
de los docentes Remuneración por
desempeño Políticas de incentivos |
Financiación |
Subsidio a la demanda Financiación compartida Movilización de recursos
del sector privado Racionalización de los
recursos en orden a la eficiencia en el gasto. |
(Fuente: Marcela Fajardo (1999), PREAL, nº 15
Principios orientadores de las reformas de los noventa en
América Latina:
-
Incorporación de profesionales técnicos con capacidad de liderazgo y gestión
al sector público para el desempeño de tareas de dirección. |
(Tomado de R.Mª. Torres, 2000)
ANEXO II. Algunas cifras y estadísticas complementarias: